Gerardo Montejo despertó con un mal presentimiento, una sensación de vacío que era estomacal pero que debía proceder del alma, dondequiera que ésta se escondiera. Salió de casa temprano, sin despedirse de su mujer ni tomar el desayuno, persuadido de que ese día, miércoles santo y de canícula, sería el último para el pobre Orfeo, el mejor de sus gallos de pelea. Era un animal espléndido, orgulloso y valiente como pocos, y en otras circunstancias hubiera preferido no exponerlo al sacrificio, pero hay lujos que un hombre no puede permitirse y uno de ellos es jugarse la fama de su hombría. Así lo había creído y repetido siempre y, vea usted, no era momento para desdecirse. Con el gallo bajo el brazo, anduvo a paso apurado las ocho cuadras desde su casa hasta la gallera, el ala del sombrero sobre la cara para no ver a nadie, para no tener que saludar ni entretenerse en pláticas y explicaciones para las que no estaba de humor. De aquéllos que toparon con él en el trayecto, muchos se apresuraron a correr apuestas a favor del otro, de Narciso Reyes, porque aquella actitud escurridiza de Gerardo decía claramente que iba derrotado de antemano. Quien conozca de la materia, sabe que al combate los gallos aportan ala, espuela y pico, pero que la rabia o la ambición necesarias para ganar la adquieren de su amo por contagio, y aquella mañana no parecía Gerardo el ganador empedernido que solía ser, sino un simple hombre que va arrastrado por las circunstancias. No se trata de que dudara de las habilidades del gallo, resultado final de una larga y estudiada serie de cruces, ni de que el bicho no le hubiera dado motivos suficientes para tener confianza: diecinueve victorias por kockout en menos de cuatro meses. Era que las pesadillas le habían sembrado el corazón de augurios.
Desde que supo que la pelea sería ineludible, había tenido el mismo sueño en tres ocasiones: se veía caminando sobre un valle desértico y frío, en dirección a unos cerros de roca descarnada que se recortaban en el horizonte contra un cielo negro de tormenta. De repente, saliendo de entre aquellas elevaciones grises, aparecía la figura de Orfeo volando con acrobacias de gerifalte. El gallo planeaba largamente sobre el valle, descendía hacia él, giraba sobre su cabeza y cuando estaba a punto de posarse a su lado, las alas grandes y el pico corvo como si fuera de rapiña, se revolvía en convulsiones, cacareaba de una conmovedora manera y acababa explotando en cascadas de sangre y plumas multicolores. En cada ocasión, el sueño se repetía idéntico a la anterior y Gerardo despertaba con el pecho a tumbos y una cosa en la garganta que era como ganas de llorar y de salir huyendo. Por eso, por culpa de los sueños, estaba convencido de que Narciso Reyes acabaría humillándolo también en la gallera, como había intentado hacerlo en todos los terrenos.
¿Y qué podía hacer para evitarlo? Eludir la pelea habría significado una vergüenza mayor, puesto que él mismo lanzó el desafío y nadie en San Esteban iba a aceptar como honorable el argumento de que había actuado a la ligera, atraído por el cebo de una provocación… porque no otra cosa fue lo que la retorcida maña de Narciso Reyes puso en su camino. Otro menos taimado hubiera soltado un reto directo y Gerardo pudo haber respondido “no me interesa”, “no está a mi nivel” o algo por el estilo. Pero Narciso tuvo el tiento de llegar a El Mirador a la hora apropiada, esperar a que estuviera callada la rockola y hablar en tono lo bastante alto para que todo el mundo lo escuchara.
—Gerardo Montejo —dijo— no es más que un boca grande. Se las tira de buen criador, pero hasta el más tierno de mis gallos le quebraría el cogote a su famoso Orfeo.
Una hora más tarde, aquellas palabras habían llegado a oídos de Gerardo y recorrían las calles del pueblo como aguas de aluvión. Una vez derramada la noticia de la ofensa ¿qué opciones le quedaban? Ciertamente ninguna, porque bien se puede ignorar un insulto proferido en público, pero de ese modo no se gana respeto y, sin éste, difícilmente sobrevive un hombre. Es un bien tan esencial como la tierra o la pistola, pero a diferencia de estos dos, que se compran con dinero, el respeto sólo se obtiene con valentía demostrada, con integridad y sentido del honor. Por esas razones, fue lógico que Gerardo Montejo respondiera con su natural laconismo y sin pensarlo dos veces:
—El miércoles a las diez de la mañana, que lleve al más pintao de sus gallos.
Al entrar a la gallera, ese día y a esa hora puntual, el barullo de casi un centenar de gargantas se apagó de golpe. Levantó ligeramente el ala del sombrero que llevaba sobre el rostro, nunca se supo si a modo de saludo para la concurrencia toda o para cruzar con su rival aquella primera mirada dura y fugaz de la que solo los más atentos y observadores pudieron percatarse. Sin más preámbulos se dirigió al centro del redondel, a la pequeña arena de los emplumados, y de camino estrelló contra la alfombra de aserrín una saliva grande y viscosa, acompañada por un gesto difícil de describir pero fácil de comprender. No es lo mismo (y eso lo sabe hasta un niño de cuatro años) un escupitajo casual, un desecho simple que la lluvia lava sin consecuencia alguna, y otro expulsado en presencia del enemigo y con el ánimo consciente de agraviarlo, caminando cadenciosamente y sonriendo sólo con la mitad de la boca, de ese modo burlón que es un desafío en código olanchano.
Desde hacía una semana, en el pueblo solo se hablaba del asunto, pues todo el mundo sabía que, más que de una pelea de gallos rutinaria, se trataba de una revancha vieja, un ajuste de cuentas largamente postergado. La expectativa era grande porque nunca conoció San Esteban una animadversión tan enconada, un rencor tan purulento como aquel entre Narciso Reyes y Gerardo Montejo, un odio que solo puede germinar, como era su caso, entre quienes se han querido a la buena o han tenido muchas cosas en común. Todo el mundo sabía la historia —detalles más, detalles menos— de aquella buena amistad y de cómo y por qué desembocó en un aborrecimiento mortífero. Nadie en el pueblo desconocía este trasfondo sórdido ni ignoraba que el origen de la rivalidad había sido una mujer y que esa mujer, Angelina Erazo, era la desdichada esposa de Gerardo Montejo. Andarían ambos por los diecinueve cuando la manzana de la discordia llegó al pueblo procedente de Catacamas y se instaló en medio de los dos como un obstáculo insalvable. A partir de entonces, lo que había sido una amistad a prueba de naufragios derivó en una competencia descarnada por sus favores de amor y, poco después, cuando se hizo evidente que Gerardo había ganado la batalla, en una hostilidad abierta y arrasante.
Era una historia harto conocida en San Esteban y a ello se debía la concurrencia inusual y la atmósfera de curiosidad malsana que se respiraba aquel miércoles santo en la gallera. Casi un centenar de hombres… y si no había más no fue por falta de interés, sino porque muchos temían desoír las advertencias del padre Vicente, que llevaba dos años tratando de erradicar del pueblo las peleas de gallos. Una práctica “de inspiración satánica”, decía el párroco para asustar un poco, aunque bastante claro tenía —porque en su oficio lo constataba a diario— que tratándose de concebir ruindades, la mente humana dispone de recursos propios e inagotables.
Los ritos iniciales fueron expeditos porque había en la gallera un ánimo de mucha prisa, de una cierta ansiedad de resultados. Puestos en la romana, los dos animales pesaron aproximadamente lo mismo; rápidamente les fueron colocadas las espuelas; masajeados la pechuga y los muslos desnudos (entiéndase sin plumas); y en el suelo sometidos a un breve zarandeo, para comprobar su sentido de orientación y de equilibrio. Para completar la ceremonia, antes de lanzarlos a la arena, el juez y su ayudante presentaron al público las aves: el canelo Orfeo, ganador de diecinueve batallas, y el albo Blancanieves, vencedor de catorce justas, un encuentro de campeones.
Avanzando a saltos, erizada la cola, abiertas las alas y el pescuezo erguido, los gallos corrieron desde puntos extremos del pequeño redondel y se encontraron más o menos en el centro, con una sacudida brutal que produjo una explosión de plumas y un griterío de novilleros ávidos. Luego de este choque inaugural, los combatientes dieron muestras de mutuo respeto y empezaron a moverse en círculos, lanzándose esporádicos y estudiados picotazos, las alas y la cola desplegadas, levantando mucho las patas al caminar para no herirse a sí mismos con los sables de las espuelas. Por momentos semejaban estilizados bailarines de academia ejecutando una danza de guerra precolombina. El aire de la gallera, mientras tanto, se iba llenando con los gritos de las apuestas. “Doy cien a Morfeo”, vociferó un hombre enseñando los billetes desde la gradería. “Ciento cincuenta a la Bella Durmiente”, respondió otro más abajo, siguiendo la costumbre de confundir deliberadamente, por simple guasa, el nombre de los animales. No acababa el apostador de hacer su oferta cuando el gallo de Narciso Reyes ejecutó un salto espectacular, trabó el pescuezo de Orfeo cerca del sitio donde alguna vez tuvo la cresta, y en un movimiento imperceptible para el ojo humano le clavo la espuela en el costado, bajo el muslo izquierdo. Al campeón se le dobló ligeramente la pata, trastrabilló un segundo y antes de que Blancanieves intentara el golpe de gracia, retrocedió con el cuerpo ladeado, en un movimiento instintivo de sobrevivencia. El heridor pareció estimulado con el olor de la sangre que empezó a manar por la carne abierta y arreció el ataque: su pico buscaba enloquecidamente el pescuezo del enemigo, pero éste se le escurría bajo el ala, lo que dio pie a muchos comentarios elogiosos sobre la astucia del gallo de Gerardo Montejo.
—Si éste fuera boxeador, sería Muhamed Alí —dijo un jornalero—, qué bien esquiva los golpes.
—Pero si no ataca, es gallo muerto —acotó su compañero.
—Doy doscientos a Blancanieves —se atrevió otro apostador, estimulado por la evidente superioridad que empezaba a mostrar el gallo de Narciso.
En un rincón del redondel, el espectáculo empezaba a cambiar de tono… literalmente. Las plumas de Blancanieves eran suavemente rosadas y los hermosos matices entre el gris y el castaño de Orfeo se asimilaban al bermellón. Unas seis veces intentó este último responder al asedio de su rival, pero el bicho era escurridizo y las espuelas se agitaron en el aire sin llegar a su objetivo. La batalla empezaba a prolongarse y el volumen de los gritos, que alentaban en su mayoría al gallo de Narciso, subía por momentos. No sólo los apostadores de oficio alentaban al gallo blanco, sino también los amigos de Narciso que eran muchos y bochincheros y que habían acudido en masa. Al calor de aquellas excitativas, Blancanieves logró inmovilizar una vez más el pescuezo de Orfeo y en un ágil vuelo alcanzó a rasgarle la piel bajo las alas. El animal cayó con una intensa hemorragia y ya se le daba por muerto, pero el juez principal, habituado a la maña de algunos emplumados, no se dejó impresionar por los clamores de quienes pedían detener la pelea y puso a correr el cronómetro que colgaba atado a una cuerda desde el techo, a un lado del rendondel.
—Hay que dar los dos minutos de ley —dijo—, si no se levanta, entonces sí… está fuera.
Pero Orfeo no daba signos de poder levantarse. Varias veces le picoteó Blancanieves las alas y la cola, como queriendo cerciorarse de que su victoria era total e inapelable y el otro animal apenas si movía la cabecilla, de un aspecto intensamente sanguíneo. Sin embargo, estaba el juez a punto de dar por concluida la pelea, cuando Orfeo surgió de sus cenizas y voló en forma espectacular sobre el enemigo. El pico se clavó con fuerza atroz en el cogote del otro y sus espuelas de carey penetraron blanda y profundamente los ojillos redondos y asustados que ya no habría de necesitar nunca más el gallo de Narciso Reyes. La cabeza de Blancanieves se derrumbó como un colgajo inútil antes de que el resto del cuerpecillo cayera rígido al suelo, convertido en una masa de plumas bermejas y viscosas.
Gerardo Montejo tomó a Orfeo entre sus brazos y le acarició la pechuga, buscando evitar que la rabia asesina, que aún le hacía retorcerse, le provocara su propia muerte. El hombre, por su parte, se sentía invadido de una felicidad enconosa, pero tuvo el cuidado de hacer que no se le notara, de mantener la compostura y actuar como si solo hubiese despachado un asunto de rutina. Eso —creía— redondeaba su imagen de vencedor y acrecentaba la humillación de su enemigo. No habló con nadie y apenas si aceptó con un rápido apretón de manos las varias felicitaciones que recibió mientras se dirigía a la salida. Lamentaba haber creído con tanta ingenuidad en el poder premonitorio de los sueños y se prometía a sí mismo no volver a dejarse influir por supersticiones tontas, cuando una voz fuerte, insuflada de amargura, se elevó por encima del bullicio.
—Muy bueno el gallito —le espetó Narciso—, ahora echáselo a tu mujer para que le haga el favor.
Gerardo se detuvo en seco, inseguro de haber escuchado lo que le pareció escuchar. A veces las palabras, lo mismo que las representaciones en los sueños, se nos empastelan en la cabeza y nos arrojan por el despeñadero de los significados equívocos. Podía tratarse también de un error de los sentidos: tal vez había dicho “lleváselo a tu mujer para que lo haga en guiso”, o “hacé el favor de decirle a tu mujer que el gallito es muy bueno” o cualquier otra frase inofensiva. Todo esto lo pensó en fracciones de segundo, pero hubo algo que lo convenció de que nada bueno ni inocente podía haber emitido el alma emponzoñada de Narciso, y fue aquel silencio fúnebre que dejaron sus palabras y ese movimiento instintivo de quitarse del medio con que, al unísono, reaccionaron los espectadores.
Gerardo Montejo creía que era un secreto celosamente guardado por él y su mujer, pero la situación del matrimonio era de dominio público. La misma Angelina Erazo había cometido la infidencia, aunque sin mala fe, buscando en su mejor amiga un poco de la compasión que todos necesitamos para vivir.
—Deberías buscar un buen doctor —le había aconsejado la amiga—, andan muchos comentarios de que sos una mujer incompleta, que ya deberías haberle dado nietos a don Lucio.
Lo cual no era novedad para Angelina, porque a diario recibía presiones de la familia de su marido y de la suya propia. Pero que fuera Lucrecia, su entrañable amiga, quien llegara a reprochárselo por ignorancia, le pareció la más acabada de las injusticias.
—Ya me han visto doctores —le salieron las palabras del fondo de su aflicción—, y estoy perfectamente. El problema es él.
—¿Gerardo es estéril? —la miró Lucrecia con ojos de huevo frito.
—Ojalá —estalló en lágrimas Angelina Erazo—, es impotente.
Fueron palabras de desahogo. Después de todo, ya había guardado silencio por cerca de cuatro años. ¿Qué perjuicio podía derivarse de que una tercera persona, la más cercana a sus afectos, le ayudara a cargar su pesadumbre? Ella pensó que todo acabaría en aquella conversación balsámica, lo mismo que Lucrecia imaginó que su hermana Angelita sería la última en saberlo…
—Muy bueno el gallito, ahora echáselo a tu mujer para que le haga el favor —gritó Narciso Reyes y casi simultáneamente se fue arrepintiendo de lo que había dicho. El desenfado verbal fue causa de muchas de sus desdichas; la imprudencia era en él como un torrente interior que se le desbordaba sin aviso, pero nunca lo había colocado como ahora en una encrucijada tan temible. Si hubiera sido de alguna utilidad, si hubiera podido evitar lo que sabía que estaba a punto de suceder, se habría disculpado, pero hay caminos que no tienen retorno y uno de ellos es la virilidad ultrajada de un hombre que se precia de tal, aunque sea un estropajo.
Gerardo se detuvo en seco, giró lentamente sobre los talones, al tiempo que su mano derecha soltaba el ala del gallo y se enrumbaba hacia la funda del revólver. Casi no veía ni escuchaba; los sentidos se le habían embotado de golpe y todo su cuerpo se hundía lentamente en un tremedal de rencor y de vergüenza. Sin embargo, cuando estuvo frente a Narciso, el arma apuntando al sitio de su corazón, un sentimiento imprevisto lo hizo titubear: fue un destello del pasado, una escena efímera de aquella vieja amistad, que le hizo pensar que no obstante las encarnizadas competencias y las ofensas recíprocas, Gerardo seguía siendo su hermano y que al matarlo a él moriría una parte de sí mismo. Fueron dos segundos de duda, el tiempo suficiente para que Narciso acabara de sacar su arma e hiciera un único disparo.
Presa de convulsiones, Gerardo Montejo cayó de espaldas mientras un chorro de sangre brotaba de su garganta como de un grifo abierto. Lo último que sus ojos vieron fue un aleteo enloquecido y una lluvia de plumas ensangrentadas cayendo inconteniblemente sobre su pecho agonizante.