A Ivet, con los ojos cerrados
Una mañana de marzo de 2014, con un cielo recubierto de nubes desconchabadas, me trepé al auto y conduje de Midland a El Paso sobre la carretera interestatal I-20, con la relativa paz que pueden generar los sutiles paisajes del desierto y las praderas de Texas. Como había vivido muchos años en la costa este, opté que esos días de asueto que me otorgaba el calendario, me servirían para hacer un viaje de reconocimiento, y así empezar a familiarizarme con el lugar. Dice la Historia que Texas es un vasto territorio que había sido considerado como la perla de la república por el gobierno mexicano del siglo XIX, bajo la jurisdicción del estado de Coahuila. Desplazarse a caballo de aquí a Ciudad de México, en ese entonces, era peor que el suicidio. Mientras la joven nación mexicana tragó de quitarse las pajas y el tufo español de las espaldas, llegan en caravanas peregrinos anglosajones aprovecharon por lo que pudieron construir en esas tierras. Y ahí estaban a simple vista lo que los integrantes de esas caravanas construirían poco tiempo después, o el resultado de ese desafío, una rica toponimia que apunta hacia varios lados, desde las implicaciones imperiales a los despojos y las infamias en contra del subalterno: Toyah , Pecos, Pyote, Wickett, Thorntonville, Monahans. Tenía previsto detenerme en Van Horn o en Sierra Blanca para estirar las piernas, merodear por el lugar y comer algo que me acercara más a lo mío. desde las implicaciones imperiales a los despojos y las infamias en contra del subalterno: Toyah, Pecos, Pyote, Wickett, Thorntonville, Monahans. Tenía previsto detenerme en Van Horn o en Sierra Blanca para estirar las piernas, merodear por el lugar y comer algo que me acercara más a lo mío. desde las implicaciones imperiales a los despojos y las infamias en contra del subalterno: Toyah, Pecos, Pyote, Wickett, Thorntonville, Monahans. Tenía previsto detenerme en Van Horn o en Sierra Blanca para estirar las piernas, merodear por el lugar y comer algo que me acercara más a lo mío.
Conducía a una velocidad moderada. De un lado de la carretera, arbustos, vacas pastando, arboles enanos; así se repetía el paisaje, haciéndome bizco. Del otro, las alucinaciones que toda llanura provocan cuando se proyectan los mismos objetos una y mil veces. Obviamente, no es lo mismo observar desde una montaña. En la planicie, el objetivo se torna difuso; un terreno favorable para las quimeras y los caprichos. Llega el momento en que empiezas a imaginar cosas que saltan de ese lugar inalterable, lo que sea —yo siempre imagino un lobo que me mira y me sigue a la velocidad del auto; dinosaurios en busca de pastura, apaches con los rostros pintados, montados a pelo sobre caballos moteados sin rienda, listos para la guerra.
Me habían dado ganas de orinar desde que pasé por una zona de descanso súper moderna, con áreas recreativas para los niños; televisiones gigantescas en el interior, y escaleras hacia un sótano que sirven de refugio en caso de tornados. Me estacioné. Justo a mi lado, en la parte frontal de una camioneta de doble cabina, un matrimonio entrado en años y en peso corporal, escudriñaba con dificultad el mapa del estado. El hombre me preguntó si para ir a Marfa era conveniente tomar hacia el norte o el sur.
Como ya había estado en Marfa, un pequeño pueblo convertido en sede para artistas en residencia (pintores, cineastas, poetas y narradores), fue fácil para mí orientarlos. Me atrajo María por un error que no pagué caro, había buena cerveza y comida insuperable. Daba por sentado que la novela de Cormac McCarthy, No Country for Old Men(2005), tomó lugar allí, donde Anton Chigurh, el multiasesino del desierto, asolaba las carreteras de la zona con toda la impunidad posible. En tanto finalizaba la charla con el matrimonio, dos autobuses escolares se estacionaron, repletos de adolescentes, que se desbocaron hacia los baños. Preferí subirme de nueva cuenta al auto y enfilarme de una buena vez con dirección al sur, bajo un intenso cielo de primavera. Por la intensa y dilatada luz que se extiende hacia los umbrales de la lejanía, estos sitios podrían ser los lugares idóneos para edificar escuelas de pintores.
Tomé la desviación hacia Pecos, caserío encumbrado por el actor Robert Mitchum en una película de 1945, cuyo título resulta redundante: West of the Pecos . Un ejército de bombas de varilla, conocido en inglés como Pumpjack , resguarda los alrededores de una comunidad que estuvo a punto de marcharse por completo hace dos décadas, porque se había agotado todo, hasta las ganas de vivir. Si no fuera por los yacimientos petrolíferos y gasíferos extraídos con exactitud robótica por las máquinas encargadas de succionar los jugos de la tierra, Pecos sería hoy un pueblo fantasma.
Pero no, ahí estaba el zoológico, al cual tengo que volver un día de estos; y los altos salarios para los que manipulan las bombas de varilla, me dijo Juan Ceniceros, de Ojinaga, Chihuahua, quien en los mejores momentos, cuando el precio del barril de petróleo estaba por los cielos, llegó a ganar hasta cinco mil dólares por semana . Le prometí al dueño de Terrazas , un restaurante de comida mexicana, una visita pausada. Nadie que sepa que lo mejor que puede pasar en la mesa es la abundancia, puede obviar estas tentaciones. El plato, directo a la mesa, va súper cargado; y ese toque de generosidad surtió efecto para que la comunidad antaño se dividiera de fea manera, los anglosajones al norte, los mexicanos al sur, se acercaran sin resentimientos.
El burrito de variados guisos, el caldo de res y el menudo (trozos del estómago de la vaca, con maíz, y un aromático caldo pintado de chile rojo) motivaron una tregua que va más allá de lo simbólico y de lo étnico. Si no abolió por completo toda la clase de animadversiones de un lado como del otro, la comida campirana pulió el trato entre los residentes de Pecos. A mitad de siglo XX, para no irnos tan lejos, todo mexicano que cruzara hacia la barriada de los anglosajones podía correr el riesgo de morir linchado. Antes de marcharme, el dueño dio la bienvenida a un robusto anglosajón, vestido de pantalones cortos y botas vaqueras (sic), llevaba un recipiente para que se lo llenara de menudo caliente y picoso.
Pasaban de las 11:00 de la mañana cuando retomé la autopista hacia Van Horn, calculando llegar en una hora y media, sin aventurarme en tomar alguna desviación provocativa que se presente en el trayecto. Delante de mí un tráiler avanzaba con la lentitud de un animal prehistórico. Había pensado en rebasarlo, pero luego de ver por el retrovisor una patrulla de caminos, desistí del intento. La patrulla tomó un desvío, y yo le metí toda la pata al acelerador. A medida que rebasaba al brontosaurio, me sorprendí que su carga era lo más parecido a los larguísimos colmillos de un mamut. Era una hélice de los miles de molinos de viento que han instalado casi en todas las regiones de Texas para generar energía eólica, verde y limpia, como decía la leyenda pegada a la portezuela del armatoste que avanzaba con problemas en los bronquios.
La música de Van Morrison me acompañó durante el trayecto, hilvanada y pistoneada con la vitalidad de los pequeños misterios que la vida cotidiana te ofrece a cada instante, y que es recomendable no resolverlos sino vivirlos con la máxima intensidad posible, para poder comprender de una puta vez que la vida es un milagro. Y cuesta tanto trabajo discernir eso. La última canción del CD antes de llegar a Van Horn fue “Sometimes We Cry”, con el inicio de la guitarra que volatiliza cualquier aspereza.
Rodeado por montes yermos, unos cerros que podrían servir de atalayas para los agentes de la Border Patrol, y a simple vista, casas, casuchas y hoteles a medio terminar con materiales de madera y tablaroca, en el pueblo de Van Horn experimenté una sensación de futilidad, la misma que había sentido en mi trayecto a Ushuaia (la parte más austral del planeta), a mitad del camino –en el tramo que une Puerto Madryn y Trelew–, al ver los caseríos desde el autobús, como si fueran parte de un espejismo, y que nadie en su sano juicio podría vivir allí en un ecosistema tan adverso. En menos de dos kilómetros pude contar más de quince camionetas de colores verde y blanco patrullando la zona, como si en ese momento una multitud de inmigrantes sin documentos tratara de esconderse o pasar desapercibida. Salí de la autopista para ingresar a una calle lateral que me llevaría al McDonald’s del pueblo, equivalente a la plaza central donde se reúnen todos, tanto los locales como los que están en tránsito. Cuatro migras conversaban en el estacionamiento con los pasajeros de una Van con los vidrios polarizados. No perdí detalle de la escena que yo focalizaba desde adentro del restaurante con una suerte de enojo e impotencia, en cierto modo. Las placas de la Van eran de Kansas.
Al cabo de unos minutos llegaron refuerzos. Mientras los migras cumplían con su trabajo, el de esposar a cada uno de los pasajeros por no contar con los debidos papeles migratorios en regla (nueve adultos), a medida que iban saliendo uno por uno del auto, cabizbajos, los rostros desdibujados y con los malos augurios a cuestas por la detención inminente, excepto a una mujer que cargaba a una niña en brazos. Nadie de las personas que estaban allí a mi alrededor, formados en fila de frente a las cajas, reparó en la escena, tan cotidiana para ellos como el de comprar comida chatarra puntualmente. La señora que iba delante de mí, me dijo que en Sierra Blanca había un restaurante muy bueno, en respuesta a mi pregunta de si ella conocía otro lugar en el área para comer otra cosa que no fueran hamburguesas, ni pollos ni cafés ligeros como plumas.
A escasos treinta minutos, a una velocidad de 100 kilómetros por hora sobre una recta de aproximadamente diez kilómetros de extensión, divisé el caserío de Sierra Blanca, una montaña pelona que lo amuralla y un tren de carga con cincuenta vagones que pasaba al ralentí a un costado del poblado, que es aún más pequeño que Van Horn. A golpe de vista pude calcular no más de 200 casas.
Sierra Blanca ganó fama de pueblo indómito a inicios de la década de los noventa, por la valentía y capacidad de resistencia de sus pobladores, semejante al ímpetu de los habitantes de la histórica Numancia; aunque aquí no se registraron inmolaciones, sí hubo de parte de la entonces gobernadora Ann Richards, un asedio jurídico para construir un cementerio nuclear que fue intenso y prolongado. En 1998, mediante el activismo efectivo de ambientalistas, escritores e intelectuales, y los residentes de Sierra Blanca, una corte federal frenó definitivamente el proyecto de construcción de un depósito de residuos radioactivos.
Antes de entrar al pueblo, a la derecha, a un kilómetro de distancia (de sur a norte), el centro de detención West Texas Detention Facility, compartido por la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE) y la Oficina de Alguaciles Federales (U.S. Marshals), un edificio plomizo, camuflado con el desierto; sí, vulgar y anodino, pero decisivo en la estrategia para frenar la inmigración indocumentada. Las personas detenidas atrás, que me dio la impresión de que eran integrantes de la misma familia, serían recluidas temporalmente y puestas a disposición de las autoridades migratorias correspondientes, hasta esperar la segura deportación de todas ellas. Eso me apretujó el corazón. Más por el llanto de la niña en brazos de su madre, y el rostro compungido de ésta, la imagen de que el sueño de todos se había roto como un cántaro, producto del mal cálculo; y cuando llegan los reveses, así funciona el mecanismo de la vida, no hay poder humano que los contenga: un palo seco tras otro. Me habría gustado indagar un poco más sobre las razones de querer reunirse toda la familia en el estacionamiento de McDonald’s, a sabiendas seguramente de que, en términos de vigilancia migratoria, era una zona muy caliente para el cruce indocumentado.
El estacionamiento de Delfinas’s Restaurant estaba recubierto de una gravilla que, con el desplazamiento de las llantas, emitía un sonido como de película de suspenso. A un lado de la puerta principal, en letras muy grandes, se le daba la bienvenida a los traileros, los amos del camino. Me formé en la fila, no tan larga, a las espaldas de un agente de la Patrulla Fronteriza, medianamente joven y anglosajón. Luego supe que la dueña era Delfina Arzate, una mujer tenaz y llevadera que había visto muchas cosas dentro de su negocio, en el que, lo corroboraría momentos después, se cocinan las mejores gorditas de maíz del mundo entero. Por supuesto, pedí dos gorditas (que fueron cuatro) y un vaso de horchata; la superficie, salpicada de canela; como en la infancia, con el Choco Milk.
Con Joe Jones, el migra, conversé durante varios minutos antes de que doña Delfina le entregara 68 cajitas de comida recién hecha. Cuando me dijo que era de Cincinnati, le pregunté si ya había visto Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005), de Tommy Lee Jones, con guión del mexicano Guillermo Arriaga. Porque Mike Norton (Barry Pepper), uno de los personajes principales, era de la misma ciudad que la suya. Buscó el título en Google: voy a verla, seguro, dijo entusiasmado. Tras observar que ya había la suficiente confianza como para soltar una pregunta que podría resultarle incómoda en otro momento, le dije que me proporcionara sus cifras o estadísticas personales sobre el número de detenciones que se llevaban a cabo en el área por día, por semana o por mes, como mejor le pareciera. Las detenciones se incrementan en diciembre. Es todo lo que puedo decir, dijo. ¿Cifras?, insistí. Yo quería cifras, pero me sacó la vuelta. Muchas, dijo con tono alcalino, antes de salir disparado del restaurante.
Por sus gestos, distinguí en doña Delfina la línea de humo que me llevaría al fuego. Y sus dientes, fuertes, hechos de piedra, no pasaron desapercibidos para mí. Recordé al querido López Velarde, quien me saca de apuros contantemente: Cuida tus dientes, cónclave de granizos, cortejo / de espumas, sempiterna bonanza de una mina. (Razones las hubo para preparar, a la ligera, las respectivas loas a las gorditas, que no tienen punto de comparación). El restaurante de doña Delfina era –y sigue siendo– el epicentro de una de las grandes rutas de la migración a nivel continental, ubicado en un sitio decisivo, justo a la mitad entre el punto de revisión migratorio más importante de la zona y la estación de la patrulla fronteriza. Por tanto, estar en el Delfinas’s Restaurant me dio un amplio espectro para considerar la migración, de un tiempo a la fecha, como una verdadera amenaza para los países ricos, sin que en ello estén en juego las diversas orientaciones ideológicas a las que un sujeto fuertemente politizado puede hacer uso o no al momento de elaborar un discurso para justificarla o condenarla. Básicamente, el hombre es un animal que emigra, un animal en constante fuga, y la migración, pese a sus regulaciones con los debidos permisos migratorios y los trabajos legales, siempre cobra el giro propio de los fenómenos, debido a que la pobreza en Latinoamérica nunca ha disminuido, como tampoco el salario mínimo se ha incrementado. ¿Quién entonces levantará las cosechas en los campos agrícolas de los Estados Unidos bajo el sol inclemente que cae en forma de alfileres? ¿Pero por qué dejar la casa, la familia, los hijos, la novia encinta, la esposa guapa, o la cosecha del maíz que truena de mazorcas?
No me equivoqué. Doña Delfina había sido testigo de innumerables episodios de los inmigrantes. Le sugerí que me contara un incidente reciente, o aquel que más le había impactado, tal vez, por su crudeza. Los asumí como relatos pedagógicos porque en esas acciones puede irse la vida, y que bien mirados, permiten aprender sobre el arte de la supervivencia, de la percepción de la vida y los valores del sujeto que migra de un sitio a otro, por las causas que fuesen.
Llegaron seis hombres muy mal vestidos, dos de ellos traían descocidos los pantalones por los alambres de púas o las espinas, vaya usted a saber, con los pelos enmarañados. Eran mexicanos y centroamericanos. Me dijeron que no habían comido nada en días. Se sentaron y me aclararon que no traían dinero para pagar. Les dije que no se preocuparan, que yo les iba a servir toda la comida que quisieran. Comieron con desesperación todo lo que les puse en la mesa. Al cabo de un rato, ya saciados, se asearon en el baño, llenaron sus botellas de agua, me dieron las gracias y se fueron al monte otra vez. Por la apariencia me llevé un chasco hace dos meses. Entraron cuatro jóvenes bien vestidos; dos mujeres y dos hombres. Se sentaron allá, hasta el fondo. Los noté nerviosos, pero poco a poco empezaron a relajarse. Uno de ellos traía el pelo largo, amarrado en forma de coleta. Ellas traían vestidos como para un baile; ellos, trajes oscuros, sin corbata. Pensé que iban a una fiesta de la escuela, o a un quince, que aquí se organizan muy seguido entre la comunidad mexicana. El de la coleta miraba constantemente por la ventana, y el resto, trataba de distraerse con los celulares. Esperaban a alguien. Me acerqué para entregarles el menú y preguntarles si iban a beber algo, dijo Doña Delfina con el tono inconfundible de las narraciones bíblicas, un tanto severo porque la que narra ya sabe lo que va a pasar. El de la coleta fue al baño, tardó mucho tiempo adentro, y salió porque una de las muchachas gritó su nombre cuando vio que llegaban los agentes de migración. Se los llevaron a todos. Jamás habría imaginado que eran ilegales. Esperaban a alguien, dijo, pero no llegó a tiempo para recogerlos.
Le dije que en Van Horn había visto muy de cerca la detención de toda una familia, de acuerdo a mi hipótesis. Las descripciones dadas por doña Delfina de la miniván con placas de Kansas, y las de sus ocupantes, correspondían con las características de las personas detenidas en el estacionamiento de McDonald’s. Me dijo que habían desayunado esa mañana en el restaurante, pero únicamente eran tres personas, la madre con la niña en brazos y dos hombres más. La historia quedó entendida.
Las 68 cajas de comida compradas por Jones, el migra, revelaba otro pálido paisaje ante el poco encanto bucólico de Sierra Blanca. A decir de doña Delfina, ese hecho significaba que en la noche anterior, la patrulla fronteriza había detenido el mismo número de niños. Con una aristocracia rural preocupada sólo por sus caballos y vacas, de obreros hiperactivos, con las vulcanizadoras a todo tope, que ya empezaban a llegar al restaurante, de apacible, Sierra Blanca no tenía nada. Pasaban muchas cosas sin ser vistas.
No era frecuente el cruce de niños en una zona tan hostil, donde la temperatura por la noche suele bajar drásticamente en cualquier época del año, y peor aún en el invierno; o pueden subir por el día en las dos estaciones de calor, verano y primavera, como si de un horno se tratara. Para alcanzar Sierra Blanca podría ser un reto insufrible para quien sea, especialmente para los niños, por su falta de resistencia, de algún modo. Tendrían que rodear los contornos del punto de revisión, cercado de altas montañas calizas, saguaros, en los que abundan reptiles venenosos, pero, sobre todo, el área está custodiada por perros policía, cámaras infrarrojas de vigilancia. La parada total del auto es obligatoria para que el agente en turno tenga noción sobre el estatus migratorio del conductor y sus acompañantes, si ese fuera el caso. Además, apoyados con tecnología de punta, los agentes patrullan constantemente un largo perímetro que abarca varios kilómetros a la redonda. Llegar hasta aquí, entonces, significaría que lo has logrado, que sólo faltaría volverte un ser invisible para que nadie te pille. Doña Delfina se enteró por otro migra que había ido a parar al centro de detención una niña de escasos cinco años, sin la compañía de un adulto, con un pedazo de papel en uno de los bolsillos del pantalón y un escueto mensaje, llamar al número telefónico indicado en caso de que la niña le pasara algo grave. Los agentes localizaron a los parientes de la niña tres meses después. En ese lapso, me dijo doña Delfina, la niña sin nombre tuvo muchos padrinos (los mismos agentes) que le obsequiaban regalos a menudo y comida caliente todos los días.
Me preguntó si yo era periodista como los que habían estado llegando al pueblo últimamente, unos de Nueva York, otros de Los Ángeles y Chicago. Incluso, me dijo que visitaría el pueblo Mark Wahlberg, un actor y director de películas de acción, para filmar escenas cardiacas a un costado del parque estatal Hueco Tanks (una buena razón para volver), localizado a corta distancia desde donde estábamos. Le dije que trabajaba para una universidad texana, y que por todo lo que había visto y oído, trataría de escribir mis impresiones sobre el lugar y sus temas vinculantes. En las despedidas, le reconocí a doña Delfina su talento para cocinar. Las gorditas eran cosa del pasado y yo tenía que retomar la ruta que me llevaría a El Paso, ahora convertida en la autopista I-10, la misma que rodó Jack Kerouac sobre su poderoso Cadillac, junto a sus amigos, los escandalosos beatniks. Antes de levantarle el último pañuelo a doña Delfina, dirigiéndome a la salida, le dije que en mi próxima visita a su negocio, me daría el tiempo para buscar y ver con mis propios ojos los atajos y las veredas que ha creado la migración continental, de seres humanos que por instinto buscan su norte; esas veredas podrían equivaler, en significado, a las pinturas rupestres –manos, animales acuáticos, reptiles, dibujos abstractos– en las rocas de Hueco Tanks, la palpable evidencia de que el hombre no es un ser inmóvil, y que siempre deja huellas.
Apoyado de espaldas a la pared del restaurante, como quien estaba allí solo para ver pasar el tráfico motorizado, un hombre de sombrero me preguntó en un español titubeante, mientras yo trataba de abrir la portezuela del auto, si estaba interesado en visitar una de las veredas por donde cruzan las “mojarras”. Me acerqué para mantener un diálogo más efectivo, la distancia y el viento me impedían comprender con claridad sus dichos. Habría resultado embarazoso precisarle al vaquero de marras que, de buenas a primeras, el apelativo para “indocumentado” o “inmigrante ilegal”, podía jugarle en contra, si él no tomaba en cuenta, primero que nada, quiénes éramos nosotros, y que, finalmente, este país, o cualquiera que fuese, podía ratificarlo y echar al cesto de la basura toda idea estúpida de superioridad. Pero todo fue un vano impulso.
Del choque de manos, pasó a decirme que había escuchado, desde una mesa cercana, la conversación con doña Delfina. Por lo que me ofrecía sus servicios como guía para llevarme a conocer una de las veredas a cambio de un pago de 50 dólares por anticipado. En seguida añadió que esa cantidad cobraba por hora. Asumí razones propias de los usos y costumbres de los pueblos originarios, que el vaquero que no quiso decirme su nombre personal, se presentara como Lobo, sin más, y no un apodo que le caería como anillo al dedo para un coyote experimentado, o con presunciones de querer serlo. El mío le pareció familiar porque así se llamaba un tío suyo (¡válgame la chingada!); no obstante, para sacar una de las espinas de esa conversación tan accidentada que sostuvimos, le dije que los lobos eran “mojarras” también, como esa gente que cruzaba por los alrededores, porque los lobos por naturaleza son nómadas, salen a buscar comida en los lugares más convenientes.
Lobo pertenecía a la tribu de los Tigua, eso fue lo que me dijo, un pueblo pacífico y trabajador. Nadie podría dudar eso. La sonrisa suya persistente en su rostro y un fuerte olor a alcohol que expelía como una naranja podrida, me recordó la de los chivatos en esas películas que espejean contextos políticos extremos, y que por mor de la justicia poética, siempre hay algo que termina por delatarlos, como esa insoportable sonrisita velada propia de los pusilánimes y los zalameros.
Le dije que no estaba en ánimos de negociar porque su tarifa era una mentada de madre. Para que creyera que yo había caído en el garlito, le sugerí que aceptaba la guía a treinta dólares por hora, y no la cantidad que él solía cobrar. Me sugirió esperar una hora más; desde una posición estratégica, podríamos ver a la gente corriendo (evitó usar la palabra “mojarra”), agazapándose tras los vagones y los arbustos. El próximo tren estaba por cruzar el pueblo y los agentes de la Patrulla Fronteriza cambiarían de turno. Le respondí que esta vez me era imposible. Que diera por hecho que yo lo buscaría en mi retorno.
Me subí al auto. Ya tenía ganas de llegar a El Paso, y no precisamente El Paso, que es también una ciudad modelada por lo silvestre sin más atractivo que Ciudad Juárez, que está al lado, donde empieza México. Lobo levantó la mano dándome a entender que quería decirme algo. Bajé el cristal para escucharlo.
—¿Qué es mentada de madre?
—Me extraña que no lo sepas, Lobo, le dije, si hablas mejor español del que dedos al comunicarte.
—En serio, dime qué es mentada de madre.
—Mentada de madre es chinga tu madre, Lobo.
Y le metí toda la pata al acelerador.