Los fantasmas en mi habitación
Los fantasmas en mi habitación se sientan en la cómoda,
se agachan en la mesa de noche,
se arrodillan en la cabecera de mi cama y ruegan ser escuchados –
la historia del primer beso o del último,
el trayecto del primer cruce,
y la excavación de la primera tumba.
Les digo todas las noches que estoy lleno de dolor,
que endurece las almohadas, que babeo
cuando sueño en ahuyentarlos,
más allá de la sala, de la puerta principal,
en el pequeño árbol del patio trasero.
Los fantasmas en mi habitación se parecen a mí
cuando era joven –sus codos y rodillas protuberantes
golpean de un lado al otro como un dado en una taza–
torpe e insensato. Los fantasmas en mi habitación
a veces crecen silenciosos como si estuvieran en oración
por el descanso de las almas de aquellos otros que he asesinado,
como si la quietud de las cortinas
y la incierta luz que traslucen
los hubiera arrullado finalmente, para dormirlos mudos y descubiertos.
Todavía
Hay un poema que quiero escribir
sobre la casa en que nací,
hace tiempo, en México, la cama que tuve
debajo de mí, vagamente olorosa
a sangre de parto.
Las tortugas observando la luz
del sol avasallando los cactus,
las cabras atadas a los árboles,
mis pies curtidos cazando lagartijas.
Pero las historias de gente que aún vive
han vuelto a mi memoria; hombres con pistolas
que deambulan por las carreteras, las vías del tren,
su estruendo matutino. Ellos alardean y miran fijamente.
Las armas apresuran a los niños a adentrarse en sus casas,
mientras ellos cruzan
y yo imagino tropezarme
con ese espacio que custodio, el mismo
que mi madre barrió y dispuso,
girando su espalda hacia la carretera
como tomando aire,
el mismo que mi padre silbaba
con regocijo cada vez que volvía
de cultivar los campos.
Todo todavía polvoriento. Frágil todavía.
Y ellos siguen caminando, estos hombres,
hasta la próxima casa, para guardar
algo que venden, un coctel
que hace que la gente duerma despierta
sin más ansiedad.
Estos hombres nunca duermen.
Y nada huele igual nunca más.
El fin del día
Cuando apago las luces,
veo las carreteras del día y sus animales muertos–
la comadreja en el vecindario,
la masa de tripas en las autopistas–
y lloro la vida interrumpida de esta manera,
por una máquina indiferente adornada con faros
que no iluminan sino enceguecen.
Cuando apago las luces, maldigo
los carros de este mundo, los jefes
con sus horarios planificados para la mayor eficiencia
y los préstamos que sopesan el pie sobre el pedal
para arribar allá de inmediato. Animales buscando sustento
o una compañía abstraída en molestias.
Cuando apago las luces,
me imagino en el espacio exterior,
flotando sin peso ni deseos,
libre del chillido del metal contra la carne
que me dices que es, simplemente, la vida.
Traducción de Arturo Gutiérrez Plaza