Algunas de las preguntas que surgen luego de leer El núcleo del disturbio (Buenos Aires, Destino, 2002), de Samantha Schweblin, son: ¿dónde está ese núcleo? ¿cuál es el disturbio? Y si hay un núcleo hay una periferia, tanto como que si hay disturbio hay un orden resquebrajado.
Los cuentos del primer libro publicado por la autora forman un conjunto que compone una delicada pieza de relojería en la que cada suceso es un engranaje y cada final catapulta al lector a la duda, al asombro, a la desazón o a cuestionar un estado de cosas que en su punto de partida reelabora su realidad. Se presenta un mundo ficcional en el que lo fantástico irrumpe en una aparente calma y normalidad, el umbral de lo irracional ya rozado por lo ominoso. En ese mundo liminar los signos de lo que sobreviene no siempre son evidentes para todos, a veces el acontecimiento se despliega abruptamente en el cuento.
Como conjunto inaugural de ficciones, El núcleo del disturbio plantea una serie de problemas que Schweblin irá reescribiendo en producciones posteriores. En ese sentido, la violencia (hacia las mujeres, de las mujeres, entre hombres, hacia animales) es central. Entre el absurdo, el fantástico y el terror, los cuentos enfocan las tramas en el momento en el que un acontecimiento se precipita para modificarlo todo: la inversión de situaciones en un universo rutinario que reemplaza a otro (“Hacia la alegre civilización de la Capital”), el momento en que se prueba la destreza de un posible asesino (“Matar al perro”), el abandono o rescate en la ruta, escenario privilegiado de los conflictos (“Mujeres desesperadas”, “La verdad acerca del futuro”). “Pero algo sucede” parece ser la fórmula verbal, el interruptor mágico que precipita el suceso que promete cambiarlo todo para salvar a los protagonistas. Sin embargo, como en una escena del teatro del absurdo, se trata casi siempre de una oportunidad perdida: las “decisiones conjuntas”, que son las que rescatan a las mujeres despechadas (“Mujeres desesperadas”), a los varados en el pueblito (“Hacia la alegre”…) o a los hombres del bar en “La pegajosa baba de un sueño de revolución” simulan una salvación momentánea aunque la tragedia sea incesante y no haya escapatoria, porque lo que presupone el fin del sufrimiento lo perpetúa: así se construye un efecto de angustia muy cercano al del terror.
Lo colectivo, lo cooperativo, entonces, atisbado como “un sueño de revolución” termina diluyéndose en el horror del inmovilismo que teje la alegre civilización del capital. “La ruta es una mierda”, le dice Nené a Felicidad, la mujer que, como cientos, acaba de ser abandonada en el camino por su marido en la noche de bodas. Un grupo de “abandonadas” indiferenciado insulta y se burla, desde los pastizales de la banquina, de las recién llegadas (“Mujeres desesperadas”), así como el personal femenino de servicio en “Adaliana” fortalece los lazos del heteropatriarcado en el castillo feudal al ser cómplice mudo de las crueles vejaciones que sufre la protagonista, obligada a llevar en su vientre un hijo no deseado del patrón. Tal vez este cuento sea el único en el que se pone fin a un suceso angustiante: el hijo monstruo de la monstrua, la “loca Adaliana”, que intenta abortarlo por todos los medios, acaso termine con las felonías del macho abusador. O bien, la madre forzada habrá arrebatado al patrón la posibilidad de criar un “heredero”.
La sororidad —entendida como la empatía y la solidaridad entre mujeres que viven en un sistema patriarcal— está prácticamente ausente: en “Mujeres desesperadas”, de la situación de abandono en la ruta solo pueden escapar cuatro mujeres que desplazan de su auto a un hombre que iba a ser dejado por su esposa en el camino pero, cuando lo logran, advierten varias luces de automóviles que vienen a rescatarlo. El patriarcado queda así indemne. Los cientos de mujeres que gritan e insultan como ánimas en el campo seguirán en ese limbo porque no logran salvarse juntas ni ser socorridas. Las criadas de “Adaliana” solo escuchan los gritos y quejidos de la protagonista pero no salen de sus habitaciones, seguras de que esa noche no les tocará a ellas, también víctimas frecuentes. Entre varones hay cooperación pero, de todos modos, no pueden escapar de lo que les depara la suerte, como ocurre en “La pegajosa baba de un sueño de revolución”, “El destinatario”, “Agujeros negros” y “La verdad acerca del futuro”, entre otros. En este último, la escena de abandono se invierte en términos de género.
En El núcleo del disturbio comienzan a tomar forma narraciones que oscilan entre espacios distópicos propios de la ciencia ficción (“La furia de las pestes” o Distancia de rescate, entre otros textos publicados luego) y la despojada escenografía del teatro del absurdo (“Hacia la alegre civilización…”, “El momento” —reescritura en clave beckettiana de La espuma de los días, de Vian—, “Más ratas que gatos”) que podrá hallarse en otro registro en “Pájaros en la boca” o “Mariposas”. En “Agujeros negros”, donde parece buscarse un tiempo cero, o en “Mismo lugar”, otra paradoja de tiempo y espacio, también campea un clima pesadillesco. Una serie de normas que es preciso cumplir y cuyo incumplimiento desencadena desastres constituyen la fórmula perfecta para diseñar un universo ficcional casi completamente rígido y previsible. En el “casi” se cuela el acontecimiento absurdo o azaroso; entonces, se filtra lo fantástico.
En “La pesada valija de Benavides” se ubica al protagonista en el primer párrafo a minutos de haber consumado el asesinato de su mujer en la cama de la habitación, sin signos de arrepentimiento y entregado a la tarea de adaptar su cuerpo, “sin cariño”, para encajarlo en una valija rígida con ruedas, luego de envolverlo en bolsas de residuos. Se trata del cuerpo de una “una mujer muerta tras veintinueve años de vida matrimonial”. Un cuerpo descartable, eliminable, tanto que no tiene nombre. Intuye que pocos comprenderán las razones del crimen, por eso las calla. Inmediatamente se dirige a la casa-consultorio del Dr. Corrales, de quien es paciente. Le confiesa, que ha matado a su mujer y confunde el hecho con un sueño, tras lo cual el psiquiatra lo aloja en una habitación para encontrar una solución. Al día siguiente, el relato del “incidente”, del “problema” que Benavides quiere referir es interceptado por distintas excusas –incluso con el sarcástico comentario de que la esposa del psiquiatra está “muerta” desde que se ambos casaron– hasta que Corrales le pide que abra la valija, frente a la cual, al ver al cadáver, queda “maravillado”. Entonces convoca a Donorio, curador artístico, con el fin de obligar a Benavides a exponer la maleta y su contenido como si fuera una instalación, aunque el feminicida se niegue y busque permanentemente confesar un crimen por el que finalmente parece exigir, inútilmente, una condena. Cabe agregar que resulta curioso que La valija de Benavídez (Laura Casabé, 2016), película basada en el cuento de Schweblin, ponga el foco en la sorpresa que oculta el equipaje. Al dejar la revelación para el final, el relato cinematográfico gana en suspenso y horror pero pierde su potencia revulsiva, ese efecto de lectura que acompaña la desesperación del protagonista del cuento, cuya voz es desoída por quienes allí aplican las tecnologías del poder (también hay un cortometraje sobre “Matar al perro”: Matar a un perro, 2013 con guión y dirección de Alejo Santos).
En tono de comedia negra, el cuento anuda varias cuestiones: la reificación del cuerpo femenino, la complicidad del sistema patriarcal y las recuperadas disputas estéticas por la definición de qué es arte y qué no lo es. El feminicidio de la mujer de Benavides queda desprivatizado y accede al ámbito público desde el momento que es convertido en arte, en instalación y es exhibido como objeto ante un grupo selecto —el cual incluye pacientes del Dr. Corrales— que lo decodificará como tal. El cuerpo enroscado y aplastado para hacerlo encajar en la valija sufre una doble violencia y disciplinamiento masculino: el asesinato y el faenamiento para su ocultación y transporte. La apropiación estatal —presente en el ir y venir de los empleados, los “hombres de azul” del Museo de Arte Moderno— concluye por consumar la complicidad de la esfera jurídica, es decir, la negación del delito. Sumamente irritado, el artista trata de zafarse de los custodios a la vez que grita ¡yo la maté!, ¡yo la maté! Entre la multitud, un par de personas estudian la extraña actitud del artista”: el feminicidio es ignorado aun cuando el asesino confiesa a los gritos, su voz se ensordece y se recupera en una economía artística que fagocita la violencia (dos palabras, estas últimas, con las que pretende titular la “obra” el curador). El cinismo de los aparatos estatales de control aquí se posa en dos instituciones, la psiquiatría (el Dr. Corrales, opuesto de aquel tocayo literario suyo que condensaba todos los atributos bárbaros en Juvenilia, de Miguel Cané) y el museo (Donorio). En un marco alarmante de crecientes crímenes contra las mujeres en la Argentina, este cuento traza una temprana línea hacia adelante, hacia la visibilización de la violencia machista que practicarán colectivos como “Ni una menos” (2015).
Las instituciones de la crítica de arte y la de la psiquiatría parecen mancomunarse para pulverizar el yo de Benavides y sepultar el crimen por el cual él mismo quiere ser castigado. Así, pasa de ser victimario —la verdadera víctima ha sido convertida en objeto de arte, ultrajada en cuerpo y cadáver, desempoderada en el mutismo y en la inmovilidad post mortem— a victimizado: lo golpean en la cabeza en dos oportunidades cuando quiere escaparse. Para Benavides, “la experiencia [de la inauguración] es inédita”, se dice. Al tiempo que recupera aquella idea de que “arte es lo que se denomina arte”, de Marcel Duchamp, y plantea cuestiones semánticas como lasque suscitaban los ready-mades vanguardistas, la “instalación” creada por Corrales y Donorio se enfrenta a la confesión de Benavides: la materialidad de la carne muerta, maloliente debería habilitar el carácter testimonial de sus palabras (“Ésa es mi mujer”; “Yo la maté, después sólo quería esconderla”). Y es que precisamente el problema se instala en la semántica porque la declaración del asesino es despojada de su fuerza ilocutiva —confesión judicial— por el lenguaje de las instituciones: no se trata ya de feminicidio sino de una obra de arte.
Lo público y lo privado aparecen dramática y simultáneamente exhibidos en el momento de la inauguración de la instalación-cuerpo-del-delito: entonces, el móvil está borrado o bien diluido en el comentario crítico de Donorio (“El horror, el odio, la muerte, laten con fuerza en sus pensamientos”), y el modus operandi está sugerido por el mismo Benavides (“Yo, yo la maté, así —Benavides golpea el piso con los puños cerrados—, así”). Cuerpo que avanza entre “cuerpos eufóricos hacia el núcleo del disturbio”, hacia la aglomeración de curiosos espectadores, el de Benavides, sudoroso, temeroso y asombrado por lo absurdo de la situación —la ausencia, en las reacciones del psiquiatra y del marchand, de repudio o castigo por el crimen cometido—, refrenda un perverso orden social; el cuerpo de una mujer no vale sino en su carácter de mercancía, como pura carne anónima reciclada, como materia prima de una obra de arte. Así, convertida en víctima y luego en objeto de contemplación, asegura los lazos que anudan patriarcado y violencia:
al sospechar que su victimización cumple allí con la función de proveer el festín en que el poder se confraterniza y exhibe su soberanía, discrecionalidad y arbitrio, entendemos que algo muy importante debe seguramente depender, apoyarse, en esa destrucción constantemente renovada del cuerpo femenino, en el espectáculo de su subyugación, en su subordinación de escaparate. Algo central, esencial, el «sistema» debe ciertamente depender de que la mujer no salga de ese lugar, de ese papel, de esa función (Rita Segato, “Patriarcado: Del borde al centro. Disciplinamiento, territorialidad y crueldad en la fase apocalíptica del capital”, En La guerra contra las mujeres. Buenos Aires: Prometeo libros, 2018).
Este primer volumen de cuentos, hoy prácticamente inhallable y rearticulado en antologías o ediciones aumentadas de otros libros de la autora, formula problemas que alcanzarán toda su producción posterior e inicia un universo ficcional que reafirma, extrañando lo real, el sinsentido de la posmodernidad.
Sandra Gasparini
Universidad de Buenos Aires