A Liliana y Edmundo
Nunca imaginó que fueran tantos. Viene llegando con retraso así que no alcanza a contarlos, pero diría que al menos quince. Y eso que es sábado por la noche. Y hace un frío ridículo. Están todos sentados en un círculo, como pensó que estarían, cada quien con una etiqueta autoadhesiva con su nombre. No se miran mucho entre ellos. Una chica hace anotaciones en una libreta, un hombre mayor se mira fijamente los cordones de los zapatos. No se los imaginaba así. Pensó que serían más jóvenes, más raros. Rebeca se sirve café en un vaso de papel. Vasos, en realidad. Usa dos para no quemarse las manos.
En su chaqueta pesa el llavero con las llaves de la casa. Lo quita de allí. Lo guarda en su bolso. Un oso de metal. No es feo pero ella jamás habría comprado algo semejante. Y, claro: no lo compró.
Esta semana está durmiendo en el subterráneo de un periodista. Un señor que se ganó el Pulitzer hace unos años (Rebeca lo googleó por semanas) y que ahora, de sabático, se divierte arrendando su basement a turistas y extraños. Tal vez ella no era más que eso: una turista extraña.
Su apartamento se conectaba con la casa principal por medio de una escalera. Por lo general, la puerta entre ambos mundos estaba cerrada. Vivía solo y la mujer de la limpieza solo venía tres veces por semana. Rebeca se había ganado su confianza (y un descuento sustancioso de la renta) diciendo que necesitaba el espacio para poder trabajar en su nuevo libro. Acabo de terminar con mi novio y aún no sé qué hacer con mi vida. Mientras lo pienso, quiero trabajar en mi novela. Algo así le dijo y Robert asintió como diciendo: Yo también pasé por eso. La verdad es que Rebeca no tenía novio hace al menos dos años y nunca había escrito una línea de ficción en su vida. Trabajaba de mesera y babysitter y drenaba de a sorbitos la herencia que le había dejado una tía abuela que la tenía en gracia porque era la única sobrina pelirroja en la familia (como ella).
Rebeca disfrutaba viviendo en casas de extraños. Tomando el café en tazas con fotos, algo pixeladas, de sobrinas desconocidas, durmiendo entre sábanas pasadas de moda, acostumbrándose a la llegada del sol o la falta total de él. Se paseaba por basements oscuros, por casas de familia que arrendaban un solo cuarto (y entonces estaba el placer de tomar desayunos diferentes, de conocer los ritmos del resto de los habitantes), por apartamentos enormes en los cuales le tocaba regar plantas o acompañar a un gato. Por un par de días o semanas, Rebeca armaba una pequeña vida. Jugaba a ser el fantasma que penaba en casas con más o menos ruidos, siendo partícipe y testigo de todo tipo de discusiones y arrebatos.
La mujer que preside la sesión parece cansada hace siglos. Apenas parpadea. Como poseída. Pide que se presenten los nuevos. Hola, soy Enrique y tengo un problema. Todos asienten. No puedo vivir en mi casa. Rebeca espera su turno. Otra chica se adelanta. Hola, soy Jennifer y llevo seis meses viviendo en casas de otros.
Hola, soy Rebeca. Llevo tres años sin tener mi propio apartamento.
(Cree intuir algunos gestos de preocupación en la sala, alguien la observa fijamente).
Mis papás creen que estoy haciendo un doctorado.
Para padres que no preguntan mucho y creen en la inquebrantable privacidad de sus hijos, basta solo con un par de emails al mes y unas llamadas por Skype para construir cualquier realidad. Basta con comprarse el polerón de la universidad, con colocar libros y apuntes a vista de la cámara. Basta con parecer cansada. Tiene un par de años para que sea necesario esquivar el problema de la inexistente graduación y diploma. Pero esos dos años se sienten eternos.
Una amiga, la única que sabe de su paradero, le envió el link al artículo. “La vida de los otros”, se llamaba. Poco original, pero Rebeca lo leyó de todas formas. Ahí supo de las reuniones semanales, de la cantidad de gente adicta a revisar Craig’s list y otros anuncios de sublets. De la adrenalina de entrevistarse con los dueños de casa y anticipar lo mullido de la cama, lo ruidoso del barrio. Sonreírle a los niños, siempre. Mirar a los ojos. No vestir muy provocativa ni muy tradicional. Era un arte pero solo algunos lo entendían.
Enrique ha empezado a llevarse cosas. Nada muy grande: un libro, una funda de cojín, un tazón. Nadie nunca se ha dado cuenta, nadie lo ha contactado para preguntar. Tal vez porque él siempre se preocupa de dejarle un regalo a los dueños: una nueva cafetera, un ventilador, toallas. Así, no siente ninguna culpa por sus robos: el universo se mantiene en orden. A Jessica, en cambio, le gusta escribir algo pequeño en algún rincón de la casa o apartamento. En una esquina bajo la cama, en el borde de una puerta que da a una bodega. En lápiz y casi ilegible, pero inevitable.
Rebeca no hace nada parecido, pero vivir con extraños sí le ha traído algunos problemas. Las parejas no le duraban más de un par de mudanzas. Si bien a las primeras dos citas todo iba bien y el cambio de escenario contribuía a mayores despliegues amorosos, ya después de un par de meses todos comenzaban a encontrarlo raro y dejaban de llamarla y contestar a sus mensajes. ¿No te cansas? Le decían. ¿No preferirías tener tu propio lugar? (esto último venía siempre acompañado de una mueca como de asco).
Rebeca no se daba por enterada. Ninguno de los pretendientes parecía valer la pena el sacrificio (porque así se sentía pensar en dejar el nomadismo: como un sacrificio), pero ya todos en la sala la miraban con algo de alarma. La verdad, ella no buscaba apoyo para cambiar de comportamiento sino una comunidad de iguales. Y ésta parecía ser la reunión de los arrepentidos, de los culposos que se golpeaban en el pecho cada vez que enviaban un email preguntando que cuánto salían las utilities y si podían enviarle fotos de ese apartamento tan bonito.
Para Rebeca, el asunto había empezado por necesidad. El supuesto doctorado era en realidad un hombre que la había dejado encantada y que la abandonó a las pocas semanas de que ella llegara a verlo. Y entonces no quedó otra que buscar dónde quedarse. Y así conoció a Megan, que recién había perdido a su compañera de cuarto y necesitaba a alguien por el verano. Y luego a Marc que buscaba a quien alimentara a su gato y cuidara la casa mientras él se iba de gira (era músico) por varias semanas. A algunos les costó dejarlos: a Sofía, por ejemplo, cuyo novio acababa de morir y que la esperaba siempre con una taza de té cada vez que ella volvía del trabajo y que, cuando la vio hacer maletas, le ofreció quedarse sin pagar por todo el tiempo que quisiera. También a la señora Davis que se sentaba a escuchar todas sus historias junto a la chimenea de la casa en la que Rebeca ocupaba el altillo. Le preguntó si no quería quedarse y ser su asistente, pero Rebeca se había negado. Lo importante era encontrar el momento exacto para marcharse. Antes de que el espacio se volviera familiar, de que los niños de la casa la invitaran a sus cumpleaños o le regalaran una toalla o un cojín nuevo y solo para ella.
Una vez tuvo miedo. Al abrir los ojos en medio de la noche, el dueño de la casa la estaba mirando desde el umbral de la puerta. No se dio por aludido, solo le preguntó si tenía hambre. Ella dijo que no y simuló seguir durmiendo. A la mañana siguiente dejó el pago que debía sobre la mesa y se fue.
Robert, en cambio, parecía no demostrar mucha curiosidad por ella. La dejaba ser. Si se la encontraba en la calle apenas le preguntaba por su día. Por las noches, ella lo escuchaba escribir hasta la madrugada. Cada tanto se oían sus pasos en la cocina (¿leche? ¿Jugo de naranja? ¿Vino?) y luego volvía a su escritorio a seguir trabajando. Ella tampoco hacía preguntas. Si escribía un nuevo libro o correos furiosos a una ex, no podía saberlo y, francamente, no le interesaba. Su rol no era el del fantasma celoso.
Los domingos se levantaba temprano (él, ella lo escuchaba desde su cama), iba a la ducha (se tomaba su tiempo) y luego salía de casa (¿al supermercado?, ¿a correr? Tampoco sabía). Esas eran sus horas felices (siempre más de una, a veces incluso tres), horas en que Rebeca subía a la casa principal y recorría la vida de Robert como si se tratara de su museo favorito. Aquí duerme Robert Stain: fíjense en la cantidad de almohadones que usa, en los cinco libros apilados en la mesita de noche y el vaso de agua a medio tomar. En el suelo están sus zapatos (bastante pequeños) y una bata con sus iniciales grabadas en el pecho. Aquí escribe Robert Stain. Podemos ver su computadora abierta en una página en blanco y un par de libretas de apuntes (Moleskine, negras, con líneas). Los libros, en los estantes, están ordenados alfabéticamente. Podemos ver su Ipod conectado a un equipo de música (Rebeca no necesita prenderlo, sabe que estuvo escuchando Las Variaciones Goldberg de Bach y eso le trae un gusto indescriptible). Aquí descansa Robert Stain: ése en la esquina es su sillón favorito.
A Rebeca siempre le ha gustado visitar las casas de gente famosa. Escritores, actores, y sacarle fotos a camas, sillas y vistas desde la ventana del baño. Flash, flash, flash. La cotidianeidad congelada. Aquí vivió, aquí durmió, aquí murió. Y llevarse un par de postales para dejarlas olvidadas para siempre en un cajón. En cambio, si alguien quisiera recorrer la vida de Rebeca, tendría que armarse de un mapa e improvisar el museo en distintas estaciones, con marcadores temporales cada vez más breves. Aquí vivió Rebeca N. desde el 15 al 19 de mayo. Aquí vivió Rebeca N. desde el 19 de mayo al 15 de junio. Sus “aquí” no marcaban el tiempo. No lo suficiente. Apenas un subrayado hecho con lápiz grafito (y que se podía borrar con solo apoyar un poco la mano o pasarlo a llevar con el brazo).
Al terminar la sesión todos se comprometen a cumplir pequeñas metas. La de Rebeca es contarle, al menos a una persona más, la verdad de su situación. La idea es, de a poquito, ir llegando hasta los padres. Y quizás volver a casa. A una casa. A su casa.
Todos se comprometen. Todos aplauden. Probablemente pocos piensan en cumplir.
Rebeca camina hacia la parada de autobús. Enrique avanza junto a ella. No se miran. Enciende un cigarro y ella se pregunta si acaso no lo habrá robado de su último apartamento. Sonríe pero él no alcanza a verla.
Rebeca N. estuvo aquí de las seis a las siete y media de la tarde.