A lo largo de la carrera de Eugenio Montejo, la cual abarca unos cuarenta años —casi cincuenta si se incluye el temprano y en gran parte desconocido poemario Humano paraíso (1959)—, la figura de Orfeo es una presencia constante. Ésta no es una aseveración novedosa; numerosos críticos han comentado la importancia de Orfeo en la poesía de Montejo: sus metas, el énfasis que allí se encuentra en la construcción lírica armoniosa, y la creencia en la posibilidad del retorno del Poeta en estos tiempos hueros en términos poéticos: todo apunta a y está arraigado en este símbolo de la voz lírica definitiva. Esporádicamente, la figura sale de forma titular, sea en el manifiesto poético que es “Orfeo”, de Muerte y memoria (1972), en “Orfeo revisitado” de Alfabeto del mundo (1988), a mitad de su producción literaria, o sea en “Máscaras de Orfeo”, del último poemario de Montejo, Fábula del escriba (2006), poema que recoge y contempla todas las anteriores obras, temas, e imágenes del poeta venezolano. Pero, la verdad, no hace falta nombrarlo, pues Orfeo yace latente en todo verso montejiano, tal como lo captura la imagen del poeta labrando a la luz de su lámpara mientras el quebrado mundo de una quebrada humanidad duerme, imagen que envuelve y determina el corpus entero de Montejo. De forma órfica, el poeta de la poesía montejiana se ve encomendado a despertar a la humanidad a través de su producción lírica, nutriéndola con sus versos de modo espiritual y emocional. Es una imagen y una faena cargadas de lo personal, de los recuerdos que retiene Montejo de su padre, un panadero, trabajando antes del alba para hacer los panes igual de revitalizadores que van a recibir y sustentar a los que pronto amanecerán, como nos cuenta en el ensayo “El taller blanco” de El taller blanco (1983). Montejo solía reiterar que de niño esos panes alineados en los estantes de la panadería de su padre le parecían letras, palabras que así formaban líneas de pan-poesía, cubiertas de una blanca capa de harina.
Orfeo, sin embargo, no es el único compañero permanente que tuvo Montejo en su largo viaje poético. En una entrevista con Antonio López Ortega en 1999, Montejo confirmó que su primer heterónimo, Blas Coll, lo había acompañado en sus reflexiones literarias desde finales de los sesenta, aun si no salió éste de forma impresa hasta 1981. Dado que el primer poemario importante de Montejo, Élegos, se publicó en 1967, se podría afirmar que este personaje apócrifo constituye, como Orfeo, una presencia constante en la carrera de nuestro poeta. Me propongo sostener que, de hecho, es la cohabitación de estas dos figuras lo que ancla y define la totalidad de la obra de Eugenio Montejo.
La heteronimia, o la escritura heteronímica, es la práctica de escribir bajo otras (inventadas) identidades autoriales (a diferencia de la seudonimia, donde el autor se vale sólo de otros nombres). Antonio Machado y Fernando Pessoa son probablemente los dos autores más famosos y renombrados de este tipo de escritura, y pareciera que fueron éstos quienes inspiraron a Montejo a seguir este camino literario. Pessoa en particular se destaca aquí: Montejo habló del escritor portugués y escribió sobre él en numerosas oportunidades, con un respeto y un cariño evidentes. La influencia de Pessoa se deja revelar, además, en la descripción física que se nos da de Coll, donde su cara ovalada, sombrero de fieltro, y anteojos dorados constituyen un resumen más que adecuado de la imagen de Pessoa que se aprecia en las fotografías más icónicas que quedan de él. Pero si la superficie insinúa una identificación con el modernista lusitano, la biografía de Blas Coll lo aparta de su precursor literario, tal como el uso que hace Montejo del término “voces oblicuas” para referirse a Coll y a las demás voces apócrifas distancia la práctica montejiana de los “heterónimos” pessoanos. Tipógrafo, además de filósofo y lingüista, Coll, nos informa Montejo, es posiblemente, hasta probablemente (aunque no indudablemente) de las Islas Canarias. Arribó un día en un barco al pequeño pueblo costeño (y ficticio) venezolano “Puerto Malo”, en donde estableció una tipografía. Según Montejo, luego de la muerte de Coll (o se encuentra enterrado en Puerto Malo o zarpó para irse a morir a otro lado), se descubrió que había dejado un cuaderno de comentarios fragmentados, aforismos, y reflexiones variadas, muchos de los cuales tienen que ver con su opinión de que hay que modificar la lengua española para el clima y paisaje de los trópicos americanos y, de forma más general, para hacerla más eficaz: para Coll no hay excusa que valga para que una palabra tenga más de dos sílabas. Una es mucho mejor. Ninguna sería perfecto.
De hecho, como sus orígenes, la filosofía y pensamiento de Coll son oscilantes, diversos, y al parecer algo aleatorios a veces; la forma de sus escritos es vaga, a pesar de la afirmación de que comprenden un simple “cuaderno”. Y aquí nos encontramos con una pista que nos devela la paradoja principal y clave de Blas Coll. Personaje singular, cuya manía es la necesidad de reducir el lenguaje a su estado más concentrado, puro, y sencillo, todo lo suyo rebosa proliferación y exceso. Montejo selecciona fragmentos y pasajes del cuaderno de Coll para publicarlos (traducidos del colly, idioma personal inventado de Coll), pero esta publicación no cesa de expandir: se dieron a conocer seis ediciones de El cuaderno de Blas Coll (1981; 1983; 1998: 2005; 2006; 2007), cada una de las cuales contiene nuevos (y adicionales) trozos y fragmentos extraídos por Montejo del cuaderno del tipógrafo. Y no hay ninguna razón para dudar que este proceso de crecimiento textual hubiese continuado si Eugenio Montejo no se nos hubiese ido a tan temprana edad. Amén de este ensanchamiento literario, es notable hasta qué punto los escritos de Coll mismos exceden los límites de su cuaderno apócrifo, al revelarse que hay fragmentos de texto grabados en hojas de diferentes tipos de plantas, metidas entre las páginas del libro, o que también existen otros artefactos, al parecer suplementarios, que abarcan almanaques y libritos, un diccionario privado escrito por Coll, una traducción de La Biblia y La Odisea al colly, proceso que acarreó una severa reducción del tamaño de ambos, un muro adornado de papelitos llenos de garabatos, y hasta un breve grabado en un tronco de palmera que hacía las veces del dintel de la entrada de la cabaña rústica del tipógrafo.
Y luego está el hecho de que de esta figura nacieran las otras múltiples voces oblicuas que conforman la familia heteronímica montejiana, definidas por Montejo como colígrafos, o discípulos de Coll: Sergio Sandoval, oriundo de un pequeño poblado de los llanos venezolanos, quien escribe bajo una fuerte influencia de una variedad ecléctica de fuentes, sobre todo de índole oriental, buscando plasmar en sus versos “la voz natural de su pueblo”; Tomás Linden, nacido en el pueblo costeño venezolano Puerto Cabello, de madre venezolana y padre sueco, y criado en Suecia antes de regresar a su país natal para reencontrarse con su lengua y tierra maternas; Eduardo Polo, quien terminó abandonando Puerto Malo para dedicarse a la música y la arqueología marina en otra parte del Caribe; Lino Cervantes, quien intenta llevar las ideas de Coll sobre la reducción lingüística a la práctica en su poesía; Jorge Silvestre, figura misteriosa que acompaña a Montejo en sus últimos tres poemarios. Hay también numerosos otros personajes nebulosos que se podrían considerar como voces oblicuas a medias; la mayoría de éstos se encuentran regados por las páginas desbordantes y proliferantes de El cuaderno de Blas Coll. Se rumora, incluso, que una voz adicional, bajo el nombre de Pedro Tranca, hubiese salido a la luz, si a Montejo se le hubiese concedido un viaje poético más largo. Pero la proliferación no termina ahí. Además del número siempre-creciente de voces, los escritos de cada una de ellas se caracterizan por un proceso de actualización, expansión, el descubrimiento de obras inéditas, y la reiterada declaración editorial de que Montejo no nos está brindando sino una limitada muestra de un corpus mucho más extenso, sin mencionar la deslumbrante variedad de tipos de escritura que representan estos diversos tomos heteronímicos, desde las coplas llaneras venezolanas de Sandoval a los sonetos clásicos de Linden (y uno de los cuentos cortos más maravillosos que este lector ha tenido el placer de leer), desde la poesía infantil de Polo a los triángulos invertidos de las creaciones poéticas de Cervantes, donde cada una se va reduciendo a una sola sílaba. De todas las formas que es posible concebir, dondequiera que uno mire, hay exceso, un exceso inagotable, ilimitado, febril.
Y sin embargo, la presencia de Montejo como editor, como la persona que determina las selecciones textuales, escribe los prólogos a las obras de estas figuras, controla lo que se publica, y, en el caso de Coll, transcribe y traduce los escritos originales, nos devuelve a esa otra constante en la producción montejiana: Orfeo. Lo centrípeto y lo centrífugo coexisten en el universo poético de Montejo. Más que eso: exigen ser tomados juntos, inseparables; y lo exigen en todos los aspectos de su poética.
En lo que queda de este ensayo, me propongo abordar cuatro elementos claves de la poética de Montejo como ejemplos. Parece apropiado empezar por el más obvio: el del sujeto, es decir, el yo poético como sujeto. Para Montejo, obligado a vivir en y enfrentar el mundo moderno en donde no hay tiempo para la contemplación, en donde los nexos de antaño con la naturaleza y la comunidad se encuentran perdidos, el sujeto central, robusto, y entero (es decir, el sujeto romántico o petrarquista) se desmorona y se fragmenta. En su lugar, sólo quedan máscaras; el sujeto es, como solía decir Montejo, un poliyó. Oscar Wilde declaró en algún momento, “Prestadle una máscara [a un hombre] y os dirá la verdad”. Montejo, en un ensayo sobre la heteronimia que tiene como título “Los emisarios de la escritura oblicua” de El taller blanco modifica esta aseveración, cambiando el artículo definido de Wilde por el indefinido: si una máscara lleva a que se diga una verdad, pues las posibilidades reveladoras de múltiples máscaras son hechizantes. Y tal vez aun más si esas máscaras son de índole heteronímica. En el ensayo “Tornillos viejos en la máquina del poema” de La ventana oblicua (1974), Montejo preveía la capacidad de búsqueda instantánea de internet; ¿será que su concepto del sujeto “heteronimizado” se puede considerar un precursor profético de los avatares de la existencia moderna online?
Apartándonos por ahora de las implicaciones más generales y humanas de la obra de Montejo, llegamos al segundo aspecto de la misma que quisiera abordar: el hecho de que sus versos tengan muy a menudo un telón de fondo inequívocamente venezolano. Numerosos poemas de sus primeros libros tratan su juventud en Venezuela, sobre todo en las ciudades de Valencia y Caracas, y sus poemarios posteriores muchas veces destacan sonidos, visiones, y ritmos de los trópicos venezolanos, enfoque que se entrelaza con un deseo de (volver a) descubrir un ser y un estar más auténticos en el país que lo vio nacer. Aquí también se siente el impacto de sus voces oblicuas, las cuales nos piden entender que semejante descubrimiento de Venezuela ha de emprenderse desde innumerables ángulos, adoptando y aceptando los diversos hilos del carácter postcolonial, (post)industrial, y postmoderno de la nación en los siglos XX y XXI. Tal es el mensaje que hemos de sacar del viaje marítimo de Blas Coll de las Canarias hasta Venezuela, del retorno de Tomás Linden de Suecia a su madre patria, de la meta poética de Sergio Sandoval de desenterrar la verdadera voz del pueblo venezolano a través del recorrido literario más global y heteróclito que se podría imaginar. Y de la misma manera, ése también es el mensaje que debemos percibir en el hecho de que todos los heterónimos de Montejo escriban de, sobre, o para Venezuela, sus parajes, y sus gentes, por medio de una deslumbrante diversidad de estilos y géneros: los fragmentos de Coll en una lengua inventada, las coplas de Sandoval, los sonetos de Linden, las rimas chistosas de Polo, las construcciones poéticas innovadoras de Cervantes. En la poética de Montejo, hay que acercarse a Venezuela de manera continua y múltiple, en el tiempo, el espacio, el lenguaje, y la forma literaria.
Y luego pasamos al poeta mismo. Aquí también la proliferación que caracteriza la heteronimia de Montejo deja su impronta. En “La terredad de un pájaro” de Terredad (1978), Montejo distingue entre el pájaro como especie y el pájaro individual, miembro de esa especie. Así, se abre la posibilidad de ver en el poema una afirmación de que Orfeo —equiparable al pájaro como especie— sólo existe como amalgama de un número potencialmente infinito de individuos. Dicho de otro modo, Orfeo jamás se puede ni se podrá identificar ni cercar de manera definitiva. Asimismo, en el poema “El canto del gallo” de Alfabeto del mundo cada poeta individual se presenta como un ser compuesto por innumerables momentos poéticos de canto: (la obra de) un poeta no finaliza nunca.
Finalmente, toca el cuarto de los aspectos centrales de la obra de Montejo que me interesan aquí: el lenguaje, las palabras, la palabra. Como ya mencioné, suele parecer que el objetivo de Montejo es que la poesía llegue a constituir esa palabra pura, armoniosa, sagrada que sea capaz de despertar a la humanidad de su estado caído. En esto, la figura de Orfeo es clave, con su capacidad potencial para cruzar la barrera entre la vida y la muerte y recuperar, rescatar lo que se había perdido. No obstante, para volver al principio de este ensayo, la descripción insinuada del producto poético como un pan nutritivo que podría reanimar y resucitar a la humanidad adormecida es igual de importante, pues resalta un alineamiento de la palabra poética con el pan eucarístico, la hostia, es decir un alineamiento con (el cuerpo d)el Verbo de Dios. Reparando de paso en que, según leemos, Montejo habrá recibido el cuaderno de Coll de las manos de un panadero apócrifo quien habría resguardado el tomo luego de la desaparición del tipógrafo, también podríamos destacar la meta lingüística del mismo Coll de reducir cada palabra a la forma más simple, a una sola sílaba, o incluso al silencio, filosofía que recuerda no sólo el silencio poético de Rimbaud, sino el hecho de que éste sea precisamente el aspecto de la obra del simbolista francés que Montejo pone en primer plano en el ensayo que le dedicó en 1966, con el título “Rimbaud Rey”, de La ventana oblicua. Así es que la obra tanto de Montejo como de Coll apunta al silencio y al Verbo, dos conceptos unidos en que ambos evocan el deseo de ir más allá del lenguaje. Sin embargo, Coll nos lleva a todo menos al silencio, a todo menos a un Verbo sagrado y único. En vez de una sola pan-palabra eucarística, el torrente de palabras y seres que desencadena el extraño tipógrafo señala, más bien, una multiplicación de ese pan singular. El papel del poeta para Montejo, recordemos, no tiene que ver con un aislamiento religioso y silencioso, sino con el forjar del nexo perdido entre la gente y la naturaleza en, y a través de, lo sagradamente poético.
Es decir, la heteronimia de Montejo permea todos los aspectos de su obra. No sólo se trata de ver que “Eugenio Montejo” es, de hecho, una voz oblicua más, una que, por casualidad, cuenta con la biografía del autor de carne y hueso. Aunque esto, sin duda, es cierto, también hay que entender que el compromiso de Montejo con la heteronimia tiene que ver, sobre todo, con el exceso, es excesivo, y excede sus propios límites, desbordándose y difundiéndose por todos los temas y preocupaciones principales y todas las metas poéticas del escritor venezolano.
Hay, sin embargo, un último elemento de la heteronimia montejiana que es menester mencionar. Y es éste: que sobre todo es divertida, es graciosa. Desde la queja de Blas Coll de que socorro es una palabra totalmente ridícula para que cualquier lengua se la imponga a uno de sus hablantes al encontrarse éste necesitado de ayuda urgente, hasta los juegos de palabra chistosos de los versos de Eduardo Polo; desde los fragmentos de chismes y opiniones atrevidos e insolentes de los residentes de Puerto Malo sobre su vecino tipógrafo, hasta el complejo y confuso ‘juego’ de esta red de voces que no cesa de expandirse, la escritura oblicua de Eugenio Montejo nos presenta a un escritor que simplemente se está divirtiendo de manera exuberante y lúdica. Y eso nos lleva al último poema órfico que publicó Montejo, “Máscaras de Orfeo”. Como sugiere el título, es el lugar en donde, por fin, Orfeo y la heteronimia se encuentran, cara a cara. Es un poema que habla de Orfeo y todas las máscaras con las cuales ha aparecido en la poesía de Montejo; no nombra a los heterónimos, pero están presentes, igual que el pájaro, la cigarra, y el sapo, tres de los disfraces de los que se ha vestido el poeta en el curso de esta travesía poética. Es un poema que, al mencionar el jazz, dialoga de manera abierta y explícita con el primer poema de Élegos, “En los bosques de mi antigua casa”. Y es un poema que nos deja con la imagen del poeta, en forma de sapo, chapaleando y revolcándose en el lodo del tiempo y del espacio, mientras monta y distorsiona sus armonías poéticas. Por más que la heteronimia de Montejo constituya una práctica literaria que de modo provocador y complejo mina las fuerzas centrífugas y unívocas, mina (un entendimiento simplista de) lo órfico, también es una práctica literaria jubilosa y lúdica.
Una última reflexión. En sus versos, Montejo define la vida como este tiempo que se nos concedió entre dos nadas. Nuestra vida es un libro entre las dos tapas que son nuestro nacer y nuestro morir; antes de aquél no éramos nada; después de éste, eso es lo que nos espera de nuevo. Pero si ese tiempo es, de hecho, lo único que tenemos, la obra de Montejo plantea que hagamos de él un juego, un juego divertido, desconcertante, desafiante. Y ¡qué juego es su escritura oblicua! Pues, tal y como hizo con los límites del cuaderno apócrifo de Blas Coll, de igual manera con su proliferante y exuberante heteronimia Montejo se burló de los límites que esas tapas buscaban imponerle a su propio libro, excediéndolas magníficamente.
Nicholas Roberts