Pública y privada
“¡Ah,qué gran hombre era esta mujer!”, le dice un Flaubert senil a un eminente cuentista francés, luego de leerle un pasaje de una carta que le escribiera George Sand, aquella mujer que pasaría a la historia de la literatura con nombre de hombre.
Corren los últimos lustros del siglo XIX y la mujer aún rastrea su lugar, o se lo hace a trompicones, en la escena cultural. La sentencia que saliera de la boca del novelista melancólico no tiene intenciones de ironizar, en absoluto, es más, contiene en sí la admiración impotente o el elogio innominable aún entonces para una mujer de letras.
En casi todos los ámbitos, de lo que sea, de lo imaginable, hay espacios permitidos para cada género, tanto simbólicos como geográficos, mentales o corporales. Lo que pareciera una perogrullada en aquellos años, se expresa en los estamentos rígidos del hombre-público y la mujer-privada, si bien cada vez más disueltos en estos días, pero que siguen cercando, sin duda, los dominios para cada uno. En aquel siglo, y en los de antes, la orden era: la mujer no debe publicar, ella no puede hacerse pública.
¿Acaso no fue la impostura el recurso que utilizaron las mujeres desde el siglo XVIII en adelante para poder entrar en la literatura, la estrategia más eficaz para sacarse de encima el prejuicio de la virilidad pública? Hay síntomas ―o un sin número de ejemplos― de este fenómeno, como para inventariar: Emily Dickinson escribe su poesía encerrada en su casa y sus últimos años apenas sale de su pieza, no se conoce su obra hasta después de muerta. Las hermanas Brontë publican sus novelas canónicas como los hermanos Bell. Jane Austen, pionera y rupturista, publica sus libros con la enigmática estampa de “A lady”. A comienzos del siglo XX, Colette “cede” sus primeras obras a su marido, publicándolas con el nombre de éste para que el público no se guiara por “los prejuicios contra una mujer escritor”. Más cerca de nosotros, Teresa Willms Montt, hace públicos sus escritos bajo el seudónimo (asexuado o hermafrodita) de Tebac. El nombre travestido que usara Willa Cather para publicar (como un Will feminizado) ya en 1925, es un mutatis mutandis paradójico de esta tendencia también.
Todas recluidas en el espacio privado, a veces bajo la sombra de un varón sádico (a Delmira Agustini la mató su marido a los 27, por ejemplo, ¿primer feminicidio de la literatura?), silenciadas pero nunca ajenas al lenguaje. Como lectoras primero ―actividad pasiva, contemplativa, privada― y como escritoras después.
Vemos un signo civilizatorio en la escritura; la lectura, en cambio, es un gesto de supervivencia, de barbarie, en el que las mujeres son un sujeto central ―es arquetípica la imagen de la mujer lectora: Emma Bovary, la copista de Dostoievsky, las cartas de Kafka a Felice, etc. La lectura es la infancia detenida. La escritura y la publicación, luego, son gestos transgresores, estados de rebeldía, zonas en disputa para la mujer.
Prosa y poesía
¿Resuellan ecos de esta prohibición en la actualidad? ¿Cómo utilizan la escritura las mujeres? En un artículo anterior hablé de textos mutantes ―del ensayo, como verbo y sustantivo. Allí, a grandes rasgos, daba a entender que un cúmulo de digresiones tiene la posibilidad hoy de convertirse en un texto literario, esto siempre y cuando haya una armonía que trascienda su contenido; que se halle, más bien, en su estilo de prosa o en su forma de acople. En dicho artículo no nombré mujeres, ¿por qué? Lo mismo me pregunto, si hay muchas que escriben de esta forma tanto más o mejor, y que colindan con la hibridez, que manejan la feliz degeneración de los géneros a la que aludía, como la espuma. Mis más sinceras disculpas por este desaire. Sea quizás otra forma de discriminación. Ha sido difícil hablar de la obra de mujeres sin deslindarse de cánones hegemónicos, cositas que le transcurren a uno en la mente por la pura costumbre de hombre. Por lo que decidí no hablar más que de mujeres, como para sopesar la cuestión. Quiero ver la relación de la prosa con la mujer, pero no con la prosa común y pragmática, sino con la prosa como forma de arte. Elegí a cuatro mujeres, por pura afinidad deliberada, por mi gusto de lector, para analizarlas de acuerdo a una secuencia evolutiva de independencia en el empleo de ésta.
La prosa cuenta, comunica; la poesía nombra, crea lenguaje, dice la Susan Sontag en su hermoso ensayo “La prosa de una poeta” (1983, en Cuestión de énfasis, que usara como introducción a las prosas completas de la poeta rusa Marina Tsvietáieva ―quizás su mejor poesía). Un post estructuralista, si se entrometiera, agregaría: la prosa comercia; la poesía re-produce, lo produce de otra forma. Leía hace poco en La Condición Humana de la Hannah Arendt la siguiente aseveración, “lo público remite a la acción y al discurso (si entendemos éste como un medio de comunicación); lo privado a la reproducción y al trabajo”. La discursividad de la prosa, la reproducción de la poesía. ¿Será muy descabellado hablar, entonces, de una prosa-pública en oposición a una poesía-privada? Como dije, la Historia ha demostrado que en la literatura, y especialmente en la prosa, se libra una disputa del género que pugna por ser utilizada como medio de expresión.
Prosa de mujer
La prosa de mujeres que he rastreado en Latinoamérica nos avisa que aquella época cavernaria ha acabado, mucha escritora genial ha salido al trote, como la mexicana Cristina Rivera Garza o la peruana Gabriela Wiener, pero el camino que se abre ante ellas sigue lleno de trampas. La trampa fundamental suele ser el contenidismo atroz (como cualquier contenidismo) de la condición de la mujer en muchas de sus prosas. Una discursividad paleolítica que enuncia hasta el cansancio la situación de conflicto histórico, apocando las palabras y panfleteando con fórmulas gastadas, que no animan otra cosa que al conservadurismo de la forma.El auto-boicot aquí es evidente, la sujeción a la práctica de la lengua sigue operando en relación a ese otro, a una dicotomía, a una dialéctica, a la heteronorma; la fuerza gravitacional es antropomórfica: el hombre. La prosa se carga de ideas añejas y cuando el ánimo era la rebelión, no quedan más que eructos vacíos de mujeres tristes. Una palabra vale más que mil imágenes, decía Fogwill; las imágenes típicas han saturado la escritura de algunas mujeres. El fenómeno no es nuevo, el discurso político suele intoxicar la literatura.
Lo que me interesa son operaciones literarias mucho más acertadas, que convierten a algunas mujeres, como prosistas, a mi entender, en pináculos o alturas cenitales de la literatura, y hasta me atrevería a decir ―como lo hiciera el recordado Piglia en su momento con María Moreno, celebrándola como la mejor escritora argentina― quizás las mejores prosistas de hoy en día.
Carmen Ollé, Por qué hacen tanto ruido y Retrato de mujer sin familia ante una copa
“Con la misma crudeza con la que él pretendía culearme en todas las poses, hacerlo al filo del catre…ese era el momento elegido para hacerme confidencias literarias y elogiar mis poemas”, dice la poeta peruana Carmen Ollé (Lima, 1947) al comienzo de uno de los capítulos de Por qué hacen tanto ruido (Flora Tristán editora, Lima, 1992; reedición de Intermezzo Tropical en 2015) acerca de su relación marital con Enrique Verástegui, uno de los faros del movimiento artístico poético de los años setentas en el Perú, Hora Zero. Con un registro total otro al de su poesía, lleva a cabo una prosa autobiográfica que tiene como centro, o punto gravitacional, al poeta.
La descubrí hace muy poco. Sus poemas más importantes están en su libro Noches de Adrenalina (Cuadernos del Hipocampo, 1981), que tienen una prosodia excepcional. En su obra en prosa propiamente tal, por otra parte, el vuelo es a media altura. El enaltecimiento del lenguaje no está al mismo nivel. Las memorias de una mujer casada con un poeta psicótico es la comidilla del libro que evidencia que la prosa siga siendo, de alguna manera, dominio del hombre, pues su contenido orbita alrededor de él, como un símbolo que perturba, como la respuesta al trauma (el de la mujer apocada ante el hombre), figuras arquetípicas como las que pueden ser el padre, la autoridad o el enamorado, que persisten en la escritura. En la poesía, en cambio, el tono es de empoderamiento total; en esta prosa se destila mucha duda.
Sin embargo, la estructura del texto muestra los cimientos de lo que sería su última incursión en la prosa, Retrato de mujer sin familia ante una copa (Peisa, 2007) que es un texto cuyo mecanismo hecho de fragmentos, muy en la línea de Margo Glantz, crea una ficción reflexiva, en forma de la llamada novela-ensayo, con una prosa más densa y una libertad depurada, no tan visceral como en su primeras prosas. Para entender este mutante, vale echarle una ojeada a De la vida como metáfora a la vida como ensayo (UNAM, 2015) de Blanca Treviño que narra más o menos la creación de este artilugio narrativo-reflexivo, en donde la materia del texto es pensamiento, o reflexión, que transcurre alrededor de un hecho.
Adriana Valdés, Vistas parciales
Un fenómeno análogo sería el texto que Adriana Valdés (Santiago de Chile, 1943) publicara en 2008, para conmemorar los veinte años de la muerte del poeta Enrique Lihn, por un cáncer al pulmón que lo aquejaba desde 1987 y cuya muerte acontecería al año siguiente, en una suerte de ritual doméstico, en la ya legendaria calle Passy de Santiago. El libro es Vistas parciales, publicado por Palinodia, primera aproximación biográfica a la figura del poeta, que junto con la de Roberto Merino, Lihn, ensayos biográficos (UDP, 2016) constituyen hasta ahora el semillero para una futura biografía más acabada.
En Vistas parciales, entre muchas otras cosas, se relata la muerte del poeta vista desde una mirada netamente doméstica, que entrevé una relación íntima con el autor; pues claro, habían sido pareja a lo largo de casi siete años. La escritura se crea desde la propia experiencia en relación con el otro, como en Ollé. La obra anterior de Ariadna (como la nombra Lihn en sus poemas) se reduce a unos cuantos textos de corte más bien académico, que sin ser ejecutados en un lenguaje muy silabeado, no llegan a la altura de éste, en donde la prosa objetiva, digamos que meramente maquinal, obliga a la narración a convertirse, de pronto, en un transcurso de recuerdos, contemplados desde diversas posturas, que arman un texto bellísimo, de una coherencia interna encomiable.
Una monja enamorada de Shelley, dice ella en una entrevista. Y ese es el pulso de su narración, que nos logra transmitir su encandilamiento frente al escritor, al poeta que procede a escribir su último libro, en la agonía, en su antigua casa, no por el tiempo, sino por ese aire de mala vida que lo acompañó, su Diario de muerte (Universitaria, 1988); una muerte que se hace pública por otros medios. En cualquier caso, no deja de ser un hombre el centro gravitacional de su texto más logrado.
Margo Glantz, En breve herida
En México los ancianos son vanguardistas. Sergio Pitol (Puebla, 1933) y Margo Glantz (México, 1930) nos han mostrado, en especial estos últimos años, algunas de las obras más de avanzada que pudiera publicar cualquier otro escritor joven, o al menos con batallas en el cuerpo, con algunas cuantas obras a sus espaldas, en general con formas más o menos idénticas. Pues es eso, precisamente, lo que destaca en las obras de esta ánima y este ánimus mexicanos: lo interesante es la forma en que están construidas. En especial sus textos últimos, como los autobiográficos y reflexivos de la Trilogía de la Memoria (Anagrama, 2007) de Pitol o la anécdota épica de Por breve herida (Sexto piso, 2016) de Margo Glantz, donde no es la intertextualidad, ni lo metaliterario (ese truco demasiado manido por Vila-Matas ―pupilo de Pitol― que, a mi modo de ver, ya se ha secado), sino la hibridez y/o mutación de los géneros. Textos de diversa naturaleza que se trenzan sin notársele las costuras. O como dice una Margo Glantz de 87 años en una entrevista reciente:
textos muy breves, […] cuadros de pensamientos, pinturas de pensamiento, que son textos que van mucho más allá del aforismo, pero que son textos bastante fragmentarios, (…) no están inscritos en ningún género específico, ni siquiera en filosofía, ni en poesía, sino que participan de todos.
La continuación de la poesía por otros medios, sea como sea, como dice Joseph Brodsky de la prosa de Tsvietáieva. La buena prosa se expresa en trazo acotado, esa es su característica más frecuente. Hay formas en que algunos se entienden a corto aliento, o llevados por la cultura de la cápsula a utilizar partes de algo para hacer otra cosa, el llamado arte shanzhai.
Las series, la producción de series, lo que vuelve a la máquina el foco específico de la lengua, para replegarse sobre sí misma, una máquina de sentido. De cualquier forma, son peligrosos los excesos, pues la coherencia es inevitable para comunicar.
Las formas se repiten, los moldes se fabrican y desde su salida del horno no paran de manosearse hasta que se extravían; y no en la cosmología, sino en el aburrimiento de los lectores. Escribir artículos, crónicas, ensayos de un tiempo a esta parte, que no son muchas décadas, ya es un anacronismo. Los géneros se han degenerado. Y, no hay duda, aún figuran en el séquito algunos puristas apelando a un juez inexistente, que presupone un canon, cuyos cimientos yacen casi todos en la Academia.
Es el libro tralfamadoriano de Vonnegut: breves conjuntos de símbolos (textos) separados por estrellas, donde “el autor los ha escogido con cuidado; así que, al ser vistos simultáneamente producen una imagen de la vida”, como el Aleph borgeano. Es como la respuesta escrita a la teoría psicótica de Macedonio Fernández, eso del lector salteado, de que existe una suerte de lector que no lee atentamente toda la sucesión de grafemas de un texto, sino que pasa por encima de algunos (saltan) rastreando el texto, evocándolo, más que teniendo con el signo una relación puntillosa, más bien de reconocimiento de series, de combinaciones posibles, más que de signos.
Margo Glantz, acaba con la dualidad, por eso la “anécdota épica”. Un tratamiento odontológico y la pintura de Francis Bacon, este sería el trasunto de la novela. Fragmentos que ensayan en torno a las posibles combinaciones de estos dos temas.Crea este nuevo tipo de texto, fragmentario, que coge muchos registros y los emplea, como a los documentos, en archivos que constituyen el propio libro. A pesar de esta fragmentariedad, el texto posee una coherencia interna y una complicidad con el lector. Glantz logra esta independencia y conquista la prosa como pocas escritoras latinoamericanas.
María Moreno, El Affair Skeffington y Black out
María Moreno arma en El Affair Skeffington (Bajo la luna, 1992; Mansalva, 2013) un juego con la performatividad escrita; las reflexiones de su personaje son las suyas, como advierte en la contratapa. Un movimiento similar al del Nabokov de Pálido fuego, donde a partir del poema citado al inicio (un poema, evidentemente de Nabokov) se teje una trama narrativa en forma de comentarios a ese poema. En el caso de Moreno es al revés, inventa una biografía de una muchacha francesa, que se codeó con lo más delicatesen del París de los años veinte, aficionada al incipiente psicoanálisis, turista sexual y bohemia asidua; para luego hacer el comentario al manuscrito encontrado (ese recurso pop borgeano) a una serie de poemas de la misma Dolly Skeffington, una poeta un poco olvidada en el canon. La impostura se juega aquí como forma de ocultar la “autoría”, atribuyéndosela a un personaje de ficción. Moreno ha sido mucho más leída como cronista, una prosa pública que detenta en sí los ecos de lo que sería su obra posterior. El Affair Skeffington es de 1992 y, de hecho, su primera novela y primer libro. En sus comienzos la operación, se ve, fue distinta. Enmascara su poesía (el dominio privado) tras un personaje de ficción, es decir, la resistencia a publicarla.
Los dominios desaparecen, para este efecto, en su libro más reciente, Black Out (Random House, 2017).Los límites han sido superados, el género es intrascendente. Quizás sea la prosa la que cuenta en sí algo, por su diluirse en la mente, por su sonsonete que resuella en la memoria. Una prosa que puede contar lo que sea. Bastante faulkneriana, sin duda, ebria, que divaga no sin orientación, mejor dicho, con esa misma desorientación como camino a documentar. El viaje antes que la conceptualización o el tempo. El arco se tensa.
La mujer tiene lengua propia, escribe con una prosa exquisita y cualquier cosa, aunque diminuta sea, en el trazo de esta mujer queda nacida. ¿Podría un hombre escribir como María Moreno? Es posible, pero tampoco es el caso. No es ya la prosa masculina, la femenina, sino una prosa hiperlaxa. Reconozco que puede ser demasiado exagerado hacer esta comparación, pero quien la haya leído nota que el uso de la palabra ya no se casa con su género o simplemente se larga a panfletear sobre ciertos temas que atañen a la “mujer borracha e iluminada”, sino que muestra los comportamientos propios de un organismo vivo, autosuficiente. Eso que Charles Olson decía de la energía, de la perfecta relación que debía tener el texto como energía contenida, como la que sucesivamente a la lectura saltaría hacia el lector provocándole eso que muchos de nosotros, creo, conocemos, el deslumbramiento, la manera en que un texto puede modificarte.
El alcoholismo, supuesto protagonista de Black Out, no se vanagloria de su condición sórdida u oscura. Nunca está mencionado como algo inmoral. Si bien acarrea cierto impulso autodestructivo, de igual manera constituye, en sus comienzos, el medio para entrar en el círculo de hombres que discutían la cultura en la Argentina de los 70s. La mujer se priva de estas circunstancias, quizás por su condición histórica, y sin embargo, el allanar o reparar en las costumbres de los hombres de letras, le permiten entrar al círculo. Esa escuela del hombre de letras, bohemio, con dos excesos vitales, el alcohol y la divagación intelectual, en el que la mujer era un bicho raro, María Moreno la invade y la modifica: ya no es más la sordidez, sino la elegancia de recorrer lo obscuro.La relación entre alcohol y literatura: una comunión. No son paraísos artificiales. No es una fantasía privada e individual, más bien un éxtasis colectivo, como dice Baudelaire sobre el vino. La mujer sale del lugar que el hombre le asignó, la casa, lo privado y se repliega en lo público con todos sus misterios e incertidumbres.
Hay una tendencia argentina a psicoanalizar hasta el detalle inocuo de una cena familiar, que se filtra en el modus operandi de la prosa crítica, o reflexiva de María Moreno. Los recuerdos se observan con la distancia de un taxidermista: el dolor no parece dolor, sino una ficción, o mejor, una anécdota que se cuenta como un ejercicio de estilo. No hay vanagloria de lo decadente, tampoco una manera refrita de señalar “la realidad” (en su acepción sucia, digamos). Sencillamente un juego con la memoria, un transcurrir por el patio trasero como quien dirige a un grupo de turistas por un zoológico. No sin elegancia, por supuesto. No carente de dudas, pues como se sabe, el estilo es la suma de las incertidumbres.
Sebastián Diez
Santiago de Chile, primavera de 2017