Bonita, bonitica, me decía mi abuela. Bonita me llamaba la vendedora de leche y la que pasaba todos los días montada en su burro pollino. Bonita, expresaba el que me veía y yo sonreía y me preguntaba allá adentro si sería tan hermosa como los cardonales paridos de iguarayas o tan bella como el amanecer cuando cantaban todos los pájaros del mundo.
Temblando me tocaba el cabello y era como la hoja de salvia, recorría mi piel y era como flor de tuna, a escondidas palpaba mis senos y eran dos múcuras erguidas en sus horquetas.
Una noche sentí la tibieza de la primera menstruación empapando mis muslos y tuve ganas de llorar. Desde ese momento y durante un año dormí sola en el rancho de mi abuela bebiendo las aguas depurativas de la piache y comiendo mazamorra. Esta etapa de mi vida me colmó de gracia, todos lo decían. Intuía que pronto me casaría, pero allá adentro deseaba seguir acompañando a mamá a sacar agua de las casimbas, caminar con mis primas recogiendo cerezas, ir a los bailes vestida de rojo y mirar sin cansarme el cielo sin nubes de un desierto encandelillado.
Veloz llegó papá con la noticia de mi matrimonio. Peepés entregaría la dote. El día que lo conocí, allá adentro todo se volvió hielo. Me fui con él a una ranchería nueva y esa noche un hombre de medio siglo se posó sobre mis catorce lluvias. El hombre resopló, resopló, resopló y allá adentro sentí caer en un abismo sin fin.
Como esa noche fueron todas las noches y hasta los días se convirtieron en noche. Allá adentro quería huir, ir donde mamá, pero mil espíritus mugiendo leyes antiguas se sentaban frente a mí. Allá adentro hubo una guerra. Arrumé en un rincón las sombras de los muertos exigentes del cumplimiento de la ley nupcial y me fui corriendo y mientras corría no vi los ciempiés en los dividivis, ni las culebras corales. Corrí hasta que divisé la manta floreada de mamá y me abracé a sus piernas. Ella me dio chicha y descansé en un chinchorro, pero esa misma tarde papá me sometió a la ley de los mayores y él mismo agarrándome de la mano me llevó donde mi esposo. Y la noche fue oscura.
Peepés era feliz cuando le sacaba canas y yo me sentaba junto a su chinchorro y le arrancaba su vejez con delicadeza. A veces Peepés se emborrachaba y se caía al suelo y se caía también sobre mí y las noches eran inacabables. Peepés no trabajaba tanto y llegaba el hambre con sus tres manos y me apretaba el estómago y la cabeza y se robaba la luz de mis ojos. Me va a llevar el hambre, le conté a una wayuu que pasaba por allí con una olla llena de verduras podridas y ella dijo también he sentido las tres manos del hambre, pero en el mercado de Riohacha hay bastante comida.
Peepés no se opuso y me fui con la verdulera y conocí el mercado todo llenito de cosas y vi las gaseosas, los bocadillos y la carne guindando en las colmenas, pero nada era mío y solo pude limpiar un bulto de cebollín y me dieron de pago otros cebollines y llegué al atardecer apretada por el hambre, pero volví al otro día y limpié sacos y sacos de papa y me pagaron con papas y vi debajo de las mesas de los vendedores unos tomates y los tomé y cuando llegué al rancho hice un caldo de cebollín y papa y el hambre se fue a visitar a otro. Y al siguiente día me fui por debajo de las mesas del mercado recogiendo lo que botaban y limpiando cebollín y así me acostumbré y conocí otras indias que hacían lo mismo y nos acompañábamos en el camino de regreso.
En un invierno tuve un bebé y no me dio alegría, sino tristeza y no pude ir al mercado y el hambre volvió a apretarme el estómago y me fui con el nacido a la casa que estaba en la salida de la ciudad donde una mujer arijuna siempre nos saludaba batiendo su mano en el aire. Sin conocer me senté en la terraza y esperé en silencio y al final de la tarde me dieron arroz y carne. A veces comía hojas o semillas y cuando no había nada iba a la casa en la salida de la ciudad y al final de la espera, siempre muda, me daban comidita.
Cuando el bebé tuvo una lluvia yo había perdido un diente del frente y cuando el bebé tuvo dos lluvias llegó otro nacido y yo ya no soy yo. Y otra vez el hambre y otra vez sentada en la casa de la salida de la ciudad. Un día la arijuna me dijo por Dios mujer no paras más y yo no sabía cómo no parir más, pero no contesté nada, nunca le decía nada.
Cuando nació el tercer bebé perdí el segundo diente y la arijuna dijo tienes mucho dinero que pares tanto y no dije nada porque si tuviera dinero hubiera comprado una gaseosa roja para saber a qué sabía o probaría una bola de chocolate.
Murió mi abuela y en su velorio vi a las primas aún sin casarse, con sus dientes completos, con sus mantas nuevas. Ellas que nadie llamó bonitas, boniticas, estaban con otros jóvenes sonriendo a pesar del duelo.
Me acosté en un chinchorrito y pude ver la luna nueva alumbrando los caminos arenosos de La Guajira y vi que las noches, aun de luto traen su resplandor y pensé cosas buenas, pero la luna también iluminó mi manta raída y mis uñas carcomidas por el mugre. Y escuché la voz sin rostro del murmullo: Que fea está y del abismo de allá adentro subió un calor.
Antes de prender el fogón fui a la casa de la salida de la ciudad y pedí a la arijuna un espejo. El cabello un rastrojo tostado por el sol, la piel tiznada, la boca mueca y los ojos infinitamente tristes en diecinueve lluvias vividas. Corrí con todas mis fuerzas ¿huyendo de quién? De la ley me dije, ella ya hizo uso de ti contestó una bandada de gallinazos y corrí más y mientras corría recordé que ya no me alegraba recoger cerezas, ni había vuelto a escuchar los pájaros del mundo cantando en la aurora de los wayuu y con un dolor oprimiéndome el pecho tuve la certeza de haber muerto la noche en que un hombre de medio siglo se posó sobre mí.
Vicenta Siosi Pino
Wayuu del clan Apshana