Metas a corto y largo plazo:
-Entrar a nadar
-Trabajar duro para pagar la inscripción de la escuela
-Juntar dinero para el Cervantino
-Hacer el clóset
-Pintar la casa en septiembre
-Comprar las sillas del comedor
-Comprarme unos zapatos
-Leer a Platón
-Hablar y ser simpática con The People.
Nota de puño y letra de Erika Nohemí Carrillo (en una fotografía de Mayra Martell).
Los naranjos estarán cargados de frutos, y sus flores llenarán el aire húmedo del jardín oeste. Una neblina sedosa refrescará las puntas del pasto, de la hierba crecida de aquel prado. El sol saldrá siempre por detrás del almendro y las ramas del árbol más viejo, un corpulento ahuehuete, se extenderán primero hacia sus rayos, estirándose como una muchacha que quiere desperezarse. Alrededor de las nueve el jardín se irá poblando de siluetas. Algunas se saludarán entre ellas. Otros se espantarán con la caída de alguna naranja, y se alejarán riéndose hacia la sombra de otras hojas. Unas más mirarán hacia el mar que, bajo la pendiente que eleve al jardín oeste sobre la playa, rugirá y se extenderá hasta treparse en el azul grisáceo del cielo.
Los auxiliares revisarán que todo estará en buenas condiciones para recibir las visitas, pues a media mañana llegarán varios de grupos primer año acompañados de sus maestros, algunos de ellos todavía aprendices. Bajarán de los vehículos entre grititos de emoción y tropezones. El Maestro aprendiz les advertirá “¡Sin correr!”, con una niña en brazos que se ha quedado dormida durante el viaje, con la boca entreabierta y los cachetes colorados.
La Guardiana del jardín, una anciana risueña y de paso firme a pesar de usar bastón, dar a los auxiliares las recomendaciones de rigor: apoyar en todo momento a los maestros aprendices, acompañar a los niños en sus emociones, tener listos los refrigerios a las 2, repartir cada hora agua para sorber. Luego acelerará el paso y se colocará al frente de una larga fila de infantes que cantarán estruendosa y desafinadamente en alegre procesión por el sendero de guijarros hasta llegar al jardín oeste. Varios niños perderán el ritmo, alguna niña se distraerá con una lagartija escondida debajo de una piedra, y el Maestro aprendiz tendrá que guiarlos de nuevo por el sendero, marcarles el paso, las palmas. Los pequeños pasos se escucharán al unísono sobre la grava. Las risas infantiles flotarán en el aire, mezcladas con el olor a miel y el gusto salado de la brisa. La temperatura será muy agradable, de una tibieza reconfortante.
Ante las altas rejas de latón que resguardan el jardín, la comitiva se detendrá. Un par de maestras seguirán entreteniendo a los niños, el resto acudirá a escuchar las advertencias de una de las auxiliares del jardín.
—Ustedes, como ya saben, la idea es dejar que los niños interactúen con ellos e intervengan sólo cuando sea necesario. No teman a las reacciones de los niños ni traten de limitarlas, son parte del proceso educativo. Nosotras estaremos cerca y al pendiente de lo que necesiten en todo momento.
Las puertas de latón se abren lentamente con la llave magnética que La Guardiana porta como un collar. El bullicio infantil se dispersará por el jardín oeste hasta que los niños noten la presencia de ellos .
Las siluetas brillarán con destellos nacarados que maravillarán a los visitantes. Estarán hechos, como todos los viejos trucos, de luces y espejos, un complejo mecanismo que mejorará oculto para los visitantes. Por encontrarse al aire libre poseerán una sutil transparencia que de repente permitirá ver el paisaje a través de ellas, pero al mirarlas incluso más de cerca se apreciarán sus definidos rasgos, parecerán sólidas, vivas . Bajo un árbol estarán las que estudian; moviéndose de un lado a otro las que juegan; sentadas sobre la hierba las que conversan con otras. Al moverse demasiado rápido emitirán un tenue resplandor que dejarán tras su paso una breve estela luminosa.
La Guardiana caminará hacia el Maestro aprendiz, que seguirá haciendo malabares con la niña dormida en sus brazos y el niño que trae prendido de una pierna como un perrito ansioso.
—¿Necesitas ayuda? Podrías repartir un poco de ese amor —le dice mientras abre los brazos como para recibir a la niña.
—Gracias. Quizá algún auxiliar podría ayudarme a revisar si tengo algo en la pierna derecha. ¡Ay, qué pesada la siento! ¿Que sera? ¡Creo que se me ha subido un Tomasito!
Al niño en cuestión le divertirá tanto la broma que se aferrará más al juego. Pero por fin una de los auxiliares conseguirá llevárselo con ella. La Guardiana y el maestro aprendiz los observaran perderse entre el resto de la gente y las siluetas.
—Es usted muy amable. Quisiera aprovechar para decir que es un verdadero honor conocerla, señora. Su trabajo en…
La Guardiana del jardín chasqueará los labios y con un ademán le pedirá que no siga, pues le resultarán incómodos los reconocimientos por más razones que la mera modestia. Pero como no será posible que el chico se sienta menospreciado, lo tomará del brazo para que caminen juntos.
Marisela, mejor conocida como La Guardiana, nació en septiembre de 1985 en Veracruz. Fue la última de tres hijos. Su recuerdo favorito de aquella época era tender la ropa al sol junto a su madre: el aroma del jabón, el sonido de la tela al extenderla, como el de las alas de algún pájaro, y también los juegos de su mamá, que se disfrazaba de fantasma poniéndose encima una de las sábanas para asustarla. Así se olvidaban de la rutina diaria, que era pesada. Marisela y su madre cada día servían la comida y planchaban las camisas de sus hermanos, ellos las llevaban al cine cuando tenían tiempo, en las fechas especiales. Cierta noche, en casa de sus parientes, uno de los hermanos de su madre entró a la habitación en la que ella dormía. No supo muy bien qué fue lo que hizo el hombre ahí de pie junto a ella en la oscuridad, pues era demasiado pequeño para comprenderlo. Le dio la impresión de que su tío se exprimía lo que tenía entre las piernas como si fuera un trapo mojado. Tuvo miedo pero no se lo dijo nunca a nadie. Y se sintió culpable de guardar un secreto. Cuando tenía quince años ella y su mamá se mudaron solas a la ciudad de México. Marisela tuvo que conseguir un trabajo para mantenerlas, primero en una zapatería. Su jefe pronto quisootra cosa con ella, se lo dijo escupiéndole en la oreja, entre la mercancía apilada en la bodega, olorosa a cuero nuevo. renunció. En el camión de regreso a casa iba tan preocupada por lo que sería de ellas que se dio cuenta hasta muy tarde de que un hombre le había metido la mano entre las piernas. Gracias a su tío (el que había hecho aquelloen su cuarto), comenzó a trabajar en una Gran Empresa de Telecomunicaciones. Al principio fue sencillo contestar teléfonos y apretar botones, pero después los avances tecnológicos lo complicaron todo. Despidieron a las muchachas que no sabían utilizar las nuevas máquinas (entre ellas, a una amiga suya que también era de Veracruz, Paquita). Decidió que tomaría todos los cursos disponibles. Estudió por las noches el funcionamiento de cables y computadoras, de espejos y luces láser. Quería entender cómo funcionaba lo que la empresa llamó “la imagen del futuro”, los hologramas. Obtuvo las notas más altas de las capacitaciones. La ascendieron de puesto. Se hizo. Tuvo hijas. Su marido era “un buen hombre”,
La Guardiana y el Maestro aprendiz observarán una escena típica: el niño correrá, jugando tocará la silueta y enseguida retirará la mano.
—Oye, ¡no hagas eso, Tomás! Todavía ni la conoces. Salúdala, dile cómo te llamas primero –el tono de la auxiliadora no será de reproche y procurará ignorar los pucheros del niño producidos por la corriente eléctrica.
El Maestro aprendiz querrá acercarse a Tomás pero La Guardiana lo retendrá.
—Seguro que esto de los toques no estaba en tu época. Lo primero que los niños suelen hacer es traspasarlas con las manos, pero al atravesar el campo, el sistema emite una corriente. Los piquetes no son muy agradables, pero son tolerables. Siempre se la piensan dos veces antes de volver a meter la manita. La instrucción en todo momento es que las traten como a personas de carne y hueso.
—De acuerdo —el Maestro aprendiz enseguida frunció el ceño, considerando un nuevo problema—. Pero ¿y si quisieran acariciarlas?
La Guardiana le dirigirá una sonrisa melancólica.
—No se puede. Es parte de la lección.
Al Maestro aprendiz le costará un poco comprender por qué. Pero al fin admitirá su lógica: los muertos no podrán nunca recibir de nuevo nuestras caricias. Ni siquiera ellas, aunque estén “de vuelta”.
Una mañana Marisela llegó al trabajo y se encontró con la noticia de que habían asesinado a Paquita en el Estado de México. Hallaron su cuerpo recién arrimado a la banqueta, como la gente hace cuando estorban los animales atropellados. Le habían hecho cosas horribles, horribles.
Paquita tenía aferradas en el puño las llaves de su casa, el lugar a donde esperaba regresar. Las había utilizado para defenderse. Que si se había metido en malos pasos, dijeron, que qué andaba haciendo sola a esas horas. ¡Pero si iba camino a su trabajo!, decía la Maestra, y si hubiera andado en “malos pasos” (y sería a causa de ustedes, porque ustedes la corrieron, aunque esto no lo decía) qué, ¿se lo merecía? El resto de la gente se encogía de hombros. Siguieron con lo suyo rápidamente. Pero ella ya no podía dejar de ver la ausencia de Paquita, ni los cadáveres de una y otra y otra mujer. Eran demasiadas. Y todas, a ojos de la gente decente, parecían tener la culpa de lo que les había pasado. Ni siquiera se recuperaban sus nombres en las notas de los periódicos: “Drogadicto asesina a su madre”, “Por despecho liquida a exnovia”, “Denuncia violación, la matan por argüendera”.
La clave estará en combinar las dinámicas de juego y de conversación para mantener la atención de los niños. Los maestros se mostrarán afectuosos para transmitirles seguridad. Y aunque se mantendrán a distancia, deberán estar al alcance en todo momento.
—Hola, ¿cómo te llamas?
—Tomás, pero me dicen Tomasito. ¿A ti cómo te dicen?
—Me llamo Rubí Marisol, y me dicen Rubí. Qué bonitos ojos tienes, Tomás.
—Mi mamá me puso galletas para el lunch, ¿quieres?
—Me gustaría, pero no puedo comer.
—¿Por qué no puedes?
—Porque no tengo un cuerpo como tú —juntó las manos frente a ella con las palmas hacia arriba y luego las deslizó una a través de la otra, traspasándolas— ¿Ves? Pero podemos platicar.
El niño se quedará perplejo. Intentará hacer lo mismo, luego querrá tocar la silueta de Rubí, pero recordará que la sensación no es agradable.
El Maestro aprendiz parecerá incomodarse con la situación. La Guardiana tratará de aliviar esa tensión.
—¿Recuerdas la primera vez que viniste?
—Sí. Nunca lo olvidé. Tenía diez años. Pero traerlos a esta edad me parece peligroso. Aún no cuentan con todas las herramientas cognitivas para comprender el significado de este lugar, ya no digamos del significado de la muerte, sino de la muerte de todas ellas.
La Guardiana escuchará con atención. Mientras tanto observará las numerosas mariposas pequeñas y blancas que volarán alrededor de las siluetas, los niños, las flores. Le parecerán hermosas, pero no dejará de preguntarse si no serán, acaso, una plaga.
Un día hallaron el cuerpo de Dulce, quien para poder pagarse sus estudios de computación los fines de semana trabajaba de lunes a viernes limpiando oficinas, entre ellas, la oficina de Marisela. Las amigas de Dulce (la mayoría eran casi unas niñas: no rebasaban los quince años) comenzaron a reunirse cada martes para recordarla y también para practicar golpes, patadas, manotazos, cualquier clase de defensa que las protegiera. Los primeros días terminaban las sesiones con la cara roja, despeinadas y sudorosas, llorando juntas del puro miedo o del puro coraje. Después de un par de meses se reían un poco más, pegaban más fuerte y terminaban el entrenamiento comiendo algo dulce para reponerse. Buscaron un nombre. Les gustó Las Argüenderas, porque ésa era una palabra que usaba la gente para juzgarlas, para decirles que se conformaran, que mejor se estuvieran quietas y calladitas. Una tarde Marisela llamó a la puerta y pidió unirse al grupo. Esas muchachas le enseñaron a patear bien con todo y medias y uniforme, a dar codazos, a ser valiente y a llorar acompañada.
—¿Por qué no tienes cuerpo?
—Porque me lo quitaron. Estoy muerta.
Al detectar el silencio del niño, la silueta de Rubí emitirá respuestas más concretas.
—Eso quiere decir que no puedo comer, ni jugar, ni besar a mi mamá.
El niño mirará en derredor, como buscando alguna clave. Mirará hacia el mar y luego estudiará la apariencia de su interlocutora.
—¿Eres un fantasma?
—No. Soy un recuerdo. Como una fotografía.
—¿Como un video de los de antes?
—Sí, justo así. Tomás, ¿tienes abuelitos?
El niño ignorará la pregunta.
—¿Por qué te mataron?
—No lo sé. ¿Tú por qué crees que ocurrió?
Tomás pensará la respuesta apretando los labios, juntando las cejas.
—Porque hiciste algo malo. A lo mejor hiciste enojar mucho, mucho a alguien.
La silueta de Rubí considerará las opciones.
—Yo no tuve la culpa. Fueron ellos los que hicieron algo muy malo.
—¿Te dolió?
—Sí.
—¿Y tu mamá te curó?
—Cuando te matan, ya no te pueden curar.
Las Argüenderas hicieron un pacto: se cuidarían las unas a las otras. ¿Novios o padres golpeadores, jefes abusivos? A ver si podían con todas al mismo tiempo. Cuando una de ellas pedía ayuda, el resto acudía en tropel para que a sus agresores les quedara claro que no la dejarían sola. Crecieron hasta formar un ejército compuesto por mujeres de todas las edades que iba a donde hiciera falta su presencia. Empezaron a aparecer en las noticias, a ser tomadas en cuenta, a dar consejos.
Pasaron los años, y las amigas de Dulce, las muchachitas de preparatoria, se convirtieron en mujeres maduras que se hicieron escuchar, que pidieron justicia. La gente aprendió a mirarlas con respeto, y ese respeto se extendió lentamente hacia el resto de las mujeres como la humedad de las olas del mar alcanza la arena caliente y lejana.
Marisela también se hizo mayor. Siguió trabajando en la Gran Compañía de Telecomunicaciones, en su laboratorio de espejos y luz láser. Vio crecer a sus hijas, vio morir a su madre, siempre acompañada de sus amigas. En ella surgió un anhelo. Tenía un plan.
El Maestro aprendiz también notará las mariposas blancas, la danza impredecible de su vuelo, el aroma a flores y a sal que flotará en el jardín oeste. La Guardiana y él disfrutarán de todo aquello durante una actividad en la que los auxiliares pondrán a los niños a cantar una canción muy antigua, una música que hablará de plantar una semilla, y dejarla crecer en paz, y saber esperar para ver en qué se convertirá.
—Es probable que tengas razón —le dice La Guardiana en respuesta a su preocupación por la edad de los niños—. Y es probable que quienes decidieron traerlos desde edades más tempranas también tengan razón. Aprender que hay caminos de vida distintos, que hay alternativas a la violencia, lleva tiempo. Mejor empezar de inmediato, supongo —la maestra se encogió de hombros.
—No parece usted muy segura…
—Lo estoy. Pero es que, en un principio, el objetivo de este lugar era otro.
El plan de Marisela consistía en obtener recursos para construir el memorial holográfico que ella diseñó junto a las Argüenderas y otras organizaciones que llevaban un registro confiable de las víctimas. Cada una de las mujeres asesinadas, con su cuerpo y sus nombres, serían replicadas en un holograma tridimensional utilizando testimonios y materiales proporcionados por sus familiares, amigos y, sobre todo, la información recuperada de sus cuentas personales de correo electrónico y redes sociales: fotografías, videos, cartas, conversaciones… todo sería útil para recrear de la forma más precisa sus voces, sus movimientos, sus reacciones; para, de alguna forma, traerlas de nuevo a la vida. Si conseguían el dinero suficiente podrían usar la tecnología más avanzada que permitiría montar el sistema al aire libre, en la naturaleza. Quizá en un jardín junto al mar. Tendría que ser un lugar bello, lo más cercano a un paraíso que pudieran darles a ellas y a sus familias para recordarlas vivas y felices.
El Maestro aprendiz imaginará el memorial apacible que alguna vez fue este jardín. Apreciará el idílico escenario con sus árboles y su playa, el deambular pacífico de las siluetas.
—El lugar es tan bonito como lo recordaba. Hay más árboles, claro, ya crecieron los que nosotros plantamos. Está todo muy bien conservado.
—Es verdad —responde orgullosa La Guardiana—. Aunque no sé qué es más asombroso: que siga conservando su belleza o que la siga conservando aunque esté en México.
El Maestro aprendiz reirá más debido a la gracia con que ella dice estas cosas que por el chiste en sí: no considerará inverosímil que en México pueda conservarse cualquier cosa en buen estado. Entre la generación de ella y la del maestro aprendiz habrá un abismo.
—Para usted debe ser muy sorprendente cómo ha cambiado el país. Lo ha visto todo.
—Bueno, tengo 94 años. Si no me hubiera tocado ver todo, pediría que me regresaran lo que me costó el boleto de entrada.
—Imagino que esa época debió ser terrible.
—Sí, lo fue.
Hubo un tiempo en que nadie las llamaba siluetas. Sus familias iban a visitarlas y se sentían casi felices. La maestra vio cumplido el anhelo de Las Argüenderas cuando las madres y los padres, y las hermanas y hermanos, y sus amistades, las veían dentro del jardín, vivas, sonrientes. Sentían esa dicha que la justicia no les había podido dar. Como es natural, muchas familias desaparecieron con el paso de los años, arrastradas por el río de la vida, de los quehaceres, los afectos. Pero algunas no volverían porque el jardín no les compensaba de ninguna manera. “No son ellas”, decían.
El problema es que Marisela había sido ilusa: no era posible recuperarlo todo. De algunas apenas tenían el nombre, una fotografía borrosa. De otras sólo había huesos. De las que habían dejado un amplio testimonio de su paso por el mundo se obtuvieron réplicas holográficas casi perfectas, precisas, pero aun así: la vida es una trama única, un hilo dentro del gran tapiz, y si se rompe, no será el mismo hilo el que lo reemplace. No es posible remendar la carne, la sangre, el aliento, el aprendizaje, los deseos. El futuro.
Cuando quedaban pocas familias, el Estado decidió que el memorial debía cumplir una función adicional para ganarse el derecho a permanecer. Serviría como un espacio didáctico en contra de la violencia. La población más joven acudiría, obligatoriamente, a aprender la historia de las asesinadas de México con la finalidad de que no se repitiera nunca. La maestra comprendía la intención de este cambio, es más: como parte de las Argüenderas, la creía necesaria. Pero aborrecía sentir que las utilizaban. Se negó a reprogramarlas, a convertirlas en un capítulo de los libros de texto. Lloró y peleó por mantenerlas intactas.
Al final tuvo que hacerlo para que no desapareciera su memoria. Desde entonces las siluetas tendrían que repetir a los niños, una y otra vez, que estaban muertas.
—El país salió adelante gracias a gente como usted, gente que nunca se cansó de exigir justicia.
La Guardiana hará otro ademán incrédulo.
—No hay mérito en eso. Era lo único que nos quedaba. Tanto horror nos dejó sin propósito, sin sentido. Conservar la memoria era la única salida.
—Por lo menos las muertes de todas estas mujeres sirvieron para algo.
Aferrada a su bastón, la Guardiana se girará bruscamente para responder.
—¿Sirvieron para algo? ¿Para qué? ¿Para enseñarnos que somos un horror? Eso ya lo sabíamos. Una cosa es dar la vida voluntariamente por una causa y otra cosa es que te maten así. ¿Qué te gustaría más a ti? ¿Que tu vida haya servido “para algo” o haber podido vivir? Morder una manzana, oler la lluvia sobre la tierra, conocer el mar. No sé. Conforme me hago más vieja pienso que la trascendencia está sobrevalorada. Es un consuelo de tontos, un consuelo para los vivos, pero no para los muertos. Si de verdad pudieran hablar ellas (ellas, no sus siluetas), ¿qué nos dirían? “Oigan, qué bueno que mi muerte les sirvió de algo, pero yo no me quería morir”. Esto –dijo ella extendiendo los brazos y el bastón, como tratando de abarcar todo el jardín– no es suficiente. ¿Cómo reparar el daño? ¿Puedes imaginar que alguna vez se les apiló en una torre de cuerpos anónimos? ¿Puedes creer que a ellas se les culpaba de su propia muerte? Nadie puede imaginar el dolor que experimentaron en sus últimos momentos, y ustedes, los jóvenes, no conocen el horror de saber que quienes hacían esto no eran monstruos, no era Jack el Destripador: eran sus compañeros de la escuela, sus novios, sus familiares, el taxista simpático que te hizo la charla ayer, el policía de la esquina. Era el mundo, un entorno que nos hacía reinas de belleza mientras nos pateaba las costillas, y nos llamaba locas si nos quejábamos. Así de horrible era.
El Maestro aprendiz escuchará la reprimenda sin verla a la cara. Mirará a los niños, que seguirán abriendo hoyos en la tierra, cantando la vieja canción de la siembra.
—Perdóname, es verdad. Claro que no murieron en vano. –La Guardiana dio un largo suspiro antes de continuar–. La indignación que nos causó perderlas fue el inicio de todo. Nos levantamos, repetimos sus nombres en las calles, conseguimos cambiar el rumbo. Ellas fueron el viento que impulsó la vela de este barco, de nuestro futuro. Simplemente quisiera que hubiésemos aprendido antes la lección, que todas ellas pudieran haber vivido. Que hubieran tenido, al menos, la posibilidad de hacer eso que soñaban.
El maestro aprendiz la mirará a los ojos y asentirá respetuosamente. Notará que varias siluetas escuchan a los niños que cantan e incluso les aplauden; otras siguen realizando mecánicamente sus asuntos, un tanto ajenas al tiempo presente, atrapadas en la programación de las tareas que ellas decidieron para sí mismas tiempo atrás, cuando estaban vivas y confesaban, en los numerosos espacios de la vida en línea, qué les gustaba, a qué se dedicaban, o qué deseaban para el futuro. Hurgará en su memoria:
—¿Sabes qué quiero hacer? Estudiar para ingeniera —le había dicho Mariana Elizabeth cuando él era un niño de diez años (nunca olvidó su nombre).
—No sé muy bien qué es eso.
—Alguien que construye cosas, como puentes o máquinas.
—Si estudias, dice mi mamá que cuando seas grande vas a poder ser lo que tú quieras.
—Yo ya no voy a ser grande porque estoy muerta. Pero cómo me gustaría…
La canción de las semillas terminará. A los niños se les pedirá recogerlo todo y despedirse. Reaccionarán de diversas maneras. Algunos se pondrán a llorar, otros dirán adiós con gesto indiferente. Un par de niñas querrán que las siluetas se queden con sus dibujos.
El Maestro aprendiz habrá de acercarse a Tomás porque percibirá su confusión: estará ahí, mirando a la nada. Antes de que dé un paso, el niño rodeará a la silueta con los brazos, al no palpar nada, se abrazará a sí mismo dentro de la silueta luminosa de Rubí.
—Te quiero abrazar porque es muy feo que te hayan matado. Te quiero abrazar porque te dolió y te dejaron solita.
Tomasito sentirá las descargas eléctricas en todo su cuerpo y las resistirá hasta que el Maestro aprendiz lo tome de la mano, lo separe de Rubí.
A las seis de la tarde el sol comenzará a ocultarse en el jardín oeste. Las visitas tendrán que irse justo antes de que llegue la oscuridad, que embellecerá aún más a las siluetas. Sus luminosos colores resaltarán, pulidos y claros, frente al cielo nocturno. Ellas y los niños se dirán adiós con la mano, y para La Guardiana todo tendrá la apariencia de una película de las de antes, donde todo era feliz y la gente en el muelle despedía al barco que zarpaba, y había música y serpentinas.
Los auxiliares se encargarán de que todo quede limpio y en orden antes de marcharse. Marisela, que insistirá hasta el fin de sus días ser quien salga al último cada jornada (por algo la apodaron La Guardiana), se quedará deambulando en el jardín según su costumbre, haciendo sonar su bastón en los senderos de piedra, recargándose de cuando en cuando en algún árbol.
Con la llave magnética que lleva en el pecho asegurará las puertas de latón que separan la sala de control del jardín. Las siluetas dormirán frente al mar, recostadas de lado, la boca entreabierta, las manos bajo el mentón o sobre el regazo, una bonita ilusión que se le ocurrió al realizar alguna de las actualizaciones del sistema, una imagen que día a día le permite detener los motores sin sentir que las desenchufa, que las borra, que el mundo una vez más se queda sin ellas. Así, simplemente, será como si les apagara la luz para que duerman después de contarles un cuento. ¡Ay, si la vida le diera para terminar el programa que las hará soñar! Pero tanto Marisela como las Argüenderas ya están muy viejas, y aún queda mucho por detallar. Otras más tendrán que terminarlo y arriesgarse a ponerlo en marcha. Durante el día ellas serán próceres, siluetas, recuerdos, dirán que están muertas, pero las noches serán suyas. Construirán lo que les quitaron. Soñarán en el jardín con su futuro.
Marisela las mirará dormir. Y luego presionará el botón. Las siluetas se empequeñecerán hasta convertirse en minúsculos puntos de luz que se confundirán con las estrellas que penden sobre el mar. Después de un rato todo quedará oscuro sin ellas.
—Descansen, niñas mías —murmurará La Guardiana—. Descansar.