LL acaba de levantar y de comer directamente del piso un pedazo de gelatina de aproximadamente cinco gramos. No es algo a lo que pretende darle demasiada importancia y, mientras pasa la lengua por sus encías para limpiarse las rugosas migas que viajaron de polizonas a su boca de refrescado sabor a fresa, reflexiona que, en realidad, a lo largo de su vida ha hecho cosas mucho más indignas que esta, incluso por dinero, motivo el cual aquí no hay nada de lo que escandalizarse.
LL raspa con su cuchara el fondo del envase de la gelatina premium mexicana y mira hacia la pantalla del televisor del living común de la suite, en donde se proyecta un capítulo de Keeping Up with the Kardashians en volumen bajo. En la pantalla, las decrépitas hermanas debaten de forma acalorada sobre la importancia de la depilación masculina. LL hace un puchero con la boca mientras intenta localizar una oscura referencia, a la postre suspira, y echa una mirada rápida en dirección al balcón en donde su marido, JL, habla por teléfono y ríe con despreocupación mientras toma lo que LL, en cálculo fugaz, estima debe ser el cuarto whisky de la velada.
Tras la puerta que conduce a una de las habitaciones se escuchan las risas inquietas de sus hijos, y LL supone que su cría estará otra vez haciendo acrobacias en las camas, deporte favorito de la muy inquieta troupe. LL considera mandar a la niñera los ponga a dormir de una vez por todas, pero pronto recapacita ante el hecho de que, más que cruel, hacerlos dormir a las siete de la tarde siempre ha sido en su experiencia contraproducente, porque los borregos, pérfidos y represalias, terminan entonces por despertarse antes de las seis de la mañana.
LL detiene la vista en los restos de la cena. Ensalada con queso vegano para su marido, hamburguesas de pavo para las criaturas, cuatro huevos revueltos cocinados en aceite de coco para ella. Antes de su llegada al exclusivo resort de Baja California, la asistente de su marido se encargó de proveer al staff con una lista detallada de sus gustos y preferencias y, en lo que va de estadía, los empleados han dado incontables pruebas de estar excelentemente predispuestos a cumplir con la labor exigente de adelantarse a las necesidades de la familia. Sin ir más lejos la niñera, una chica regordeta de generosas curvas y unos diecisiete años de edad, los recibió en el momento del checkincargando una bolsa de juguetes y no se ha separado de los niños desde entonces, instalada en un pequeño gato en el ala infantil de la suite, dando constantes pruebas de saber manejar con destreza a las tres criaturitas hiperactivas y medianamente malcriadas.
De hecho, si no fuera por las circunstancias climáticas adversas, LL estaría encantada con el lugar. La pequeña bahía que abraza al resort es aún más acogedora que en las fotos que aparecen en Internet, la playa es ancha y está regada de enormes caracoles, el complejo está equipado con gran criterio y está decorado con excelente gusto. Las alas que lo componen, además, provistas de gimnasios y piletas semi-privadas, garantizan el cultivo del bajo perfil y la comodidad de los huéspedes. Si bien todavía ha sido imposible encontrar el momento de darle uso, LL aprecia el detalle del hidromasaje instalado en el balcón anexo a su habitación, y cada tarde observa con satisfacción cómo los frascos de crema y demás implementos de perfumería, todos de exquisitas marcas, son repuestos con generosidad.
Semi acostada en uno de los blancos sillones del living, LL flirtea a larga distancia con el ejemplar de People Magazine tirado en el piso a pocos metros, y resopla con impaciencia al escuchar las risas provenientes del cuarto de sus pequeños hijos. Vuelve a mirar con reproche en dirección al balcón, enmarcado por las ventanas de doble hoja e impecables cortinas semitransparentes. Detrás de su marido, que juega distraído con el vaso cargado de whisky sobre una reposera de acolchados almohadones, siete palmeras se mecen suavemente con la brisa del Pacífico.
LL se pasa la mano por el pecho, acaricia probablemente la fina cadena de oro que le rodea el cuello, y baja hasta detenerse en su abdomen, al que encuentra exorbitantemente abultado tras la ingesta de gelatina en la que acaba de perpetrar. LL sabe que ha recaído nuevamente en el picoteo emocional, y se siente decepcionada con su debilidad.
Pero lo cierto es que su talante gastronómico es sólo una de las varias cosas con las cuales LL se siente decepcionada esta noche. Lo cierto es que por alguna causa, anclada posiblemente en la falta de otra cosa en qué pensar, o hacer, LL ha depositado inusitadas expectativas en esta corta vacación. Hace dos meses, para empezar, LL ha hecho una dieta detox de dos semanas, se ha atragantado con dudosos brebajes de colores variados antes de decidirse a empezar con la dieta no menos radical, pero posiblemente menos exigente, que constituye su dieta actual.
LL ha pasado, de hecho, tardes enteras boca arriba en la cama, visualizando el encogimiento de sus caderas y básicamente sintiéndose morir de hambre. Ha comprado bronceador y trajes de baño nuevos para los niños, ha pasado horas en Google Street View tratando de determinar cuáles eran los mejores bares y cuáles las mejores excursiones en la bahía. Le ha pedido a sus contactos que le recomendaran las tiendas más exclusivas y hasta ha llegado a meter prendas delicadas de lencería en el fondo de su valija, junto con aceites frutales para masajes y dos velas aromatizantes de aguacate y menta. LL ha, sobre todo, imaginado muchas escenas felices en compañía de su marido, brazos entrelazados y mirada perdida en el mar, una brisa suave como la que ahora hay en el balcón jugando con el pelo de ambos, los pies marinados en arena fina y clara.
L.L. escucha a su marido emitir una carcajada y el ruido que delata que ha encendido uno de sus malolientes cigarrillos. L.L. se siente indecisa respecto de si dejarse llevar del todo por la indignación o el aburrimiento, y por unos minutos se distrae observando a las hermanas Kardashian elegir un atuendo apropiado para el evento de caridad que están organizando en Los Ángeles. L.L. observa atenta la discusión y en su mente adopta posiciones inflexibles, para las cuales formula argumentos implacables. El vestido negro y el vestido rojo —no le cabe la menor duda, no hay otra alternativa.
En ese momento la puerta de la habitación de sus hijos se abre e irrumpe en el living Alba, su primogénita de cinco años. Alba lleva el pelo atado en dos trenzas cosidas al costado de la cabeza, un vestido turquesa de alguna de las princesas Disney y una corona amarilla de cartulina con gordas calcomanías de joyas rutilantes en la cabeza. L.L. sonríe a la niña, satisfecha con las hacendosas labores de su niñera. Dirige brevemente la vista al cuarto en donde, efectivamente, sus otros dos hijos saltan en la cama entretenidos con un juego reglado que dirige la adolescente que los tiene a cargo. La niñera, linterna en mano, también parece concentrada, y emite señales de luz intermitentes para que cada uno de los aviones-niño aterrice a salvo en el colchón de una de las camas, rodeada de almohadones y convertida en pista de aterrizaje.
Alba se acurruca en los brazos de su madre, que se mantiene tiesa, sin decidirse del todo a hacerle lugar, pero que le acaricia el pelo anaranjado y los hombros desnudos en un gesto de calculada ambigüedad. Alba mira los platos sucios sobre la mesa y pregunta a su madre por el postre. La muñeca reclama pastel de chocolate, y L.L. le recuerda que de ninguna manera, que incluso en vacaciones eso es algo que queda para el fin de semana, y le concede en cambio el deseo de tomar un pequeño bombón de la dorada caja de chocolates belgas que descansa en una de las mesadas de mármol color salmón de la cocina.
L.L. observa a su hija desplazarse con la torpeza que precede al sueño hacia la caja de bombones cuando la niñera, atenta y solícita, se presenta en el marco de la puerta y se ofrece a supervisar la tarea. L.L. sonríe y dice que muy bien, que de todos modos pronto será la hora de dormir, y vuelve a dirigir la vista al ejemplar de People Magazine tirado en el suelo. La vista de L.L. descansa en el ejemplar de People Magazine el segundo extra necesario para ser captado en el radar de la joven niñera que, dócil y diligente, responde.
Es así como en el momento en que la nana, hacendosa y servicial, se apresura a agacharse a juntar la revista del suelo, su diminuta zapatilla de goma trastabilla, resbala en un pequeño charco de brillante color bermellón, y cae de bruces en la pulida superficie del suelo, llevándose consigo a una lámpara que —rápidamente comprueba L.L.— de milagro no se rompe.
L.L. y la niñera, así como también la niña, permanecen, paralizadas, mirándose fijo varios segundos en silencio. En su habitación los dos niños pequeños han dejado de saltar, seguramente conmovidos por el ruido de la lámpara al caer.
J.L. aparece de pronto en el marco de la ventana: quizás demasiado pronto, el tipo de persona que —diría L.L.— se maneja tan bien en las crisis y las emergencias y que uno no puede evitar sospechar que en el fondo es posible las estén esperando, inclusive deseando, para lucirse y llevarse consigo toda la gloria del momento.
En efecto, antes de que L.L. y la niñera terminen de reaccionar, J.L. ha tomado a la regordeta nana adolescente en brazos y con actitud caballeresca la ha posado suavemente en un sillón. Tras una breve evaluación de los daños, J.L. ha entregado un vaso vacío a la pequeña Alba, a quien ha ordenado lo llene de hielo mediante el dispositivo electrónico de la heladera, y ha desaparecido del living hacia la habitación principal en busca de alguna cosa.
Durante ese tiempo, L.L. y la niñera no han emitido ninguna palabra, y no han dejado de mirarse fijo. Aprovechando que su marido se encuentra en la habitación, ahora sí, L.L. se levanta de su sillón y se acerca sigilosa, como una leona al acecho, hacia la niñera, que sonríe y pestañea con nerviosismo. L.L. se detiene en el medio del salón, también sonríe, y con calma indiferencia le pregunta a la niñera si se encuentra bien. Tras inspeccionarlo con brevedad, L.L. mueve con discreción su pie derecho, enfundado en una pantufla blanca de plumas y taco bajo, y limpia, con disimulo, el charco rojo de gelatina que segundos antes pisara la desafortunada empleada.
Cuando su marido vuelve a aparecer en la puerta, lo hace con una pequeña toalla de mano y una venda vieja y amarronada, que L.L. reconoce como huésped habitual del bolso con indumentaria deportiva que indefectiblemente viaja con su marido a todas partes.
J.L. reclama los hielos, que Alba le alcanza con una sonrisa parsimoniosa a la espera de la caricia distraída que su padre no se olvida de proporcionar.
L.L. dirige la vista hacia su marido y se fuerza a hacer una versión desmejorada y bastante distorsionada de lo que otrora fuera su sonrisa registrada, toma a su pequeña hija de la mano, y deja a J.L. a cargo de los procedimientos de salvataje, convencida de que lo último que le hacen falta son espectadores y que, de todos modos, lo que se necesita urgente, en realidad, en ese momento, es a alguien que ponga de una buena vez a esos niños a dormir.