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Quien haya conocido a Sergio Pitol, pongamos por caso, en una feria del libro en cualquier parte del mundo, quien lo haya visto en algún encuentro de escritores, quien —metiéndonos en la máquina del tiempo— lo haya tratado como diplomático, sin profundizar demasiado en intenciones o en recovecos de su modo de ser, siempre dirá que Pitol es un hombre elegante, sobrio, atento, caballeroso, fina, finísimamente bien comportado. Dirá, en fin, que es un hombre centrado.
Y no se equivocará. Estará diciendo una verdad objetiva, sin pliegues. Sin pliegues porque no habrá detallado los pliegues: dicen los astrólogos que mientras el signo determinado por la fecha de nacimiento establece el modo de ser, la hora y el lugar de nacimiento son la causa del signo ascendente, signo que revela la forma como se presenta ante el mundo la persona. El primero es la cara y el segundo es la máscara. Y “la máscara es el espejo del alma”. Esto lo digo porque Sergio Pitol, cuyo ascendente lo señala como el más centrado, en realidad tiene una profunda, una irrenunciable pasión por lo que esta fuera del centro, es decir, por lo excéntrico.
Oigamos lo que le dijo Pitol a su gran amigo Carlos Monsiváis en fecha reciente: “En mis libros abundan los excéntricos, quizás en demasía, pero es natural. Recuerda, Carlos, nuestra adolescencia y verás que nos movimos entre ellos. Nuestro amigo Luis Prieto, el rey de los excéntricos, nos condujo a ese mundo. Hablábamos un lenguaje que poca gente entendía. Y en mis largos años en Europa, sobre todo en Polonia y la Unión Soviética, mi mundo era ése. Las dictaduras, la opresión, los producían; ser raro era un camino a la libertad. La Inglaterra e Irlanda victorianas produjeron un ejército de ellos; quizás por eso tienen una literatura espléndida, Sterne, Swift, Wilde y sus sucesores. Cuando viví en Barcelona, a final de los sesenta y los setenta, me movía en círculos literarios que rozaban la excentricidad, el juego, ahora cuando los veo son otros, normales, almidonados, convencionales”.
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La excentricidad de Pitol no es estridente. Él conserva las formas caballerescas y atildadas de su ascendente astrológico, de su profesión de diplomático, de niño bien criado por la abuela. Y bajo esa caparazón hace su juego, que va en varias direcciones: como ensayista, como autor de ficción, como traductor.
Como ensayista, por ejemplo, lo que ha hecho Pitol es reinventar el género.
Él mismo ha dicho que “es raro que un ensayista al escribir un texto incorpore elementos narrativos, con tramas y personajes novelescos. Puede haberlos, pero yo no recuerdo más que a Magris y Sebald. Como mis ensayos eran bastante aburridos y tristones, comencé a interpolar una que otra pequeña trama, un sueño, unos juegos y varios personajes”. Por ejemplo, en El mago de Viena figura la síntesis de una desopilante novela titulada igual, El mago de Viena, en donde figuran unas mujeres que “habían sido monjas, y en esa condición habían cometido sacrilegios inmencionables, perversidades sin cuenta, como llegar a estrangular a la portera del convento, al jardinero o hasta a la madre superiora para luego, durante largos años, andar perdidas por el mundo hasta ser encontradas, reconocidas y colocadas en posesión de la cuantiosa fortuna depositada en una institución bancaria por sus difuntos padres”. Y, más adelante, en el mismo libro, insinúa un relato que “confundirá a la gente de orden, a la de razón, a los burócratas, a los políticos, sus aduladores y sus guardaespaldas, a los trepadores, a los nacionalistas y cosmopolitas por decreto, a los pedantes y a los necios, a las cultas damas, a los lanzallamas, a los petimetres, a los sepulcros blanqueados y a los papanatas”.
El resultado final es algo que no es compilación de ensayos, ni libro fragmentario —aunque de ambos tiene—, sino una mezcla alquímica de crónica de viajes, juego de palabras, aproximación a este texto o a aquel artista, diario, memoria personal, autobiografía, trascripción de citas, en fin, un tutti frutti de sabor nuevo, de nueva textura, una verdadera delicia, como son El mago de Viena, que he venido citando y El viaje, ese diario que nos lleva por el pasado, por Praga y por Rusia.
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En cuanto a su narrativa, el propio Pitol la divide en tres etapas. “Mis primeros relatos —dice en El mago de Viena— me parecen ahora como un intento de expulsar de mí la infancia. Me resulta extraño; siempre creí que esas narraciones eran un homenaje a mi niñez, a la vida rural, a mis enfermedades iniciales, a mi neurastenia precoz y resulta que tal vez nunca hubo nada de eso. En el fondo, enmascarado, intentaba liberarme de toda ligadura. Quería ser sólo yo mismo”. Y añade: “en esa primera etapa, mi escritura tendía a la severidad. Los personajes de esas historias muestran permanentemente un rictus trágico. Era un mundo carente de luz, a pesar de estar enclavado en el trópico mexicano, muy cerca del mar”.
Veamos lo que dice del siguiente período: “mi siguiente etapa, la segunda, fui vitalmente contundente. Recién ingresado a la universidad en la Ciudad de México comencé a viajar. Fue la manera de contradecir el encierro infantil en habitaciones impregnadas de un dulzón olor a pócimas y yerbas medicinales. Estuve en Nueva York y New Orleans, en Cuba y Venezuela. En 1961 decidí pasar unos meses en Europa y me demoré cerca de 30 años en volver a casa. (…) Me movía por el mundo con una libertad absolutamente prodigiosa, no leía sino por razones hedonistas; había eliminado de mi entorno cualquier obligación que me pareciera engorrosa”.
Oigamos el testimonio del propio Pitol sobre la tercera etapa: “el siguiente movimiento, el tercer aire de mi narrativa, está marcado por la parodia, la caricatura, el relajo y por una repentina y jubilosa ferocidad. El corpus del período lo componen tres novelas: El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991). Ahora, a la distancia, no me asombra la irrupción de esa vena jocosa y disparatada de mi escritura. Más bien, me debería sorprender lo tardío de su aparición, sobre todo porque si algo abunda en mi lista de autores preferidos son los creadores de una literatura paródica, excéntrica, desacralizadora, donde el humor desempeña un papel decisivo, mejor todavía si el humor es delirante: Gogol, Sterne, Nabokov, Gombrowicz, Beckett, Bulgákov, Goldoni, Borges (cuando es él, pero sobre todo cuando se transforma en Bustos Domeq), Carlo Emilio Gadda, Landolfi, Torri, Monterroso, Firbank, Monsiváis, César Aira, Kafka, Flan O’Brian…”.
Pocos párrafos más adelante, Pitol alude a la impresión que le causó la lectura de La cultura popular a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento de Mijaíl Bajtin. Y, sobre esta base, recientemente, Rodolfo Mendoza anota lo siguiente: “Bajtin decía que su coterráneo Alexander Herzen observaba que la risa tenía algo de revolucionario, que ‘Nadie se ríe en la iglesia, en el palacio, en la guerra, ante el jefe de la oficina […] los sirvientes no se atreven a reír ante el amo. Sólo los de igual condición se ríen entre sí’. Si recordamos cualquier novela del Tríptico del carnaval o algunos cuentos pitolianos, podemos ver esa libertad –a partir de la parodia, la sátira, la risa revolucionaria que muestra el Pitol narrador. Esa libertad que no sólo se exhibe en los temas y los personajes, sino, sobre todo, en la prosa misma. La prosa de este autor es de una libertad “avasalladora”. La libertad rompe todos los órdenes: el narrativo, el espacial, el del lenguaje. La característica de esta obra narrativa es, precisamente, ese gran elogio a la libertad, esa ambición del escritor por lograr algo que sabe sólo se puede alcanzar en la literatura”.
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Hasta aquí tenemos un ensayista atípico, un narrador que no transita por la calle principal ni por las tradiciones conocidas sino que busca nuevas paternidades, nuevas filiaciones, que explora en contravía del engolamiento y de la seriedad y busca lo cómico como caricatura de la realidad, que explora la realidad en cuanto desasimiento del lugar común, en contra del camino recorrido.
Descentrada, excéntrica, arriesgada, esa ruta que Pitol asume desde un principio, le vale convertirse en referente: casi cincuenta años después de emprender su propio camino, de irlo construyendo a medida que lo recorre, medio siglo después de asumirse como distinto, Pitol ha merecido los dos principales reconocimientos que se le dan a un escritor en nuestra lengua: Premio de la Feria del libro de Guadalajara, llamado también premio Juan Rulfo, en 1999 y Premio Cervantes en 2005.
Ese apego por lo distinto, y aquí, después de tres páginas, llego por fin a la materia que hoy nos convoca, se nota en los materiales que Sergio Pitol ha traducido al español.
Lo primero que debo decir de las traducciones de Pitol, es que no se trata de un traductor que escribe sino de un escritor que traduce.
Lo principal que nos regala Pitol en sus versiones es el castellano impecable, transparente, fluido e hilvanado de un excelentísimo escritor. Eso es lo primero y lo más importante, si bien también cabe considerar como lo más importante la marginalidad de los textos y de las literaturas que Pitol ha traído a nuestro idioma.
Con su particularísimo humor, que es capaz de dirigir contra sí mismo, Carlos Monsiváis se refiere a la ocasión cuando presumió delante de Sergio Pitol que tenía una biblioteca en tres idiomas. Cuenta Monsiváis que “en ese momento (Pitol) me miró con tal misericordia y supe entonces lo que era la compasión, pues él habla, escribe y traduce en siete idiomas. Su biblioteca es de siete idiomas”.
Sergio Pitol ha dicho que “desde que me fui a Europa, en los años 60, me puse a traducir porque no tenía otro trabajo. He traducido más de 30 libros, o cerca de 40. Y tuve la suerte de que podía llamar a los editores de México, Argentina o España y les proponía libros que me gustaban y que estaba yo leyendo. Solamente dos o tres me los impusieron para traducir”.
Imposible hacer la lista de todos los libros traducidos por Pitol. Del inglés, por ejemplo, trajo a nuestra lengua Emma de Jane Austen, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, El volcán, el mezcal, los comisarios de Malcom Lowry, para no hablar de La vuelta de tuerca de Henry James, y de textos de Robert Graves, de Nabokov y de Ackerley. Del italiano tradujo a Elio Vittorini, a Luigi Malerba, a Giuseppe Berto y a Giorgio Bassani. Del ruso una novela de Chejov que se adelanta a uno de los trucos más geniales de la novela policial, pues en la de Chejov, el narrador es el asesino. Del húngaro a Tibor Dery, del chino a Lu Hsun.
Párrafo aparte merece lo que ha hecho Sergio Pitol por acercar la literatura polaca al lector en español desde la inolvidable Antología del cuento polaco, aparecida en 1969 bajo el sello de Era, hasta los libros individuales de Kazimierz Brandys, Witold Gombrowicz (Diario argentino, Cosmos) y Jerzy Andrzejewski de quien hizo en español el simpar Las puertas del paraíso.
Hay en Sergio Pitol una relación íntima entre el trabajo de traductor y la labor de su escritura personal. Él mismo cuenta que “cuando leí, traduje y corregí El buen soldado, una novela extraordinaria de Ford Madox Ford, me entró una fuerza y una gana de escribir novela. Cada vez que quiero trabajar una novela leo muchas cosas, pero siempre dos libros clásicos: Doctor Faustus, de Thomas Mann, y El buen soldado. Todo eso me ha ayudado”.
Desde hace años hacía falta la iniciativa académica y el apoyo institucional para reunir en una colección las obras traducidas por Sergio Pitol. Y eso es lo que ha hecho la universidad de su estado origen, la Universidad Veracruzana, con esta colección que ya se acerca a sus primero títulos, Pitol traductor. Una colección cuidada en su diseño, en su tipografía, en sus espléndidas carátulas con fotografías en blanco y negro. Esa colección es la que nos reúne hoy y yo, en representación del los lectores viciosos, en representación de los amigos de Sergio Pitol, estoy aquí para agradecerle a él, a la Universidad Veracruzana, a su editorial, a Rodolfo Mendoza, el regalo que nos han hecho con esta colección que ya lleva cerca de quince títulos. Enhorabuena.
Medellín, 29 julio 2009
Para la Feria del libro de Bogotá, agosto, 2009