8 de julio: En la noche ceno en casa de P. Me había llamado para invitarme con mucha anticipación. P. es viudo desde hace unos tres años: el tiempo que según los chinos debe durar el duelo. A su mujer de un día para otro la paralizó una embolia. Una semana después moría, sin que jamás a P. le hubiera pasado por la cabeza que alguien, dieciocho años más joven que él, pudiera precederlo en ese tránsito. Hasta que el mecanismo de la enfermedad no se puso en marcha jamás se había paseado por la eventualidad de que ella pudiera morir antes. P. se adapta con dificultad a la nostalgia nunca apaciguada de la intimidad en que había vivido con la difunta, pero mucho mejor y más humildemente de lo que todos los de su entorno, dado su carácter muy sensible y poco práctico, hubiéramos podido imaginar.
Después de la desgracia, agravada por la miserable circunstancia de que con sólo meses de diferencia, su primera esposa, una mujer frágil y desquiciada de la que se había separado varias décadas atrás, pero que en más de un aspecto continuaba dependiendo de él, se había quitado la vida ingiriendo grandes dosis de barbitúricos, se hacían apuestas sobre cuánto aguantaría. Los que aventuraban su desplome, se sintieron defraudados, como si el no haberse venido abajo se debiera a una ominosa falta de integridad moral. En cambio, sus amigos más cercanos nos sentimos felizmente sorprendidos de la sobria actitud con que había enfrentado ambas calamidades. Más aún cuando vimos el celo con que se impuso acatar cada uno de los requerimientos que su primera esposa había dejado consignados en su carta testamento. Que le pusiesen sus mejores prendas y la adornasen con sus joyas, que una orquestita de cuerdas le tocase tales y cuáles piezas musicales, que le llevasen tales y cuáles flores (nada de crisantemos), que durante sus exequias se leyese la oración fúnebre que había dejado redactada y firmada, con la misma pasión de su juventud, Dido la Abandonada, o la suerte eterna de la mujer enamorada, que terminadas las formalidades funerarias se celebrase una cena de despedida con sus más fieles y viejos amigos (cuyo listado con algunos pentimentos de última hora se encontraba, lo mismo que el menú, anexado a la carta testamento), que cada uno de ellos la honrase con algunas palabras de salutación y despedida. Pese al empeño que puso en encontrarlas y reunirlas, P. no pudo arrastrar a más de diez o doce personas. De las veinte que figuraban en el elenco, tres habían muerto, unas se habían ido del país, de algunas no había quien supiera dar noticias y otras se habían apresurado a preparar su coartada para excusarse. Sin duda se trataba de personas que habían pertenecido a su círculo de amistades, pero no en el momento de su muerte, sino en la época en que ella y P. aún estaban casados.
Con frecuencia se lo ve irritado, molesto, como si la vida le hubiese jugado sucio, y sin embargo entero: esto es, sin dejarse abatir. En los últimos tiempos ha desarrollado una admirable disposición al orden, se las arregla bastante bien en su vida doméstica y cumple sus horarios de trabajo incluso con más rigor que antes. Su deseo de reintegrarse a la vida lo impulsa a renovar los afectos, llama a sus amigos y no espera a que ellos lo llamen. Busca compañía cuando la necesita, pero nunca ruega ni suplica. Ha aprendido si no a cocinar a prepararse una comida caliente, lo que le proporciona placer y no poco orgullo, sobre todo si se piensa que su mujer lo vestía y desvestía, lo calzaba y descalzaba, además de alimentarlo, hacerle de secretaria y, llegado el caso, de enfermera.Tenía una cierta tendencia a la hipocondría a pesar de que poseía una constitución de hierro.
Al llegar lo encontré adobando dos inmensos bistés. Ya estaba primorosamente preparada la ensalada de berros y aguacates, espolvoreada con nueces y almendras tostadas, en un recipiente verde en forma de hoja de repollo, a un lado del puré, que sólo necesitaba ser calentado, y de una bandejita con tomates, perejil y rebanadas de queso fresco. La cocina resonaba con los esplendorosos acordes en mi bemol del final de La flauta mágica. El ambiente que se respiraba era de sábado por la noche. P. vive en la planta baja del mismo viejo caserón desde hace algo más de cuarenta y cinco años. Pronto el medio siglo, dice reminiscente. El techo es alto, con vigas al descubierto, la cocina grande en comparación con las habitaciones, como suele suceder en las casas remendadas a pedazos para sacarle más de una vivienda. De ahí que gran parte de sus días transcurran en la cocina que abre al patio, o en el mismo patio, donde ha instalado, debajo de un artesanal cobertizo de planchas sobrepuestas, muebles de jardín bonitos y cómodos. A pesar de que la noche es diáfana, no cenamos afuera como en otras ocasiones sino en la cocina, a la izquierda de la sala, que originalmente hacía las veces de porche, y donde sólo hay dos butacas, una frente a otra, un viejo piano, y ningún otro objeto superfluo, aparte de su título de ingeniero químico, profesión que jamás ha ejercido, en un elaborado marco de plata.
P. acaba de salir de una gripe y teme una recaída. No hay nada peor que los bronquios engrumecidos, me dice mientras quita de la mesa una anticuada máquina de escribir que no usa, pues sólo consigue concentrarse con su Parker 51, para poner un delicado mantel de batista con mariposas heráldicas bordadas a mano. Su padre había gozado de buena posición antes de la quiebra del almacén de juguetes, fuente de prosperidad de la familia, aun así guarda residuos de su antigua riqueza, como el piano, la vajilla, la mantelería, los cuadros que ha ido vendiendo (el último, un pequeño paisaje marino de Boggio de 1909) y la bendición de una renta con la que ha logrado sobrevivir hasta hoy, la que le permite cubrir los gastos del hogar de ancianos en que se encuentra recluida su vieja niñera.
A la hora de los postres, frutas, yogur, helado, galletas de almendras, nuestra charla se vio interrumpida por unos extraños y quejumbrosos gruñidos que parecían provenir de un animal enfermo. Qué es eso, pregunté. Nada, problemas arriba, dijo alzando receloso la vista hacia mí. Los gruñidos se fueron apagando. P. dobló la servilleta, la alisó con cuidado. Continuamos conversando. Unos minutos después los gruñidos pasaron a convertirse en una sola nota fea adherida a una garganta, humana, no de un animal, eso estaba claro. Sonó un portazo. Hubo un silencio. P. tamborileó los dedos furiosamente, se levantó, empezó a recoger los platos. Tenía la cara tensa, los ojos vidrioso, ausentes, le temblaban los omoplatos, la boca se le había puesto blanca. Los sucesivos quejidos, como de alguien que había logrado con todo el poder de sus pulmones liberar por fin el estallido, culminaron en la modulación de un lamento, largo, larguísimo. Entró por el ventanal, le dio la vuelta a la cocina, subiendo, bajando, girando sobre sí mismo, presionando el aire.
Eludiendo mi mirada aterrorizada por la ofensiva del grito, P. insistió en servirme un poco más de helado. Me rehúso, meneo la cabeza. Me da una palmada en el hombro, se lleva un dedo a los labios. ¿A quién quiere callar con ese gesto? ¿A quién, puesto que yo callo y no se me ocurre decir ni una palabra? Me acuerdo de la inquilina de arriba, una cierta dama rusa, polaca, lituana, todas esas cosas juntas. Lleva más de treinta años viviendo ahí. Sé que está medio chiflada, que una sobrina desalmada, quien no pierde la esperanza de que algún día pueda encontrarla muerta en la cama, la visita de mes en mes para sacarla a pasear en una silla de ruedas.
Recuerdo la soleada mañana en que acompañé a P. a la azotea a tender la ropa que habíamos subido en un canasto. Gracias a las ventanas abiertas de par en par, gracias a la oportuna presteza con que la brisa echaba al vuelo las cortinas y a que P. estuviera de espaldas, mis ojos penetraron sin prisa ni distracciones hasta las entrañas mismas del apartamento. Recuerdo el papel tapiz con ribetes dorados, la alfombra lanuda, las sillas de respaldos tallados, cuadros mitológicos grandes y pesados, estanterías encristaladas con medallas, pavos reales, pastorcitos y bomboneras revestidas de minúsculos espejos. En una mesita esquinera, debajo de una lámpara con soporte de yeso en forma de lira, se veía un plato sucio con una naranja pelada y un durazno mordido. Desplazándome hacia la segunda ventana, pude distinguir la cama de bronce donde, varada de costado sobre dos almohadones y con una mano debajo de la mejilla, dormía o parecía dormir, con los ojos pasmados y entreabiertos, como los tienen a veces los muertos, una mujer con un camisón transparente enrollado en la cintura. Vi con horror el cráneo desnudo con una coronilla de mechones rojos, vi sus senos flácidos, las piernas muy separadas, los muslos venosos y entre ellos un bulto oscuro con una aureola de vellos cenicientos rodeando lo que debía ser su labiado, olvidado y desamparado sexo. La ropa estaba tirada en el suelo, de la silla colgaban unas medias de seda, la atmósfera se percibía acre, densa, sofocante. La última cosa que vi, antes de que P. se volviera para decirme que había terminado, fue a un gato, un gato grande, atigrado, aposentándose en la cama enroscado a su cola.
P. cogió un cuchillo por el mango tallado en hueso, como si empuñase un arma, enseguida lo dejó caer. Entonces, cogió la copa de vino haciéndola girar entre los dedos. Era una bella copa de cristal esculpido de un raro color turquesa. Absorto en los relieves del cristal, frunció los labios y apretando las mandíbulas estiró el cuello. De perfil, su pecho se hundía con un jadeo forzado encima de la incipiente barriga de cuya aparición se había venido quejando en los últimos meses. En el momento en que los aullidos, pues era en eso en lo que se habían convertido, llegaban a su registro más alto, P. arrojó la copa contra el gabinete. Cierro los ojos esperando verla saltar en añicos, pero sólo se ha roto en tres hermosos y refulgentes pedazos. P., un hombre dulce, mesurado, circunspecto, gracias al contacto del cual uno salía más sereno, había perdido todo control sobre sí mismo.
Sale corriendo. Le da la vuelta al patio. Un cuarto de luna lo alumbra. Se sujeta la cabeza, se golpea la frente con la mano abierta. Extiende los brazos rígidos, implorantes. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué quieres, Wanda, matarme, espantar a mis invitados? ¿Quieres que salgan huyendo? Nunca lo había visto así. Estaba aterrada. No sabía qué hacer. No sabía qué pensar.
Los gritos desfallecen. Se esfumaron, como el ruido de un tren que coge una curva y después se pierde. P. entró de nuevo. Me mira. No es nada, dice señalándome la silla de la que me había levantado. Siéntate. Nos sentamos. Tan mudos nos quedamos, mirando nuestras imágenes reflejadas en ventanal, que no precisábamos aguzar los oídos para sentir los latidos aún inmitigados de nuestros corazones. Como venido de otro mundo, difundiéndose en el silencio se escuchaba el crujido sutil de los muebles, el silbar chirriante de los sapitos en la quietud aturdidora de la noche.
Columbro algo que desciende serpenteando entre un costado de la pared y los muñones de un arbolito, seco, raleado. Por fin logro comprender que se trata de un canasto atado a un cordel. Sin apartar la vista del canasto P. se levanta con un suspiro de resignación, atraviesa parsimoniosamente el vestíbulo que desemboca en la sala. Parece que sus rodillas bailaran. Se agacha, registra los bajos de un armario, la rigidez y el esfuerzo por mantenerse sereno entorpecen sus movimientos. Una pila de periódicos y cartones se viene abajo. Tintinean botellas y frascos. Del fondo libre de estorbos saca a la superficie una botellita de licor de menta. Corre de dos zancadas a colocarla en la cesta, la avienta hacia arriba de un manotazo. La cesta se mece, es izada. Desaparece.
No se amotina a menudo, carraspeó P. Tuvo que toser y carraspear de nuevo para que la voz le saliese. Pero cuando lo hace es insufrible… Se ha convertido en una vieja decrépita, rodeada de suciedad y basura, y pensar que hasta hace pocos años era una beldad que entraba y salía en un flamante descapotable color lila, maquillada, perfumada, deslumbrante, llena de quimeras y desmesuras, apostándole al sexo, a los amoríos, a los negocios, insaciable en esos tres rubros hasta perder la cabeza. Se inclinó hacia delante con aire confidencial. ¿Sabes lo que pretende? Pretende que es mi pájaro cantor, un pájaro que canta canciones de cuna para ablandarme el corazón. Sólo el licor, cualquier licor la aplaca.
Poco a poco la velada vuelve a ser tan amena y afable como al principio. P. enciende un tabaco, bromea entre sarcástico y risueño. Mantiene vivo mi interés contándome de la época en que, muy joven, a raíz de ciertos enfrentamientos con su tiránico padre, cosa que tal como la juzgaba ahora sin ansiedad ni rebeldía, su pobre padre no era, movido por la ilusión de estar en medio de la realidad de un modo más certero, además de ver adornada su hoja de vida con una ocupación pintoresca, había renunciado a las comodidades de la casa paterna para trabajar en una caballeriza. En la noche, sin aún haber digerido el rancho, con la ropa y las botas puestas, caía rendido en la litera de la barraca. Por años conservó la tirantez de los músculos que ya no precisaban de ese gasto de fuerzas, pues, ya concluido su período de iniciación, había vuelto con más tedio que gloria a acogerse a la protección familiar y a las aulas de clase. Por años le había sido imposible sofocar el tufillo a establo que manaba de cada poro de su cuerpo. ¿Bueno, y a propósito de qué te contaba eso? ¡Ah, sí, precisamente, ya me acuerdo! Corría la voz de que Jacinto, uno de los jockeys, era médium. Como sus compañeros no desperdiciaban oportunidad de hostigarlo con pullas y burlas, una noche resolvió reunirlos en el cuarto de las sillas de montar y hacerles una demostración. Después de algunas sacudidas y balbuceos incoherentes, empezó a respirar con mucha dificultad. De tanto en tanto boqueaba, se paseaba la mano por la frente, se la llevaba al pecho como si lo oprimiera un fuerte dolor. Tenía las pupilas dilatadas, catalépticas, intensas, como ave de rapiña. De pronto, brincaba sobre sus piernas arqueadas y las puntas de los pies abiertos proyectadas hacia delante, de pronto se mecía como para un rezo. Ya estábamos por perder la paciencia, cuando saliendo de su hosco silencio comenzó a recitar fragmentos, pasajes enteros del Levítico sobre la prohibición de comer bestia muerta y sajada a cuchillo, pasando, con una voz estrangulada, a detallar los atroces castigos que se le aplicarían a los reos de glotonería y de actos sexuales abominables. Nada extraordinario, puesto que era muy pacato y como le horrorizaba subir de peso se alimentaba exclusivamente de verduras y frutas. Traía consigo una tiza con la que pintó atropelladamente en la pared una calavera y un objeto parecido a un caldero. Ya fuera del trance, les dijo que no era él el autor de esos trazos sino el espíritu que había venido a ocuparlo. Les aseguró que no tenía ninguna responsabilidad personal en nada de lo que hubiera dicho y hecho, pero que eso que estaba ahí pintado no podía ser otra cosa más que la quinta paila de los infiernos en la que irían a arder todos los incrédulos y los pecadores. Quedé impresionado, dijo P., traspuesto. ¡Me parece estar todavía ahí cada vez que lo recuerdo! En cuanto a los demás, comprendieron que debían andarse con cuidado y tomárselo en serio.
De todos los compañeros de la cuadra, dijo, cruzando el tobillo sobre la rodilla, había sido el único con quien había llegado a tener alguna intimidad. Era un hombre muy imaginativo, dibujaba caballitos en cualquier papel que tuviera a la mano, no le gustaba juntarse con todo tipo de gente. Como había empezado con suerte su carrera de jinete, si bien su buena fortuna no duraría mucho, estaba lleno de anécdotas de cuando viajaba a los hipódromos americanos o canadienses y se alzaba con algún triunfo. Sus dos hermanos ejercían un gran poder sobre él. Cada vez que iban a visitarlo le vaciaban los bolsillos para pagar sus deudas y continuar con sus juergas. Tiempo después, voló a Colón en el más estricto secreto para casarse con una panameña que había tratado solo un fin de semana, y de la que había recibido en los días subsiguientes fotos y cartas. Primero una foto muy pequeña, y como le rogara por otra más grande, ella se apresuró a enviársela con una efusiva dedicatoria. Hubo más fotos, más cartas, éstas, tanto como el que el momento fuera propicio para poner Canal de por medio entre él y sus hermanos, lo habían alentado a dar el paso.
Poco después de su partida, P. recibió una carta en la que le contaba que la boda había sido por todo lo alto, que su mujer era tierna, hacendosa, que eran felices a más no poder, que se instalarían en Balboa, donde lo habían contratado como maestro de equitación en una escuela militar. En la posdata le comunicaba que una sociedad de espiritistas con sede en Cartagena lo había invitado a la sesión que celebraban todos los años con lo más granado de sus miembros, que acudían de todas partes del mundo. Por un largo tiempo no supo más de él. Pero hacía unos años se había enterado, por un viejo veterinario de la cuadra, que tenía dos hijas, nietos, que vivía en Springfield, Illinois, que había formado un hermoso hogar y que gozaba de la reputación de curar a distancia. Él lo había querido como se quiere a la gente sencilla, que cuando se la conoce más de cerca resulta no ser tan sencilla. Conforme a la visión tan propia de la fase de rebeldía por la que estaba pasando, para él encarnaba una cierta enjundia vital. Enjundia que asociaba, ahora se ruborizaba por ello, a las personas poco elaboradas intelectualmente, quiero que se me entienda esta frase de la mejor manera posible, y por lo mismo libres de prejuicios mezquinos y angostos. Por supuesto, un punto de vista ingenuo, por no decir ridículo. De cualquier modo, lo admirable en él, añadió, no era tanto su simplicidad, cuanto la obstinación, el estoicismo, la sibilina paciencia que había empleado en sortear, así, como quien no quiere la cosa, los grandes y pequeños dobleces de la vida. Pese a una madre, no del todo, pero casi alcohólica, de un padre infame desaparecido en buena hora, de unos hermanos facinerosos, de una barriada miserable, de un medio adverso, de unas circunstancias abyectas, de las humillaciones que no le habían sido escatimadas, nada, lo que se dice nada, había conseguido minar su fe. ¿Su fe en qué? En sí mismo, en sus poderes, en su destino, en su suerte… Sí, su fe, su candorosa e inmellable fe en que saldría de todo eso y por añadidura, como de hecho resultó, más o menos puro y liviano de corazón. Y eso, dijo P., al voraz indagador de los enigmas caracterológicos que era yo en aquel tiempo no podía sino interesarme, digo más, seducirme.
En aquel tiempo, ¿y ahora?, sonreí. Cerró un ojo, aspirando profundamente de su tabaco. ¿Ahora? Bueno, a decir verdad, el día de hoy, lo mismo que antes. Infló los carrillos degustando el humo y lo expulsó por la boca tosiendo. Hoy es todavía siempre, dijo entre dientes. Era un verso de Samuel Beckett que acudía a sus labios frecuentemente.