Se despierta con el arañazo del gato. Animal de mierda. Su cuerpo está todo sudado, como si tuviese fiebre. Se seca con el dorso de la mano derecha, que por suerte esta mañana ya no le tiembla. Un acceso de tos lo sorprende. Algo sale de su interior. Mejor así, que se lleve todo y me queden limpios los pulmones. El reloj le clava la hora: casi las tres. Siente el cuerpo medio pesado por la resaca, pero un cafecito lo dejará listo para el día. Tiene una llamada perdida en el celular. Es Juan, más tarde lo llamo. El gato mueve la cola tímidamente, parado como un soldado al lado de su plato de comida. Gato de mierda. Se sirve café. No tiene ganas de azúcar, ha notado que le provoca temblor en la mano. El gato comienza maullar cuando la taza de café va por la mitad. Todavía le arde el arañazo, así que lo deja maullar. Y maullar. Y seguir maullando.
Va al baño para afeitarse y demora unos segundos en elegir la navaja de hoy. Tiene cinco. Cada una conmemora algo especial. Siente una punzada aguda, profunda, ardiéndole en la boca del estómago. ¿Así se sentirá? ¿así lo sentirán? Quizás deba dejar de tomar tanto café. Escoge la única navaja que tiene un mango de madera. Es la que le trae los mejores recuerdos. Ya está lista la espuma. Disfruta el roce limpio del metal y ese sonido rascante de los pelos al separarse de su barbilla. Va quedando casi listo. Siempre hace el mismo gesto cada vez que usa la del mango de madera. Quizás hoy la eligió por eso. Detiene la hoja cerca de su yugular. Conoce el punto exacto donde la separación del tejido es más eficiente. El proceso puede ser muy limpio, pero no faltan esos descuidados que terminan dejando todo el lugar encharcado. Hay miserables que acaban perdiendo trabajos por eso.
Termina de afeitarse y no ha derramado ni una sola gota de sangre. De eso se trata la precisión. Por fin va a dejarle un poco de leche al gato. Se lo dejó la chica con la que estuvo saliendo hasta hace un par de semanas. No entendía su propia paciencia al aceptarlo y no echarlo a la calle. Entra la llamada de Juan. Esta vez sí la responde.
El lugar.
La hora.
Quique sabe quiénes son.
Listo.
Desde ayer tiene elegida y preparada la herramienta, así que la tarde se le presenta como un manojo de horas vaciadas de sentido. Ha hecho lo posible por desprenderse de cualquier acto rutinario. Para él, la rutina es una señal de debilidad. Debe evitar ser predecible. Nadie debe saber cuál será la siguiente acción de su agenda. Esa idea la repugna. Pero Juan sabe lo que harán más tarde. Ese cálculo no entra en su concepción de lo rutinario. Le ha dado hambre.
El gato se acabó toda la leche. Lo ve limpiándose una patita. Quiere deshacerse de él, pero prefiere posponerlo para el día siguiente, como viene haciéndolo desde que su chica se lo dejó y lo dejó. A lo mejor ella vuelve y se lo lleva.
Sale a la ciudad y se enfrenta al golpe sonido del reggaetón. Ella va a caer. Sola va a caer. ¡Cuando sienta el boom! Siempre le da risa esa parte. A visto caer a muchas por un boom. Se las imagina como palitroques derrotados, estrellándose contra el piso. Detesta todo lo que queda salpicado, enrojecido y manchado, pero algo en ello le da risa. Tal vez la sorpresa le da risa. Nadie se espera caer al sentir un boom. Creen que la vida les va a durar para siempre.
Avanza varias cuadras y se detiene brevemente en el quiosco de los periódicos. Los titulares parecen ser casi los mismos, otra rutina que le enferma. Le dan ganas de incendiar el quiosco, nunca apareció una noticia sobre él. ¿Ya va siendo tiempo, ¿no? Tanto palitroque y no dicen nada de lo que yo hago. Parece que todos los periódicos se hubieran puesto de acuerdo. No tienen idea. Creen que todo es una sumatoria de cuerpos que caen. No pueden comprender la precisión y el equilibro que requiere cada trabajo. Otra vez siente la punzada que le atraviesa el abdomen. Se aleja del quiosco.
Llega a la pollería.
Su paladar tiembla frente al mar en que se convertido su boca. Su reacción es instintiva frente al olor del local. Disfruta el puro olor a especies, a pellejito quemado, a carne humeante. A carbón. A esa hora, la pollería está repleta de familias, de niños chillones, él es el único solitario. Se pide medio pollo. Con papas. La ensalada es un accesorio inútil en su carnívora afición. Devora todo sin piedad. No perdona ni los huesos. Dos niños se corretean por el restaurante jugando a dispararse con revólveres de plástico. Los están sujetando mal, a esos no los contratarían, capaz que si los entreno de algo sirvan más adelante. Se ríe consigo mismo.
Decide pedirse otro cuarto de pollo más. Sabe que más tarde sentirá las ansias pero no podrá pedir nada. Este cuarto de pollo sí conoce la piedad. Quedan algunos huesos. Recibe un mensaje de texto. Va a encontrarse con Quique en el bar del frente.
Los niños siguen correteándose con los revólveres inútiles. No puede evitar acercarse al que parece un poco mayor. Mira, chibolo, así se hace. Le endereza el brazo, le afina el ajuste del dedo sobre el gatillo, le acomoda las piernas. El balance corporal es muy importante. El chico no se resiste al acomodo. Si quieres hacerlo rápido, tienes que darle justo ahí entre los ojos. Pero no les fijes la mirada, porque después esos ojos te van a querer devorar. El chico ensaya un par de disparos y voltea para buscar su aprobación, pero él ya se ha ido.
En el bar, Quique le confirma la descripción de los hombres, el lugar y la hora. Le entrega el sobre con la mitad de lo acordado. Ni siquiera lo cuenta. Cuando Quique le va a soltar los motivos, pues le encanta el chismorreo, él hace el ademán de salir y Quique se calla. No me interesa saber su vida ni el porqué; esto es puro trabajo. Lo demás no es mi asunto. Quique no quiere echar a perder el plan, así que habla de otras cosas: los últimos resultados del campeonato de fútbol, sus recientes pérdidas en las apuestas de caballos, cosas así. Evita específicamente hablarle de mujeres. Sabe la historia del gato. Para la cuarta cerveza, otra punzada dolorosa lo deja en silencio y sin respiración por unos segundos. Suspendido en ese hueco que parece abierto al centro de su cuerpo. Se aguanta y se termina el vaso.
—Uno de ellos se parece a ese profe de Mate, ¿cómo se llamaba?
—¿El loco Cuadros?
—¡Ése! Igualito, oye. Qué suerte que esta vez te toca a ti. —Quique no puede evitar la expresión de alivio.
—No me digas que te iban a dar remordimientos.
—Es que me caía bien el viejo. ¿Qué habrá sido de su vida?
—Se habrá muerto enseñando en ese colegio.
—Capaz que sí. Yo le debo haber ingresado a la Escuela de Suboficiales, un par de ecuaciones me dieron el puntaje justito.
—Y nos ganamos con este súper policía.
—Ya, no seas huevón… Y tú, ¿qué? No haces nada más que esto…
Él se ríe mientras Quique ahoga su placa en el vaso de cerveza. ¿Acaso no ha pasado ya mucho en esto para que siga sintiendo vergüenza? Quién sabe; pero de algo hay que vivir. Quique le comenta que, al parecer, uno de los objetivos tiene varias empresas el mismo rubro del que ha mandado el encargo.
—¿Y el muy marica no puede tener mejores ideas para hacerle la competencia? Empresarios tan huevones los que hay ahora…
—Mejor para nosotros, así nos cae algo.- Reacciona Quique. Ya se le pasó la vergüenza.
–Ya, al menos no es por una cojudez de cuernos. Poco hombre hay que ser para no arreglar eso con las propias manos. Y al otro, ¿por qué?
—Ah, ¿ya vez cómo al final sí quieres saber?
—Ya. —No pudo con la curiosidad esta vez. Quique enseña un diente victorioso y le cuenta el resto:
—Porque el otro es su hermano, así nadie hereda tan pronto.
Quedan en encontrarse más tarde. Él regresa a casa para afinar la herramienta. El gato no hace acto de presencia. Gasta el tiempo en ordenar y limpiar otras de sus herramientas. No son muchas. La clasificación es impecable, pero igual quiere seguir organizándolas. Eso lo apacigua. Ha notado que, además del temblor de la mano derecha, sus pulsaciones se han acelerado considerablemente, y duerme cada vez menos. Antes los trabajitos no lo incomodaban, pero de un tiempo a esta parte, sueña con ellos. Con los ojos, sobre todo. Pero no quiere ponerse a recordar los trabajos, por eso se enfoca en organizar, limpiar y clasificar. Es su única arma frente al caos de los ojos.
Las horas se apuraron más de lo usual. Quique lo espera afuera en la moto. El gato vuelve a aparecer, otra vez al lado del platito de comida. Te vas a aguantar hasta que regrese.
Los minutos en la motocicleta le enfrían las extremidades y él siente que le agudizan la puntería. Los ojos le lagrimean un poco, pero no se los limpia. La cabeza de Quique no es muy buena protección contra el viento, aunque maneja a buena velocidad y adelanta los carros con una delicadeza que nadie esperaría de un policía con sobrepeso. De un momento a otro, se detienen frente a una pollería. Ambos bajan de la moto. Quique lo sigue. Todo el frontis es de vidrio. Él ya ha ubicado la mesa donde están los dos. También están dos niños y tres mujeres. Las dos adultas deben ser sus esposas. La anciana, quizás la abuela.
Él entra al local y Quique se planta en la puerta. Sus papilas reaccionan ineludiblemente a la fragancia del pellejito crujiente. Pero esta vez nada le impide continuar su avance. Levanta el brazo y apunta a la nuca del primero. Limpio. Ni se enteró. El otro se va a lanzar hacia un lado, pero él lo ve. La bala le entra por la oreja y la gravedad continúa su trabajo. Una de las mujeres mira a su lado, con la mano dura sobre el pecho, petrificada, la cara de su marido enterrada en las papas fritas. La otra se ha tirado al suelo y su ropa se va humedeciendo de la sangre que abandona el otro cuerpo. Uno de los niños grita ¡Papá!
Quique y él ya están sobre la moto. Lo deja en casa y le da otro sobre con la mitad que faltaba. Está satisfecho de su propia precisión, pero le perturba el temblor de la mano que se ha agudizado. Sigue sin saber qué hará con el gato y espera que mañana no lo despierte con otro arañazo. Ojalá que mañana la pollería aparezca en los periódicos.