Umaña y Herrera partían hacia los campamentos paramilitares en medio de la noche, antes del amanecer. A veces viajaban en bus, otras veces en una camioneta de segunda mano de un familiar de Herrera o, sólo a veces, en la motocicleta. Tomaban la carretera serpenteante que los sacaba de la sabana, entre matas de plátano, hasta entrar al cañón, y luego bajaban a orillas del río más caudaloso de la región. Cuando llegaban al pueblo, a la mañana siguiente, buscaban un lugar donde guardar sus cosas, un hospedaje mugriento pero tranquilo. Umaña se duchaba con agua fría para quitarse la pesadez del viaje, y volvían al camino sin perder un segundo. Los pueblos a los que iban habían sido escenarios de masacres salvajes o vivían con el temor de serlo. Durante esas travesías apenas comían y dormían —o trataban de hacerlo— unas pocas horas. Alguna vez Umaña me dijo que en esos días “dormir no era más que esperar a que amaneciera sin hablar y con los ojos cerrados”.
En muy pocas ocasiones tenían tiempos muertos. Durante esos escasos momentos de ocio, Umaña le enseñó a jugar ajedrez a Herrera. El alumno empezó muy lento. Pero, poco a poco, fue tomando un buen ritmo. Hasta el punto en que se convirtió en un adversario respetable. Mientras jugaban nadie hablaba: sólo fumaban y tomaban ron sin levantar la cabeza del tablero.
A veces tomaban un taxi que los llevaba por carreteras destapadas en cuyas orillas había extensiones inmensas de campo sin sembrar, y más allá, como espejismos, máquinas extractoras de petróleo. El calor era denso, como una capa de vapor que costaba atravesar; los dos hombres sudaban profusamente y sentían las correas de los estuches fotográficos quemándoles la piel. Nadie hablaba. El taxista solía verlos a través del espejo retrovisor con curiosidad y terror, pues sabía perfectamente adónde los estaba conduciendo. Antes de llegar a la entrada de la finca a la que se dirigían —donde operaba el campamento— veían a dos o tres muchachos, unos niños, con metralletas. Ellos estaban informados de la visita y por eso los dejaban pasar.
En una ocasión los jóvenes no recibieron la orden y cercaron a los que creían intrusos. Eran más de quince muchachos que salían de la maleza, cada uno con su metralleta, apuntando a la cabeza de los tres ocupantes del taxi.
Los hicieron bajar, entre insultos. El taxista, con los brazos en la nuca, apenas podía sostenerse en pie, lo que provocó las risotadas de sus captores. Umaña guardó silencio, aturdido por el calor. Herrera intentó explicarles que él era conocido de “los señores” y les mostró su carnet de fotógrafo. Era la primera vez que Umaña veía ese carnet. El que parecía el líder, de unos dieciséis años, con una profunda cicatriz en el cráneo rapado, aceptó comunicarse con la finca. Entonces, del radioteléfono salió una voz salvadora: eran amigos y no se les debía hacer ni un rasguño. Así como habían aparecido, los muchachos volvieron a su escondite en el monte.
Tras las rejas de la entrada a la finca había otra carretera, más angosta, cuyo final no se alcanzaba a ver. Tampoco se veía nada a los lados, más que algún árbol dando sombra sobre una vaca. El taxista lloraba en silencio cuando otro grupo de hombres los volvió a parar. Esta vez eran mayores, vestidos de camuflado, con metralletas y machetes en la cintura. Uno de ellos subió al taxi, junto a Herrera —Umaña iba adelante con el taxista—, e inició una conversación trivial sobre la sequía que azotaba la región.
Después de varias visitas a la zona, lograron concretar un encuentro con un jefe a quien le decían El Halcón. El bloque de autodefensas que comandaba había sembrado el terror en varios departamentos, dejando a su paso centenares de muertos, desaparecidos y desplazados. En nuestras conversaciones, Umaña lo usaba, de manera algo infantil, para explicar lo que él llamaba “malos de nacimiento”. Estos, según su teoría, eran personas que no se volvían malas movidas por la ambición del dinero y el poder, como tantas otras, sino por puro placer. La idea se le ocurrió tras escuchar la respuesta a la única pregunta que hizo ese día.
El Halcón no era intimidante. Podía pasar por un campesino normal. Pero, al fijarse detenidamente, Umaña constató que su mirada estaba vacía y que la expresión de su rostro era estática. Tenía cara de nada, mirada de nada, sonrisa de nada. Como de alguien que ha estado frente a la crueldad inexplicable y ahora la contempla con absoluta indiferencia.
Tomaron una cervezas calientes, apoyados contra la baranda del pórtico de lo que parecía la casa principal. Umaña le señaló a Herrera cuatro estacas de concreto clavadas en la tierra con una cadena alrededor junto a un árbol seco. El fotógrafo le dijo que no tenía idea de qué era. El Halcón, que los había custodiado todo el tiempo, se apresuró a responder. “¿Nunca han visto a un hombre devorado por hormigas?”, dijo. Luego les explicó que en el centro de las estacas había un hormiguero, bajo tierra. “Hormigas rojas, de las bravas”, añadió. Sobre el agujero ponían a algún prisionero, enemigo o traidor, a quien quisieran castigar. Ataban sus extremidades a las estacas y le untaban miel o azúcar en el cuerpo. Lo dejaban por tres o cuatro días, lo que hiciera falta, para que los insectos lo devoraran lentamente. Al principio usaban cuerdas, pero al darse cuenta de que la gente lograba desatarse estremecida por el dolor, cambiaron a las cadenas. “Ustedes no saben la puta fuerza que hacen esos tipos mientras se retuercen. A veces tumban las estacas y toca volver a armar todo”. Algunos soportaban hasta cinco días, pero no más. Todo el tiempo, recordaría Umaña, el hombre hablaba de “nosotros”, como contando una hazaña grupal.
Luego los llevó a ver la fiera. Era una pantera a la que dejaban sin comida durante tres días para luego arrojarle personas. El animal estaba encadenado y miraba con horror —y apetito— a cualquiera que se le acercara. El mismo método funcionaba con caimanes. De hecho tenían más de una decena en cautiverio sólo destinados a comer cadáveres. Eran tantos cuerpos que no tenían forma de deshacerse de ellos. Perfeccionaron una máquina de eliminación y desaparición sistemática de personas. Una fábrica de asesinatos masivos en medio de la selva tropical.
Durante los días que vivieron en el campamento, El Halcón demostró que su método era más refinado y no sólo utilizaba animales. Les enseñó técnicas de tortura con elementos quirúrgicos. También les mostró varios videos, sus favoritos, de desmembramientos con hachas. Le gustaba ver cómo sus hombres encadenaban a otros y los iban tajando con absoluta sangre fría. Se quejó amargamente de la leyenda negra según la cual jugaban fútbol con las cabezas de sus enemigos. Pero decía que le convenía que se dijeran esas cosas porque “El sistema funciona con terror, hermano”, repetía como un mantra macabro.
Muy cerca de aquella finca fue donde Umaña escuchó el sonido de una balacera por primera vez. Fue un fuego cruzado entre guerrilleros y paramilitares. Herrera y él regresaban de una entrevista, en una canoa que cruzaba el río. Como de costumbre, sólo se dirigían la palabra para lo necesario, no porque se cayeran mal sino, al contrario, para preservar la distante armonía que les permitía estar juntos. Estaban revisando las fotos que Herrera había tomado a un bloque armado cuando empezaron a disparar de ambos lados. Era una serie de ráfagas lejanas pero intensas. “Tin, tin, tin, como maíz reventando en una olla”, me lo describiría luego.
Después de varias semanas de convivencia, Umaña regresó a su casa. Se enclaustró en la penumbra y agrupó notas, mapas, descripciones, algunas grabaciones y las fotos tomadas por su compañero. Salió de su encierro y se dirigió a Hoy es hoy. Bernardo Ponce lo recibió con sorpresa: nunca pensó que fuera a regresar. Umaña le explicó poco. Apenas le entrego todo el material, con la única condición de que le pagaran a Herrera, y muy bien, las fotos.
Ponce aceptó la propuesta. De nuevo revisó minuciosamente con su equipo y preparó una serie de informes que causaron un revuelo previsible. Nadie había contado nunca lo que pasaba allí. El país quedó pasmado ante el horror y Ponce se bañó de nuevo de gloria, bajo la forma de halagos, premios y más y más ventas. Gracias a la información de Umaña su revista era cada vez más respetada y exitosa. Pasó de ser una publicación marginal a un referente nacional. Pero nunca nadie mencionó a Umaña.
Él regresó a su encierro. Estaba agotado. No podía moverse pero tampoco dormir. Bebía litros de alcohol, que acompañaba con varias dosis de Clonazepam. El coctel lo atontaba: pero no conciliaba el sueño. Cuando empezaba a hacerlo, soñaba que se caía y despertaba con un sobresalto involuntario del cuerpo. Era una tortura, frenar su cabeza era imposible, pasaba de una idea a una imagen a un recuerdo sin parar. Trataba de calmar la ansiedad con la nicotina. Pero una vez empezaba a fumar venían los dolores de cabeza. A veces eran pulsantes y largos. Otras veces aparecían por ráfagas, pequeñas descargas eléctricas, que lo cegaban. No sentía las piernas. Sus manos temblaban y no las podía controlar ni siquiera para servirse un trago.
Cansado de los bares y de seguir colándose en fiestas para emborracharse sin pagar —ambas cosas le exigían contacto humano—, Umaña decidió comprar licor de contrabando. Lo conseguía en una zona comercial dedicada a la piratería de todo tipo de productos: desde esmalte para uñas hasta computadores de última generación. Para evitar que la vendedora, una muchacha recién llegada del campo que trabajaba para el dueño del local, continuara preguntándole si él solo se iba a tomar todo eso, inventó que tenía un restaurante y necesitaba la bebida. En una visita podía llevarse varias decenas de botellas de whisky, lo único que a esas alturas no le destrozaba la úlcera péptica, por las que pagaba un precio irrisorio.
La chica las ponía en cajas que sellaba con cinta gruesa, las subía a una carretilla, acompañaba a Umaña hasta la camioneta que Herrera le había prestado y le ayudaba a descargarlas. Las cajas permanecían en la camioneta, Umaña sacaba dos o tres botellas cada día y las iba bebiendo en una cantimplora de boy scout que siempre llevaba encima. Lo bueno de esa cantimplora era que nadie sospechaba que adentro había whisky en lugar de agua. No le importaba en lo más mínimo la opinión que la gente pudiera tener de él, pero detestaba que le dieran consejos sobre su vida, y de esa forma los evitaba.
Tomar así también le aseguraba no meterse en peleas callejeras con desconocidos. Había tenido muchas y prefería descargar su rabia solo en el cuarto de la pensión donde vivía. Cuando despertaba, veía un rastro de vasos, ropa y papeles. Una vez encontró un cuchillo clavado en el cojín de una silla a la que le había arrancado las patas. Por más que intentó, no recordó qué había ocurrido.
Cuando la muchacha no estaba en el local, lo atendía el hijo del dueño. Un veinteañero precoz que conocía a la perfección el negocio del contrabando. Tenía una moto bmw y andaba, como todos en aquel lugar, armado. Fue él quien se quedó mirando a Umaña y le preguntó con voz cortante si no quería algo más fuerte que el whisky. Para entonces, Umaña tomaba tres o cuatro comprimidos de Clonazepam al día, que lo ayudaban a dormir por lo menos tres horas seguidas, y diuréticos para los cálculos renales. Había dejado las drogas recreativas, pero desde hacía un tiempo pensaba que debía mezclar el alcohol con algo más, algo que aliviara los dolores y, sobre todo, las pesadillas.
El primero de esos malos sueños ocurrió tras haber asistido a la exhumación de cadáveres en una fosa construida por narcotraficantes. Se trataba de un procedimiento rutinario de la Fiscalía, que iba tras la pista de uno de los jefes. Los agentes estimaban que encontrarían unos cinco cuerpos, pero tras varias horas de trabajo se dieron cuenta de que eran muchos, cientos más, desmembrados. Esa noche Umaña soñó con una pantera, negra y feroz, que lo perseguía, no para atacarlo sino para mostrarle algo que llevaba en su mandíbula: era el hijo de Zárate, calcinado por aquel incendio que había guardado en un pliegue de su memoria.
La escena se repetía con ligeras variaciones. En ocasiones el niño era sustituido por el padre, también atenazado por la pantera pero vivo, que lo miraba con profundo desprecio. O él mismo entre las fauces del animal, gritando un mensaje que nunca podía descifrar. Creía haber sido un buen hijo, nunca dio problemas a sus padres ni los involucró en sus asuntos, pero lo obsesionaba la idea de que su trabajo consistiera, precisamente, en perseguir a los grandes amigos de su papá, los policías que lo habían visto crecer. En algunas alucinaciones etílicas veía caminar por su casa cuerpos descompuestos, le parecía que en las paredes había manchas de sangre y sesos desparramados por el piso blanco de la cocina.
Cuando niño visitó el antiguo edificio del servicio nacional de inteligencia donde trabajaba su papá. A decir verdad, conoció lo que había quedado en pie tras la explosión de una poderosa bomba. Umaña acompañó a su padre al día siguiente de la explosión para intentar recuperar su carro y se encontró con muros en pedazos, archivadores calcinados, máquinas de escribir rotas y restos de pelo en las paredes. Las imágenes regresaban y bailaban ante sus ojos ahora.
Cuando despertaba corría al baño a vomitar, fumaba y bebía hasta que saliera el sol. Tomaba una ducha y se iba a buscar más información.
El muchacho contrabandista lo condujo hasta una bodega con paredes tapizadas de botellas de licor y comida enlatada. Fue como ir al médico: el muchacho anotó los síntomas de Umaña en una libreta y al final le recetó una droga para cada malestar. Umaña las había probado todas y estaba consciente de que volver a usarlas, a su edad, lo llevaría a tocar fondo. Era justo lo que quería: un revoltijo de pastillas para caer en una placentera embriaguez eterna. Lo primero fueron los analgésicos: Codeína para los problemas respiratorios —tenía tos crónica desde hacía seis meses— y el dolor de la pierna coja, Oxicodona para la úlcera, el colon y los cálculos, Tramadol para la lumbalgia. Y también las Benzodiacepinas: Lorazepam, Zolpidem y Alprazolam para controlar la ansiedad y relajar los músculos. A eso sumaron dosis esporádicas de Ketamina y Propofol por su acción sedante, y un jarabe de Hidrocodona para las encías, que se le habían vuelto un suplicio. Se inflamaban, sangraban, dolían como tenazas hirvientes en su boca. Todo a raíz del golpe que un árabe le dio en una estación de metro en París tantos años atrás. Era de madrugada. Umaña volvía a su casa después de una fiesta de tres días. Estaba exhausto, lo único que quería era dormir por otros tres días, se recostó sobre una de las bancas del vagón a tomar una siesta. Un par de árabes se le acercaron y le pidieron un cigarrillo. De inmediato Umaña advirtió que era una excusa para buscar lío y, sin embargo, se puso de ánimo. Les dijo que estaba prohibido fumar en las estaciones de metro. Uno de ellos lo insultó en árabe mientras se retiraba. El otro, en cambio, se abalanzó contra Umaña y le pegó en los dientes frontales, casi fracturándolos, con una manopla de acero. Cuando volvió en sí, en esa misma estación, se dio cuenta de que alguien lo había empujado a un rincón para que no obstaculizara el paso de los peatones que se dirigían a sus trabajos.