EL NADADOR, CHEEVER, OTRA HISTORIA
Soy el nadador de Cheever. Esta historia la he escrito en diarios que el fuego consumirá. Mis hijos descubrirán estas páginas y sabrán que su padre fue algo más que un viejo escritor de Massachusetts. He amado como solo un hombre entrado en años debe amar: con miedo, con precaución, con cansancio. Todas las cosas del mundo son concedidas antes de morir menos el tiempo. Por eso es imposible amar de otra manera. Cuando vuelen los pájaros del estío los cielos de la tarde, yo habré escrito esta historia. Habré cruzado los patios con la locura dándome latigazos en el rostro, con el deseo partiéndome en dos los labios. Soy el nadador de Cheever y soy Cheever, John Cheever, a ratos, cuando emerjo de las piscinas y alguien prepara una fiesta de bienvenida para mí. Decían que estas casas guardaban una historia luctuosa. He comprendido que la larva sorprendida por la luz experimenta un extraño delirio y que la muerte, tal como la conocemos, no es más que un retorcimiento de la vida. He comprendido estás cosas tardíamente. Ya no tendré tiempo de asomarme a los campos en donde hombres de torsos hermosísimos perviven como estatuas. Soy el nadador de Cheever. Mi historia es triste y efímera, como todas las historias.
VIRGINA WOOLF, UN RIO, UNA FLOR QUE SE HUNDE
Estará en New Orleans, dijo. La luz golpeaba. El tren se extendía por campos en la noche. Estará en New Orleans, repetía. Algo de esto escribió en páginas que no guardarán más asombro que lo que se escribe acaso por amor o sosiego. Cada palabra intentaba describirlo. Si encontrase piedras, pensaría en Virginia Woolf, en un río, en una flor que se hunde. Detrás de él, pájaros oscuros picoteaban su sombra. La mujer diría algo. Los niños huirían. El fuego sería el mismo del filme de Tarkovsky.
OUT OF AFRICA
You know you are truly alive when you’re living among lions
Isak Dinesen
Yo nunca tuve una granja en África ni estuve al pie de las colinas de Ngong, y de joven, acaso por rebeldía, me resistí a leer el libro. Isak era un país en la memoria, nunca un cuerpo delgado consumido por la sífilis, una sombra que la hierba cortaría, sin eco alguno, sin musicalidad aparente.
Por años tuve el libro en mi mano y mi mano temblaba. Recuerdo cómo caía la lluvia sobre esas praderas y bastaba cerrar los ojos para ver aquellos cuerpos demorarse bajo la luz dela tarde, todo entrevisto desde la falsa luminosidad de una página escrita.
La muerte movía los portones. El dinero o el amante se perdían como las hojas. Yo nunca tuve una granja en África, tampoco el perfume del café invadiendo los cuartos en la mañana. Solo leones poblaron mi sueño y acaso el rugido lastimoso de esas bestias fue lo único memorable al despertar.
LA FOTO
Thomas Bernhard: la foto establece el orden, el sentido. Somos los sobrinos de Wittgenstein. Nada sabemos del frío o de la enfermedad. Nada puede herirnos. Somos los personajes de la foto. Ni la muerte puede llegar a nosotros en ese instante. No hay horror. La foto es el obstáculo (no nuestro), la fijación, un límite para que el no existimos. Temes acercarte o que yo esté desde siempre frente a la puerta, esperando. Temes el orden que establece la foto. Avanzas sobre ese pedacito de agua: te acomodas en el silencio, es tu estrategia. La tortura visual dura un segundo.
MARGUERITE
Pienso en Hélène Lagonelle y en su rostro devastado por los años. Tu rostro y el de ella son la misma cosa. Hace unos meses ella lanzaba su vida por el agua, tú venías de ciudades en ruinas, huyendo del amor, de hombres. No tengo hermanos, dije, país ni nadie que espere. Soy un viajero más.
Todo lo que puedes contra mí es un simulacro. Mi miedo nada tiene que ver con la posibilidad de unos padres ni con la costumbre de representar un personaje perdido en una ciudad sin nombre. Ni bosques ni silencio logran un acomodo en mí, una ruta.
Pienso en Hélène Lagonelle y te hablo de ella aunque no sabrás quién es. Es la pérdida la que me obliga a hablar de cosas muertas. Me gustaría escribir esto como una confirmación. Sumergido en ese mar de aguas cálidas, de nada servirá construir otra historia. Aquí no es Delfos. No estamos en el Mekong. La línea del horizonte apenas persiste. Los bañistas van y vienen seguros de su belleza, de su desnudez. La fijación o el deseo son efímeros. Nada regresa. No volveré a pensar en tu rostro ni en el rostro de Hélène Lagonelle. Flotaré en el mar: seré una isla, un náufrago que rechaza toda posibilidad de éxito.