—Me parece mentira que no puedas pintar una vaca —dijo Marlen, y al hacerlo giró tristemente la cabeza y clavó los ojos en las losas del piso.
En general, cuando ella pedía que le pintara algo era porque tenía hambre. Primero escondía la cabeza entre los hombros, me miraba, intentaba sonreír. Después volteaba los ojos hacia un sitio cualquiera, hacia un árbol, si había alguno cerca, o hacia una silla, un libro, una puerta.
Estábamos cerca del mar, en ese apartamento que los amigos nos prestaban a veces. Teníamos por costumbre pasar allí los fines de semana. Nos sentábamos en el balcón y respirábamos el aire salado hasta que los pulmones dolían y los ojos empezaban a lagrimear, y entonces Marlen protestaba y se iba al cuarto. Me llegaba después el sonido del agua en la poceta de la ducha. Era como una invitación dulce y callada, pero yo me quedaba allí hasta muy tarde, hasta que los muchachos regresaban de la playa y pedían algo de comer en esa forma desenfadada y simple de los adolescentes.
Desde el balcón podía verse el amplio panorama de la costa, los edificios vecinos, los depósitos de basura. Allá, interrumpiendo la monotonía del horizonte, un barco avanzaba con lentitud sobre las olas. Era un gran cascarón blanco de altas bordas que se dirigía al puerto cercano.
—Un crucero —dije.
Se me ocurrió explicar que los cruceros se habían puesto de moda. Los navieros de Ámsterdam abrieron esa línea hacia La Habana y ya lo podía ver Marlen: ante sus ojos, sobre el agua azul del mar, se deslizaba un gran cascarón de hierro lleno de holandeses.
Ella levantó la mirada con interés. Sacó sus cuentas, arqueó los labios, cruzó los dedos detrás de la cabeza.
—Dos mil —dijo.
—¿Dos mil euros? No lo creo. No debe ser tan caro. Un paquete promocional al Caribe debe andar por los ochocientos.
—Dos mil pasajeros —aclaró—. Dos mil personas que vienen a pasar una semana en la isla. Dos mil pasaportes acuñados por un funcionario sonriente. Dos mil habitaciones en un hotel cualquiera. Dos mil empleados sirviendo cerveza y bocaditos de jamón.
—Dos mil sombrillas junto a la piscina —me atreví a decir.
—Dos mil sombrillas junto a la piscina.
En ese punto nos quedamos callados. Miramos el crucero hasta que los ojos nos dolieron, suspiramos un poco, nos abrazamos. Los dos intentamos sonreír. Marlen me apartó.
—Debí recoger las hojas en la oficina esta mañana —dijo, no sin una tristeza leve y escondida, como si se culpara por algún error imperdonable.
Yo entendí que lo dijo con resignación. La comprendía, ciertamente, pero no me gustaba que sintiera culpa por nada.
En realidad, lo que pasó no fue culpa de Marlen. Su plan de pasar el sábado temprano por la oficina antes de irnos de la ciudad no le funcionó porque la calle estaba cerrada. Los policías se negaron a dejarla caminar por esa última cuadra, y aunque ella dijera que trabajaba allí, que necesitaba con urgencia recoger unos papeles, no le fue posible avanzar un paso más.
Eso fue lo que ella me dijo cuando volvió a la casa. Los muchachos y yo lo teníamos todo listo. Era la mañana común de un sábado cualquiera, de uno de esos tantos sábados cualquiera en que nos íbamos al apartamento de la costa para escapar del tedio de la ciudad y cargábamos el material imprescindible para estar dos días lejos de casa. Llevábamos camisas muy ligeras, algo de aseo, las cosas personales de cada quien, y papel, cualquier minúsculo pedazo de papel. Podían ser hojas usadas, o páginas sueltas de revista, o recibos de la luz y el agua, o recetas inservibles acuñadas por algún médico amigo que guardara en su casa las reservas de siempre. El papel, fuera cual fuera su condición o destino inicial, no podía faltarnos en esas excursiones de los fines de semana. Y en ese momento preciso, cuando lo teníamos todo listo y esperábamos por Marlen para irnos de la ciudad, ella se apareció diciendo que no pudo avanzar por esa última cuadra, ni llegar a su oficina, ni recoger una decena de hojas sueltas de papel Bond que había logrado esconder en las gavetas de su escritorio durante las semanas más recientes.
—Están cerradas todas las calles del centro. Los policías no me dejaron pasar —dijo con una voz lastimera de doncella asustada, y al hacerlo me miró a los ojos, y miró a los muchachos, y después cambió la vista hacia el televisor y se quedó escrutando la pantalla, sopesándola, tratando de atravesar el cristal negro como si el aparato escondiera en su interior algún secreto de importancia vital—. Es por ese asunto de la visita del Secretario de Estado.
—¿El señor Kerry? Claro. Anoche lo dijeron en el noticiero: el señor Kerry llega esta mañana.
Y yo recordé entonces el tono oficial del locutor, las palabras graves que anunciaban la llegada al país del ministro extranjero, el cierre del aeropuerto y la terminal de trenes, la congelación de la ciudad.
Ese asunto de las calles cerradas puede ser una verdadera molestia. A veces he pensado que es una molestia, y después me he dicho que no soy nadie para cuestionar ese tipo de decisiones. Seguramente no alcanzo a comprender una razón tan simple: es bueno que alguien decida lo que conviene hacer, qué calles cerrar, qué vías específicas utilizar para esas grandes ocasiones especiales en que el país recibe a un visitante de alto rango. Todo eso tiene que ver con medidas de protección muy necesarias que funcionan en cualquier parte del mundo, y no será por mi opinión que las cosas cambien o que no se reciban en el país visitas importantes. Pero puedo ponerlo de otra forma: es bueno que alguien decida por mí. Sí. Es eso. El simple diseñador gráfico que soy yo no tiene por qué molestarse con nimiedades de esa índole. Y puedo ponerlo de otra forma también: al simple hombre que soy yo le conviene que todo ocurra exactamente así.
Y allí, en el apartamento cercano al mar, en ese sitio retirado y cómodo que los amigos nos prestaban a veces, decidí que todo estaba bien y era bueno que alguien decidiera por mí. Todo eso estaba muy bien, incluso si se tomaba el cierre de las calles del centro como una molestia innecesaria, o si, como era el caso, mi mujer no pudo pasar por su oficina a recoger unas hojas blancas de papel Bond, una decena escasa de hojas duras y pulidas, ahorradas durante semanas de la asignación diaria, escamoteadas del paquete común a riesgo de ser vista por los otros empleados, por el administrador o por algún cliente demasiado curioso.
—No fue tu culpa —le dije—. No pudiste pasar sobre la policía.
Ella escondió los ojos y sollozó. La imaginé discutiendo con los hombres de azul, diciéndoles que atrabajaba allí, pidiéndoles, por favor, que la dejaran pasar. Y la respuesta negativa llegaría en la voz autoritaria de un capitán o un mayor, o quizá en el tono menos agrio de un recluta joven que cumplía sus órdenes y trataba de explicar la prohibición a la mujer madura que insistía en avanzar por la ruta prohibida del centro de la ciudad.
La imagen me pareció triste. Miré al mar y al cielo y traté de apartar de los oídos el sollozo de Marlen, el quejido bajo que llenaba la habitación. Decidí revisar otra vez las gavetas vacías del apartamento, los estantes donde alguna vez los dueños acumularan decenas de libros, los rincones donde se pudiera encontrar un papel.
Volví a voltear los colchones, busqué en el baño, levanté la tapa del agua, y aun saqué la cabeza por la ventana y miré al exterior, abajo, hacia los pasillos y los vertederos, con la esperanza de encontrar un trozo de periódico, un sobre abandonado, el más insignificante pergamino donde pudiera pintar con urgencia una vaca, un pollo, un pescado, cualquier criatura silenciosa y muerta que aplacara el hambre de esos días, esa torpe sensación de vacío en el estómago, ese molesto escozor que obligaba a recordar tiempos mejores.
Porque hubo tiempos mejores, y los recordé en ese momento.
Veinte años atrás, cuando bajábamos a pie todos los días por San Lázaro hacia la hamburguesera de Belascoaín, Marlen podía sonreír aunque el estómago le doliera, aunque el sol del mediodía le caldeara el pelo y la hiciera sudar a chorros, y aunque estuviéramos cinco horas de pie en la cola de la hamburguesera, abrazados allí como lo hacen adolescentes, mirando que la cola no avanzaba, riéndonos de cualquier chiste viejo, llenándonos con el aroma del pan que salía por las ventanas y degustando el olor de la masa de harina y carne que se freía en las bandejas.
Veinte años atrás éramos muy jóvenes y hacíamos el amor sin preocuparnos por la falta de comida.
Veinte años atrás el papel abundaba, y era posible encontrar toneladas de libros viejos y nuevos, millares de periódicos y publicaciones impresas.
Exactamente veinte años atrás, una tarde en que la cola se alargó demasiado, Marlen me dijo: Píntame una hamburguesa.
Esa petición nos salvó la vida. Durante años comimos hamburguesas pintadas. Después aprendí a pintar un pollo, un pomo de leche, unas libras de arroz, el aceite necesario, y las especias, y algo de viandas también. Cuando teníamos muchas ganas de comer algo líquido y caliente yo pintaba una olla de sopa, y cuando el calor nos abrasaba en los veranos tórridos de la ciudad me bastaba con sacar de la gaveta un trozo de papel y pintar una tina de helado.
Después nos casamos y tuvimos a los muchachos. La vida era fácil porque el papel abundaba y no teníamos que gastar un centavo en comida. A los muchachos los enseñamos a masticar el papel de la forma conveniente, y ya pronto los dos aprendieron a guardar sus papeles propios y a pedirme que les pintara cualquier cosa.
Fuimos muy felices en nuestra casa de la ciudad, y nadie podía sospechar las causas de esa felicidad duradera. La gente se quejaba de privaciones y hambre, y nosotros lo escuchábamos todo con el asombro de algo imposible. Los fines de semana nos íbamos a la costa, a ese apartamento que los amigos nos prestaban, y de esa forma nos alejábamos un poco de los lamentos de la gente. Llevábamos una buena provisión de papel y nos olvidábamos del mundo por un tiempo.
Por supuesto que todo eso de la comida pintada se mantuvo en secreto. A los muchachos les dijimos que no podían hablar del tema con nadie, y ellos entendieron la situación y se quedaron callados. Y Marlen misma, aunque ardiera en ganas de contárselo todo a sus amigas de la oficina, prometió que no se lo iba a decir a nadie. Pero en las tardes llegaba con una leve sombra de tristeza en el rostro, y yo sabía que todo tenía su relación con el tema del hambre.
—Es que no nos dan almuerzo en la oficina —me dijo una vez—. Allá están esas pobres mujeres con el estómago pegado. Tienen que arrastrar el cuerpo el día entero por aquellos pasillos, y subir las escaleras, y asistir a esas reuniones tan largas. No sé cómo pueden resistir.
Marlen, sin embargo, resistía. Cargaba en el bolso los dibujos necesarios, y resistía. Se llevaba un pote de yogurt, un pan con mantequilla, miel y tostadas, muchas tostadas de un pan redondo y suave que yo copié de una revista. Se cuidaba mucho de que alguien la viera masticando el papel. Se encerraba en el baño y merendaba allí, y a la hora del almuerzo se buscaba una excusa para alejarse de la gente, de esas pobres mujeres que arrastraban el cuerpo en las oficinas, de los clientes posibles, del personal de servicio, y del administrador, especialmente del administrador.
Pero Marlen comprendió que no podía revelar el secreto aunque le doliera mirar a sus compañeras de trabajo y verles la cara de hambre, y aunque tuviera que escuchar todos los días sus conversaciones de hambre, y aunque fuera tan difícil oír su respiración porque era la respiración del hambre.
A pesar de todo eso Marlen fue feliz conmigo. Fuimos felices los dos viendo crecer a los muchachos. El papel abundaba y las cosas iban bien. Todo empezó a cambiar cuando ella me pidió que le pintara una vaca.
—Los muchachos nunca la han probado —dijo—. No conocen el sabor.
Era cierto que los muchachos no conocían el sabor. Nacieron en los años malos y no tuvieron esa oportunidad. Y nosotros mismos, aunque fuéramos más viejos, casi no recordábamos nada.
Pintar una vaca se convirtió en obsesión. Durante años traté de hacerlo. Algo en las curvas del animal hacía que la mano me temblara. Algo en los ojos me engarrotaba los dedos. Algo en la piel me impedía delinear con claridad la figura dócil. Una vez pinté una y no me quedó bien. Tenía demasiada grasa en el abdomen, y la carne era tan dura que no se podía masticar. Otra vez pinté una que no parecía una vaca, sino cualquier triste cuadrúpedo rumiante que miraba desde el papel sin comprender quién lo puso en este mundo, y para qué lo puso, y si tenía sentido existir en la forma de un dibujo comestible.
Pintar una vaca se convirtió en un problema. Durante años eso fue para Marlen y para mí un problema no resuelto.
Comenzó a afectarnos la falta de sueño. Tuvimos fallas a nivel del sistema nervioso central, y fallas periféricas, y obstrucciones de todo tipo que se convirtieron en trastornos metabólicos. Solo en el apartamento que los amigos nos prestaban yo encontraba sosiego.
Me pasaba horas en el balcón respirando el aire marino. Podía estar noches completas tragando bocanadas de viento, degustándolas, reteniéndolas en los pulmones un tiempo que se alargaba con cada nuevo intento. Retenía el aire y sentía en el paladar una tenue sensación de mariscos, de peces ligeros como pájaros, de calamares y pulpos sazonados con pimienta. Me concentraba en eso durante jornadas muy largas, y así lograba olvidar la obsesión de pintar una vaca, la falta de sueño, las fallas del sistema nervioso.
Pero Marlen insistía. Me rogaba que lo hiciera por los muchachos. Me obligaba a seguir tratando.
Una tarde, por fin, logré que me quedara bien.
El trazo firme de un lápiz semiduro dejaba ver claramente los contornos del animal, los músculos tensos, la carne blanda y tibia que se abultaba bajo una piel brillante y estirada.
—Te ha quedado muy bien —dijo Marlen después de masticar con avidez un pedazo grande de papel—. Es así como lo recuerdo todo. Exactamente así.
Masticó después con calma, entrecerró los ojos y movió la cabeza en señal negativa.
—No sé —dijo—. Hay algo aquí que no funciona. Algo no está como debe ser.
—¿El sabor? —pregunté.
—No. El sabor es el mismo. Lo siento ahí, muy real en la lengua, pero creo que se me escapa de la boca.
—¿El sabor se te escapa? No puede ser. El sabor no se puede escapar. No tiene sentido.
Discutimos ese asunto del sabor que se escapaba. A Marlen le parecía un poco escurridizo, y luego, cuando tuve tiempo de masticar con calma, a mí me lo pareció también.
—Será que pinté una vaca transalpina —dije—. En algún sitio leí que las vacas transalpinas no se pueden comer en ciertas épocas del año.
A Marlen la explicación le pareció convincente. Casi estaba segura de que se trataba de una vaca transalpina, y de que estábamos precisamente en esa época del año en que no se recomienda consumir la carne de esos animales: terminaba agosto, y no había llovido en meses.
—Quizá la falta de lluvia es la causa de ese sabor ilusorio.
—No dije que fuera ilusorio —aclaró ella—. Dije que era escurridizo.
—Bien. Quizá la falta de lluvia es la causa de ese sabor escurridizo.
Marlen masticó otra vez. Cerró los ojos y se concentró en el acto. Por momentos movía la cabeza, y por momentos se quedaba quieta. Abría los ojos y fijaba la mirada en un objeto cualquiera, y los cerraba otra vez, y volvía a masticar con fuerza, con deseos, hasta que los músculos de la mandíbula le empezaron a doler.
—No —dijo de pronto—. Es el tipo de papel.
Ella debía tener razón. Yo había pintado la vaca en un viejo sobre descolorido de papel cartón, y seguramente eso le quitaba toda la fuerza al sabor de la carne. Pero me alegró infinitamente saber que no había pintado una vaca transalpina. Algo en las vacas transalpinas me produjo siempre un desasosiego insoportable. Imaginaba cientos de tristes rumiantes que pastaban en los prados de los Alpes sin tener una idea concreta del tiempo y el lugar que les tocó vivir. Y ahora me alegraba de no haber cometido ese error: pintar una vaca transalpina en el verano tórrido de una urbe silenciosa y anodina como La Habana era de lo peor que podía hacer un dibujante, y muy en mi interior fue bueno convencerme de que el sabor escurridizo de la carne se debía exclusivamente al tipo de papel.
Porque ya para entonces el problema era el papel. Había desaparecido de los estanquillos cualquier asomo de publicación impresa, y comenzaba a añorarse aquel tiempo en que el viento empujaba por la calle planas completas de ediciones matutinas, sobres rasgados y páginas de revistas a color o en blanco y negro. La ciudad comenzaba a verse limpia, acaso demasiado limpia, como si una aspiradora gigante succionara eternamente todo lo que oliera a celulosa.
—Voy a traer papel de la oficina —dijo Marlen—. Papel Bond. Creo que el papel Bond puede resolver ese asunto del sabor.
Y yo sonreí esa tarde cuando Marlen lo dijo. No podía creer que algo así fuera posible. Imaginaba a Marlen escondiendo en la cartera la cuartilla pulida y blanca, crujiente y sólida, ideal para pintar cualquier cosa, tan brillante que hería los ojos desde lejos.
—¿Papel Bond? —dije—. ¿Acaso tienen allá papel Bond? Nunca lo mencionaste. En todos estos años he dibujado pollos sobre cartón, huevos sobre periódicos, pan sobre páginas de revistas. ¿Y solo ahora me dices que en tu oficina hay papel Bond? ¿Montones de hojas de papel Bond? ¿Toneladas de paquetes sellados con el olor a nuevo revoloteando cerca, así, como si fueran pequeñas cajas de Pandora listas para ser abiertas y saqueadas?
—No dije que hubiera montones o toneladas —se apuró a explicar Marlen—. Nos dan las hojas contadas, enumeradas, y en algún caso nos hacen firmar un documento. El administrador es muy estricto con ese tipo de entregas.
Marlen dijo ese tipo de entregas y yo me quedé pensando que seguramente en su oficina todos estaban pendientes de ese momento crucial: una mujer menuda y pálida recibía de manos de un administrador rollizo y exigente una decena de hojas blancas destinadas a la impresión de documentos importantes. La imagen se reforzó con esa misma mujer pálida que manipulaba las hojas con dedos nerviosos y firmaba el documento de rigor, y luego el cuadro general se hizo extremadamente cruel cuando esa misma mujer cargaba la bandeja de la impresora, pulsaba la tecla correspondiente y se quedaba esperando el documento impreso, estrujándose las manos, diciéndose en el interior que todo iba a salir bien, que no había cometido ningún error y ninguna de las hojas se había echado a perder.
Ahora, mirando las lejanas bordas del crucero holandés que avanzaba con lentitud hacia el puerto, entendía un poco la mirada triste de Marlen, sus hombros caídos, su voz lastimera de doncella. Debió pasar muchos momentos de susto al esconder su pequeño tesoro en las gavetas del escritorio. Lo haría durante semanas, una hoja a la vez, hasta completar finalmente la decena, y ese esfuerzo descomunal se fue al piso porque las calles estaban cerradas y los policías no la dejaron pasar. Pero aun así, aunque la visita al país de un funcionario extranjero nos impidiera pasar el fin de semana masticando carne de res pintada en un papel, no me parecía normal su tristeza excesiva.
—Será en otra ocasión —dije—. La semana entrante escondes las hojas en el bolso y las llevas para la casa, y el sábado estaremos otra vez aquí, y las pasaremos bien, y miraremos pasar el crucero masticando con calma ese papel de sabor firme nada ilusorio y nada escurridizo.
Marlen sonrió. Aunque la situación le pesara, sonrió. Por un momento sus ojos se iluminaron, y en general toda ella pareció cambiar de expresión, como si hubiera olvidado el incidente y no le molestara en lo absoluto que el país recibiera a sus invitados, y que todas las calles se cerraran, y que cientos de policías muy jóvenes o muy viejos custodiaran las intersecciones de la ciudad y no dejaran avanzar a los paseantes. Pero luego sus hombros cayeron otra vez, y sus ojos se empañaron, y su voz tembló.
—¿Y los muchachos? —dijo—. ¿Qué les vamos a decir a los muchachos cuando lleguen esta tarde de la playa? Se suponía que esta iba a ser su primera vez.
—Ah, claro. Los muchachos —dije, y acerqué la mano hasta rozar su cabello—. ¿Sabes qué? Los muchachos entenderán. Son jóvenes. Pueden entenderlo todo. Y pueden esperar. Les pinto cualquier cosa en un pedazo de camisa y seguramente se conforman.
—¿En un pedazo de camisa? —y Marlen levantó vivamente los ojos—. Nunca hemos comido nada pintado en un pedazo de camisa.
—Pues…, también la tela sirve —expliqué—. Un poco dura, por supuesto. Difícil de romper con los dientes. Nunca será como el papel, pero sirve igual.
Era cierto que la tela servía. Yo había probado con un pedazo de camisa, y servía. No se podía pintar en ella nada de carne, ni productos derivados de la leche, ni nada que viniera del mar. Solo era posible hacer los trazos simples de alimentos muy básicos, acaso refresco gaseado sin demasiada azúcar, o trozos minúsculos de pan sin grasa, o cucharadas de proteína vegetal. Pero seguramente los muchachos estarían conformes y no pedirían nada más. Masticarían con fuerza los pedazos de camisa y dormirían con la boca apretada y los músculos tensos.
Todo estuvo bien esa tarde con los muchachos y nosotros. Todo estuvo muy bien, y nos llenamos el estómago con pan pintado sobre tela, y a la hora de dormir nos fuimos a soñar esa aventura alegre que nos esperaba al cabo de unos días, esa fiesta del papel brillante y liso que Marlen guardaba en su oficina, ese sabor tan firme que se quedaba en la garganta y por momentos aceleraba el pulso y la respiración.
Y esa noche, cuando la promesa de una fiesta de papel hacía sonreír a los muchachos dormidos, oí a Marlen sollozar. Desde el baño del apartamento me llegó su quejido leve.
Me acerqué. Aparté las manos que le cubrían el rostro. Rocé sus labios y la tomé por la cintura.
—Los policías sí me dejaron pasar —dijo en un susurro entrecortado—. No había nada en las gavetas. Perdóname.
Me alejé de Marlen y salí al balcón. El aire soplaba fuerte desde el mar, rápido y denso, con un sabor salino tan marcado que me obligó a cerrar los ojos.
—Perdóname —llegó la voz de Marlen mezclada con el susurro del aire—. Esas pobres mujeres de la oficina también necesitan comer. ¿Cómo crees que van a sobrevivir?
Sí. Esas pobres mujeres necesitaban comer. ¿Por qué no? Comer. Masticar sin apuro el papel blando. Saturarse de una buena vez con el sabor tan firme de la carne. ¿Acaso teníamos derecho a mantener el secreto para siempre? ¿Acaso no había gente alrededor, gente simple y callada que trataba de seguir adelante? Bien, esa gente existía. Esa gente estaba ahí por siempre y merecía que Marlen revelara ese secreto que guardamos por años.
—Perdóname —repitió Marlen, acercándose, y me abrazó.
Nos quedamos allí, dejándonos golpear el rostro por la brisa marina, con los ojos abiertos a pesar del aire salado y denso. Desde el interior del apartamento llegaba el ronquido de los muchachos. Seguramente soñaban con un festín de sábado, y lo demostraban así, roncando despreocupados, ajenos al transcurrir del tiempo y felices de estar vivos. Afuera, rompiendo la oscuridad de la costa hacia Occidente, las luces del puerto cercano iluminaban una parte del cielo.
—Sabes que ahora el papel va a desaparecer completamente —dije, aunque solo fuera por decir algo.
—Lo sé —dijo ella—. Y la tela también desaparecerá. Pero algo haremos. Los muchachos y yo confiamos en ti. Algo se te ocurrirá. Quizá no sea esta noche, pero algo se te ocurrirá.
—Algo se me ocurrirá, sí —dije—. Y, si no se me ocurre nada, bajaremos otra vez a pie por San Lázaro hasta Belascoaín.
Marlen bostezó. La idea de bajar a pie por San Lázaro en un mediodía tedioso del verano no parecía molestarle demasiado. Quiso responder algo, pero solo consiguió bostezar otra vez.
—¿Hambre? —pregunté con suavidad.
—No —dijo—. Sueño. Tengo mucho sueño. Ahora puedo dormir todo el tiempo que quiera.
Fue muy bueno saber que en lo adelante ella podría dormir. Fue bueno para mí, pero no lo dije. No le dije a Marlen que en lo adelante yo podría dormir también. Pensé decirle que no se preocupara, que el papel y la tela no eran del todo indispensables. Y pensé decirle más y revelar otros secretos y otros materiales, otras formas de hacer las cosas y otros medios de vida. Decidí contárselo todo, pero ya ella dormía.
Me levanté a pesar del sueño. Fui hasta el balcón, aspiré el viento marino en una bocanada espaciosa y lo retuve en los pulmones el tiempo necesario. Me acerqué a los muchachos dormidos, les abrí la boca por turnos y les soplé el aire en la garganta.