Audible Studios. 2022.
Durante los últimos dos años, en todo el planeta, hemos estado viviendo lo mismo de manera diferente. O como dice Laia Jufresa en su emotivo, compasivo y gracioso audiolibro, Veinte, veintiuno (2022): “En la primera persona del plural, jamás habíamos cabido tantos”. Los aplausos que la población británica dedicó a la NHS (Servicio Nacional de Salud) cada jueves a las 8 de la noche —ejemplificando aquel sentimiento momentáneo de solidaridad global— duraron “menos de lo que duró la primavera”. Pero con el audiolibro de Jufresa para hacernos compañía, podemos recapturar no solo lo que hemos estado haciendo para sobrellevar los últimos dos años, sino también el sentido de comunidad que aún puede emerger de ello. Mostrándonos las particularidades de la familia Jufresa durante la cuarentena, se ofrece también como un espejo de las diversas experiencias de la pandemia: nos insta a mirar hacia atrás para volver a avanzar juntos. El libro se vuelve, parafraseando a la autora, una “red para atrapar recuerdos”; nos ofrece hilos preciosamente tejidos que nos ayudan a cruzar el laberinto de los últimos dos años, atándonos a la idea de que ahora, más que nunca, “lo que afecta a una nos afecta a todas”.
Jufresa, una novelista mexicana que vive en Escocia con su marido californiano y su hija bilingüe, combina en Veinte, veintiuno los dos géneros literarios por excelencia de la pandemia: el audiolibro (acompañamiento necesario en las caminatas, el cuidado del jardín, las sesiones de cocina o lo que hiciéramos para mantener el equilibrio físico y mental) y el diario (llevar un registro y orden de días que solo se diferenciaban por los cambios de luz). Nos comparte las conversaciones y desventuras de su familia, sus pérdidas y sus conexiones, y a la vez, nos entrena en el arte de la escucha activa, ayudándonos a escuchar a nuestros seres queridos y, con igual dosis de compasión e ironía, a nosotros mismos.
Veinte, veintiuno se divide en cinco capítulos que representan cada uno un momento de la pandemia: pasamos de la primavera al verano, al otoño, al invierno, y otra vez a la primavera en una ronda que amenaza con nunca parar. Cada capítulo se organiza bajo el signo de un animal diferente, de manera tan hábil que, en un comienzo, la lectora ni se da cuenta. Los animales aparecen no solo en diferentes idiomas, sino también en diferentes planos existenciales: un real dragón real (que resulta ser imaginario); una cerdita de los dibujos animados que ve su hija; unas vacas escocesas que se vuelven inquietantemente reales; un caracol que es a la vez un poema, una escultura y una metáfora; y, finalmente, el animal más enigmático, una “Daonna”, cuyo significado solo se explicará en el capítulo final. Cada animal tiene su propio lenguaje y nos invita a pensar en las maneras en que el lenguaje nos da forma. “Reales dragones reales” se enfoca en cómo la hija de Jufresa, de tres años, machaca con creatividad el inglés y el español, colocando el adjetivo “real” no después sino antes de la palabra “dragón”, para luego insistir cuando la corrigen en que su dragón es un “real dragón real”: un dragón doblemente real, indudablemente un real dragón de la realeza (esto nos remite a la imagen de Luis XIV “cagando en público”, un tópico recurrente que se conecta con lo que significa publicar este “real diario real”). En “Pétit cochon”, Jufresa sorprende a su hija aprendiendo un tercer idioma a través de la banda sonora de Peppa Pig en francés, pegada a la pantalla mientras su madre intenta echarse una siestecita. “Highland Coo” es una reflexión ingeniosa y tierna en torno a los nombres: los eufemismos que inventan las familias para las cosas que prefieren no nombrar, y los nombres propios reales que Jufresa teme usar en un texto que ya raya en la auto-ficción, un género que le genera profunda desconfianza. Este capítulo también narra un encuentro aterrador con unas vacas en una breve y dichosa escapada —un encuentro cuyo peligro solo se vuelve aparente en retrospectiva en los comentarios en un grupo de WhatsApp familiar. “Caracol caracol” habla de muchos caracoles a la vez: una canción de cuna transmitida de abuela a nieta, una escultura de bronce creada por un tío queridísimo, una metáfora sobre el tiempo girando sobre sí mismo. Aparece en un capítulo que marca el paso de 2020 a 2021, un momento en que los mismísimos números parecían augurar que pronto saldríamos de la cueva. Sabemos ahora (no tardó en volverse obvia) que esa sensación de salida era ilusoria, pero aún así, la imagen de Jufresa y su familia cantando y tirándose sobre el sofá es un destello de luz en la oscuridad invernal.
Jufresa nos abre su mundo personal con transparencia y generosidad, explayando sus inseguridades, alegrías y éxitos con humor y simpatía. La lectora se reconocerá en muchísimas escenas de este diario: calculando con sorna la división de las tareas domésticas; intentando bloquear el canto de sirena del internet; perdiendo la paciencia consigo mismo y con los demás; sobrellevando la “convivencia extrema” que implicaba la cuarentena; intentando crearse tiempo para el trabajo pero también para el juego. Jufresa también se maravilla de la capacidad que tiene su propia madre para conectarse (en persona o por videollamada) con su nieta, la que aparece al comienzo de cada capítulo bajo un disfraz nuevo: doctora, princesa, detective. Los constantes cambios que atraviesa su hija son el fundamento de esta historia y una de sus constantes alegrías. Es con una ternura extraordinaria que Jufresa narra las mutaciones lingüísticas de su hija en contacto con el mundo que la rodea: los mexicanismos que le pega su abuela, el francés que aprende de las caricaturas o de su madre y con el que se le ocurren respuestas graciosísimas: “N’importe quoi, mamacita!”. Riéndose por momentos de la testarudez de su hija, Jufresa se deleita con su ingenioso uso del lenguaje, como el escocés gaélico que comienza a aprender cuando por fin vuelven a abrir las escuelas, y en el que asegura conocer palabras tan específicas como “pulpo”. La invención, sugiere la autora, es cuestión de mantener cara de póker.
El libro también nos recuerda que si bien el lenguaje nos da forma, también podemos manipularlo para reconfigurar el mundo que nos rodea. En el último capítulo, Jufresa presenta a su hija en su último disfraz, como una feminista nata: cambiando el género de las palabras de manera orgánica e inclusiva, con desparpajo. No es una detective, dice, sino una “detectiva”; negándose a aceptar el masculino neutro, lo reemplaza tranquilamente con el femenino. “Yo te quiero todas las mundas”, le dice a su madre en el último capítulo, al que Jufresa bautiza con el nombre “Daonna”: una palabra del escocés gaélico que significa el ser humano, que carece de género pero por su forma parece femenina. Es éste, además, el capítulo en que el texto comienza a articular sus silencios, revelando lo que llevó a Jufresa a abandonar México; por qué su madre, antropóloga, salía a hacer trabajo de campo cargando una pistola; que en México cada noventa minutos hay un homicidio (que muchas veces es un feminicidio); y que este mundo tan masculinizado necesita ser reformado, reconstruido, palabra por palabra, sufijo por sufijo. Tomando prestada la estrategia de su hija, Jufresa comienza por cambiarle el género a un término crucial: en vez de “violencia”, nos propone, digamos, “violencio”, para dejar al claro sus agentes más usuales. Y en este momento tan crítico, en medio de una pandemia global y lugares enfrentándonos a una epidemia cercados por ciclos epidémicos de violencio, resulta fundamental imaginarnos un posible final diferente. Cito las palabras que ofrece Jufresa para cerrar su propia obra, llenas de esperanza y apostando por una transformación: “El futuro será una misteria, pero no será una silencia”.