Argentina: Editorial Nudista. 2022. 120 páginas.
Hacer cantar a alguien, he aquí la disposición que sigue Un poco demasiado. Notas sobre el chantaje del presente de Maximiliano Crespi. El faire chanter, mediante el que los carceleros franceses hacían cantar (chanter) a los presos al obligarlos a decir aquello que no querían, nos legó nuestra palabra “chantaje”. En general se trata de presionar a alguien para que diga o haga algo que no quiere, y lo que Crespi hace aquí es denunciar y desmontar –no exento de enojo y cierta impotencia– esa operación en la literatura de autoficción contemporánea.
Un cierto “nadie” es quien nos chantajea y extorsiona desde un pedido desesperado por empatía, presentándose en un inicial “buena persona, doliente” que escribe sus experiencias subjetivas más íntimamente desgarradoras y dolorosas con el fin de venderlas en forma de libro mal escrito. Como si solo representarse envuelto en el dolor eximiera de la bella, corrosiva o sarcástica escritura política, con una pose narcisa que le sustrae toda politicidad a la literatura actual; pero, además, lo que la hace más peligrosa aun es que trastoca a la literatura y la confunde con el espacio para la terapia, genera una terapia colectiva en la que el centro es la victimización de quien se autoexplota como “yo sufriente” que además escribe (mal). ¿Por qué debemos ser partícipes de un acto confesional que exige empatía ante el dolor ajeno? Es solo por apelación a un deber moral por haber transitado la escena íntima de muy pobre retórica: debo conmoverme. Ni el dolor más profundo ni el sufrimiento más atroz alcanzan para que alguien se convierta en una buena persona y mucho menos para que escriba bien.
En este sentido, el texto de Crespi sugiere al menos dos cosas: por un lado, una forma de metodología propedéutica de la escritura literaria; y por el otro, una serie de pautas para delinear una ética del trabajo del escritor contemporáneo. Una atañe a la escritura como sistema, como tecnología de la industria literaria; la otra a una serie de cuidados a tener en cuenta por la subjetividad contemporánea de quien escribe. Crespi nos da los trazos gruesos que nos permitirán pensar con más detalle los filos definidos de una subjetividad emergente, una que siente el irrefrenable impulso de dejar de ser anónimo a fuerza de destacarse por un “yo sufrí más y peor”, asumiendo una desesperada búsqueda de aceptación literaria de tal pobreza que los vuelve totalmente impotentes ante su propia escritura, es decir, ante su existencia. Crespi nos sugiere que en esta forma de redención se ponen en juego estas existencias narcisistas a través de la autoficción del sujeto autoexplotado contemporáneo. Foucault había visto los peligros de esta obligación confesional en sus Tecnologías del yo, y nos advertía –subrayando a Marx– de esta forma de alienación a manos del sacerdote o del analista; la autoficción ahora permite evitar ambos tipos y reemplazarlos por la enunciación de un yo que se autoexplota íntimamente como mercancía: todos podemos ser el Nietzsche de Ecce homo.
“ÉTICA Y POLÍTICA, ENTRE ESTOS BORDES EL TEXTO REBOTARÁ VARIAS VECES HACIA UN LADO O AL OTRO, PRODUCIENDO ESOS PEQUEÑOS SALTOS DE SENTIDO QUE CONSIENTE LA ESCRITURA FRAGMENTARIA”
Ahora bien, si raspamos la superficie de esas escrituras, ¿qué nos queda de literatura?, ¿qué aporte hacen a la corrosividad, al desmontaje, a la disolución de las políticas literarias (canon, estructuras, lenguaje, etc.)? Absolutamente ninguno. Solo un muestrario de las miserias humanas no conjuradas por el psicoanálisis, no reflexionadas, ni elaboradas que se enlistan en un texto al modo de una fórmula existencial bajo el imperativo autoficcional: yo sufrí (más) y esto me habilita a autopercibirme como escritor; es más, tengo la obligación moral de exigir la empatía lectora ante mi dolor –aunque lo represente tan pobremente en lo literario– porque mi bella arrogancia me permite dar consejos existenciales a los lectores empáticos, no a los críticos. ¿Dónde ha quedado la imaginación literaria y su función política?, podría ser la pregunta que nos hace Crespi a nosotros, lectores poco empáticos del dolor ajeno: la han desterrado con el narcisismo estas almas sensibles que se habilitan a confesarnos sus oscuridades o las banalidades de sus pedagogías del Bien: escribo esto para que a nadie le pase lo que a mí, expropiándome y desgarrándome al representar, confesar y denunciar mis sufrimientos y padecimientos más tortuosos; me inmolo ante ustedes en esta escritura banal y vacía porque moralmente soy superior. Igual, ninguno de los lectores llegará a sentir tanto como el autoficcionado que escribe. Al sacar hacia el afuera de la complacencia aquello que me dolió, encuentro una forma de hacer lugar para que ingrese la felicidad; promesa vana de un neoliberalismo que lo exprime y le hace creer su autoridad como autor, agrandando la pérdida del papel tan caro a la industria editorial.
Ética y política, entre estos bordes el texto rebotará varias veces hacia un lado o al otro, produciendo esos pequeños saltos de sentido que consiente la escritura fragmentaria: el fragmento permite y favorece no una sutura, sino el enhebrado de cada breve y punzante reflexión. Esto hace que se lo deba leer con el cuidado y la atención de quien puede pincharse el ojo o el dedo al pasar de página. Lo leí con el intervalo de mis vacaciones preservando mi cuidado ocular y digital. No es un libro para el descanso vacacional, es uno para la tarea cuestionadora urbana, para elaborar la propuesta de Crespi en torno a una “filología especulativa” por venir. Pero esto es solo la mitad de la tarea para resolver el problema de la autoficción: el resto recae del lado de quienes escriben y organizan así el mundo emergente de la literatura desde la impotencia de auto-representarse.