Colombia: Seix Barral. 2019. 269 páginas.
Con un “Digamos que soy la rumba” empieza Adelaida Fernández Ochoa (1957) su Toques de son colorá, y no está equivocada. En su nueva novela, ella no solo es la rumba sino también el canto, la piel del tambor, cadencia y fuego. Con una prosa juguetona, llena de complejidades retóricas y excesos poéticos, Adelaida Fernández Ochoa nos llama con el sonido de la clave y el bongó para que asistamos a la refundación mítica de Cali: la de los dioses africanos, que son ahora también los dioses latinoamericanos, y cuyo relato emerge en la voz salsera de un narrador-dios-orisha que se convierte en la música que ampara al Valle del Cauca. En adelante, las páginas de Toques de son colorá se moverán como los cuerpos posesos de los bailarines en las noches o el correr circular de los acetatos en las tornamesas.
Con la liturgia de la clave, la rumba afrocubana se transmuta en la rumba caleña a lo largo de una novela rápida, que no da espera, y, de paso, nos cuenta cómo nacen y se destruyen sus personajes —bailadores, cantores, melómanos, el asunto popular— en la sola fiesta que es la vida. Así, Adelaida Fernández Ochoa nos propone en esta voz un nuevo Dionisio, narrador orisha que no conoce la prudencia ni la linealidad, pues ha cambiado su don adivinatorio por el don del baile.
Es ni más ni menos que Changó, el ya una vez Gran putas en las manos de Zapata Olivella, el que ahora con una voz llena de adornos y arreglos musicales cuenta no la diáspora del mundo negro sino la historia de Rosa, mujer de baile prominente, eléctrico; de vida trajinada, irreversible. Es, entonces, el relato de una epifanía, el retrato del baile de una musa, de una inspiración que es como un ritual en su absoluto olvido.
Leer Toques de son colorá tiene el mismo efecto que sentarse a conversar, entre tragos y humos, con viejos melómanos. Se trata de historias que van y vuelven entre los bailaderos de Buenaventura y el Barrio Obrero, entre melodías insospechadas y rumbas en Nueva York. Con una estructura fragmentaria ya usual, siempre caótica pero enfática, la vida de los personajes sigue la inventiva propia del tambor que viaja en el tiempo, invitando al lector a un mundo que revolea y azota.
Sin embargo, el asunto de Adelaida Fernández Ochoa en Toques de son colorá no solo es mostrar la salsa como un dios que posee, que inspira. También se trata de una exploración de la experiencia del baile, del ser-mujer-no-apéndice en un mundo de hombres: de hombres que cantan, que tocan, que bailan y que abusan. Los personajes apenas tienen formas: son, en vez, maneras de moverse en la pista, en los conciertos. Sus curvas argumentales son débiles, sin duda, pero el trazado final resulta inquietante: dibuja el paso generacional de la salsa y el baile en un espacio habitado por lo efímero, sobre cómo la salsa convoca a viejos, muertos y no nacidos.
Es cierto que Toques de son colorá visita algunos lugares comunes. Ahí está ¡Qué viva la música!, de Caicedo, y La nostalgia del melómano, de Garay, como antecedentes. En las estanterías no hacen falta libros de salsa, noche y fermentos. No obstante, la construcción de la prosa como un canto, la genealogía yoruba como telón de fondo y las visitas al pasado popular local son recursos que hacen de Toques de son colorá no solo una novela contundente e importante para la historia del sur nacional, sino una obra imprescindible para la literatura colombiana contemporánea. Es, en definitiva, la exposición del culto a la clave, la tragedia y el timbal.