Páradais. Fernanda Melchor. Ciudad de México: Literatura Random House. 2021. 133 páginas.
Fernanda Melchor habrá nacido en México, pero de cierto modo escribe en ruso. En Páradais, su nueva novela, luce una y otra vez aquello que Víctor Schklovski llamara ostranenie, o extrañamiento: la descripción de las cosas familiares como si fueran vistas por primera vez, lo cotidiano convertido en objeto de fascinación y, a veces, de asco. Así, por ejemplo, los abominables Cheetos en la novela son descritos como “frituras cubiertas de polvo naranja”, los inofensivos Corn Flakes se convierten en “enormes cuencos de cereales remojados en leche” (y la palabra clave ahí, la que lo vuelve todo ligeramente grotesco es remojados). El procedimiento se repite una y otra vez a lo largo del libro. Las groserías, automáticas y desechables, recobran su lustro: al desfilar junto a palabras alejadas del registro cotidiano (“dilecto”, “entenado”, “viada”, “perdulario”), la autora nos obliga a leer con la concentración que dedicamos a la poesía. En una escena capital, un personaje blande un “cuchillo prehistórico” en la mano, y la percepción de lo terrible cambia, se profundiza. Estamos ante un libro que vuelve lo común algo extraño; lo vulgar (en su doble acepción, popular y obsceno), arte.
Páradais es la historia de la confluencia inevitable de dos ríos puercos en una región veracruzana, y de aquello que arrastran a su paso. Dos jóvenes, uno rubio, gordo y con dinero, otro “prieto”, correoso y más bien lumpen, unidos por el pico de una botella de bacacho a la que le dan, alternadamente, sus besitos. La novela trata de presentar a ambos, Franco y Polo, como personajes marginados, que se cruzan, literalmente, a la orilla del fraccionamiento donde Franco vive con sus abuelos y Polo corta el pasto. Lejos de los ojos del resto de vecinos y trabajadores del conjunto residencial Paradise, los chamacos se reúnen —la primera vez por accidente, después de manera periódica— durante un verano corto para hacer dos cosas: emborracharse con el dinero que Franco les roba a sus abuelos, y escuchar a este hablar de su obsesión sexual por Marián Maroño, una celebridad menor que se muda al fraccionamiento con su esposo y dos hijos.
No daré más detalles. Diré solo que la obsesión crece hasta involucrar a ambos en un plan siniestro, y diré también que ese es apenas un hilo mínimo de la trama que, en realidad, no compone el centro de la novela. Aunque Páradais trata de presentar a ambos personajes como víctimas y verdugos, aunque trata, como dirían los publicistas, de borrar las fronteras entre los sufrimientos y fantasías de uno y otro, entre dos “polos opuestos de la sociedad mexicana contemporánea”, el verdadero interés de la narración está en la vida y tribulaciones del joven Polo. Las afecciones de Franco (un padre abusivo y ausente, su obsesión malsana por la vecina, una patente dependencia a los benditos Cheetos y a la pornografía) son despachadas de manera sencilla: todo en él es asqueroso, “infecto”; una y otra vez aparece todo lleno de babas. Es, si se quiere, un villano de caricatura, con la voz aguda y chirriante, condenado por sus vicios y por sus lonjas. Y poco más.
La novela se juega en realidad en la cancha de Polo, en una voz narrativa cercana a su conciencia (de ahí la oración que abre la novela: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles”, con ese verbo que podría estar en primera o en tercera persona), que trata de entender por qué hace (o no) lo que hace: por qué no se va de la casa donde lo reciben a chanclazos; por qué trabaja en un lugar que le parece abominable; por qué no se une a la pandilla local de halcones (una oportunidad, literalmente, a la vuelta de cada esquina); por qué se junta con el gordo pese a que lo desprecia, por qué lo sigue en su aberrante plan final. El título de la novela, la grafía distorsionada del paraíso que la narración adopta, revela la complicidad inevitable con el personaje, a quien el administrador del conjunto residencial increpa por su ignorancia: “Páradais, lo corrigió Urquiza, con una media sonrisa de burla, la segunda vez que Polo trató de pronunciar esa gringada. Se dice Páradais, no Paradise; a ver, repítelo: Páradais”.
Conocemos, con el correr de las páginas, los miedos de Polo, somos testigos mudos de su incipiente alcoholismo, de su admiración por un abuelo analfabeto al que amaba y temía en partes iguales; compartimos su indignación ante la basura que los vecinos podrían recoger y no recogen, porque ahí está él, el muchacho al que basta consolar con una propina ocasional. Cuando Urquiza, su jefe, le da las llaves de su coche para que lo lave (algo que claramente no está en su contrato, de por sí abusivo, de jardinero), Polo piensa: “¡Qué ganas le daban de sorrajarle aquellas llaves en la jeta y decirle: lávalo tú, hijo de tu pinche madre, para acto seguido desenfundar el machete que llevaba al cinto y partirle la cabezota de huevo de sólo un tajo!”. Es en ocasiones como esta que se justifica la analogía de una violencia muda que liga a Franco y Polo: ambos quieren —y que se perdone la vulgaridad, pero en esas estamos— desenfundar el machete.
Qué ganas de es la frase capital de la novela, la que sugiere, una y otra vez para Polo, los caminos por los que no anda. Qué ganas de no voltear a ver a la señora Maroño, piensa en las primeras páginas, de no concederle esa mirada; qué perras ganas de “mamar trago”, de “rajar alcohol”; qué ganas de responderle al ingeniero Urquiza “Páradais la puta que te parió, pinche guango maricón”; de no acordarse de una vacación funesta en Minatitlán con su prima; qué ganas de “largarse a la chingada”; “de lanzar el teléfono muy lejos”; “de mentarle la madre” al gordo Franco; de zambullirse en la piscina del fraccionamiento; de huir del calor; de huir, punto.
Y sin embargo la novela es la exploración sistemática de su incumplimiento, de las intenciones o los deseos que Polo no persigue; que lo persiguen, más bien, a él. ¿Por qué?, parece preguntarse una y otra vez la novela, como quien lanza una piedra a un pozo y pone la oreja, pero no escucha nada. O escucha, mejor dicho, la caída misma, porque el oído de Melchor es fino y hay un vértigo que la seduce en ese movimiento, el de lo inevitable, porque aun cuando su héroe se bautiza, el agua le da conjuntivitis. En el momento cumbre de la novela, el punto exacto en donde puede dejarlo todo y “ser libre” —lo que recién ha descubierto es “su meta”— Polo se queda tieso, inmóvil. Su propia vida, una y otra vez, le resulta ajena.
Luis Madrigal
Universidad de Chicago