Mujeres que matan. Alberto Barrera Tyszka. México: Penguin Random House. 2019. 240 páginas.
“Toda mujer tiene un crimen pendiente”. Sobre esta sospecha se construye la historia que cuenta Alberto Barrera Tyszka en Mujeres que matan, su última novela. El relato comienza con un suicidio y a partir de allí se desata una investigación, contada con todo el suspenso de una novela negra, en la que el hijo de la suicida va descubriendo las razones de la muerte de su madre hasta dar con el grupo de lectura que convirtió a cinco mujeres en asesinas. La lectura como antídoto ante la violencia, pero también como arma frente a esa violencia, sería uno de los temas de esta novela. Otro tema sería el valor de la literatura misma frente a los discursos dogmáticos y simplificadores que le restan densidad a la realidad.
Después de ganar el premio Herralde con La enfermedad (2006) y el premio Tusquets con Patria o muerte (2015), Alberto Barrera Tyszka se ha convertido en el escritor venezolano contemporáneo más conocido fuera de las fronteras de su país de origen. Aunque vive en México desde hace un tiempo, su literatura se mantuvo hasta ahora anclada firmemente en el imaginario venezolano. Sus textos podían leerse como crónicas de actualidad, y de hecho así fueron leídos con demasiada frecuencia. Pero en el caso de esta novela, el mismo Barrera ha reconocido en distintas entrevistas que su intención había sido, en un principio, ubicar la historia en México y alejarse de los referentes venezolanos. Hasta que se dio cuenta de que la historia no le funcionaba. Entonces optó por ubicarla en una ciudad que no se nombra, un lugar que “día a día se desplomaba con puntual rigurosidad, como si siguiera un programa de gobierno”, donde vivir es como “jugar a la ruleta rusa”.
Las referencias apuntan a Caracas y a Venezuela. Pero la ambigüedad que se logra al borrar las menciones directas permite que la historia obtenga resonancias inesperadas. Se trata de un país en el que la máxima autoridad es un Alto Mando. “¿Quién era el Alto Mando? Nadie parecía saberlo. ¿Qué era? Era una voz acompañada de muchos hombres con armas. ¿Dónde estaba? En todos lados”. Así se explica el sistema político del país en el que cinco amigas se reúnen a leer literatura escrita por mujeres. Un club de lectura que se presenta como el antídoto ideal ante el caos que las rodea y permite construir una historia que se ramifica hasta alcanzar todos los lados de la violencia: las eternas protestas, las detenciones extrajudiciales, la tortura, el asesinato impune, el abandono, la enfermedad y, finalmente, el suicidio. Desde una variante neutra del español —donde abundan coches y automóviles, en lugar de carros; hileras o filas, en lugar de colas; elevadores, en lugar de ascensores— la historia se cuenta en fragmentos en los que, en el presente, avanza la indagación sobre el suicidio; mientras, en paralelo, se desarrollan los encuentros del club de lectura que se dieron en el pasado, hasta que las dos historias convergen en un final que no busca la sorpresa fácil sino más bien abrirse a nuevas interrogantes.
Las deudas con la tradición de la novela negra son evidentes en esta historia que sigue el hilo de una serie de asesinatos. Pero la operación más interesante tiene que ver con el cruce entre novela negra y literatura de autoayuda. Es ahí donde surge el hallazgo de esta ficción que nos lleva a suspender la incredulidad hasta aceptar los motivos de esas mujeres que matan. Porque las mujeres que toman aquí la justicia en sus manos se inspiran en un libro de superación personal, de una autora llamada Alma Briceño —inventada por Alberto Barrera— que se sostiene sobre una frase simple. “Te daría mi vida… ¡pero la estoy usando!” El manual de autoayuda no sólo sirve para interceptar el género de la novela negra, sino también para intervenir a la novela misma como artefacto que no se quiere dejar contaminar con los lenguajes marginados o marginales que se consideran ajenos a la alta literatura.
El grupo de lectura se dedica, en un principio, a leer a jóvenes autoras latinoamericanas, hasta que el libro de autoayuda irrumpe en el grupo, de la mano del único personaje que viene de un barrio popular y que tiene una visión desprejuiciada sobre lo que se puede hacer con la lectura. Pero el manual no ingresa al grupo sin resistencia y en esa resistencia podría leerse la discusión histórica que ha tenido la alta literatura con los productos populares que circulan por los mismos canales de distribución. El resultado es, en todo caso, lo más interesante de este cruce. Del mismo modo que sucede en ese país que no se nombra, lo que estas lectoras buscan en el manual de autoayuda es una solución rápida a sus tragedias personales. Una solución individual que no pase por las instituciones ni se someta a leyes o procedimientos. Como en ese país que se desbarata, estas lectoras quieren resolver sus problemas sin rendirle cuentas a nadie.
La impaciencia con la que estos personajes resuelven sus dramas, amparándose en consignas simplificadoras de la realidad, se parece mucho a esa impaciencia que cultivan los guerreros de las redes sociales que piden que todo se resuelta ya, sin importar las consecuencias. Porque el camino largo y tortuoso que utiliza las vías democráticas, institucionales y no violentas, les resulta demasiado lento y frustrante. Es en ese punto que el manual de autoayuda funciona como un primo hermano de los discursos políticos que simplifican la realidad y sustituyen el razonamiento complejo por un par frases hechas, que rápidamente se convierten en dogma. Igual que los textos de autoayuda, lo que buscan estos discursos —que bien podríamos llamar populistas— es la entrega incondicional a un pensamiento prefabricado que sustituya los saberes complejos y las acciones significativas. A medida que la ficción avanza y se van mostrando las diversas situaciones extremas que han sufrido estas mujeres, se hace evidente el encuentro explosivo entre los crímenes impunes propiciados y ejecutados por un anónimo Alto Mando y el deseo de venganza de las víctimas de esos crímenes, alimentado por consignas furiosamente individualistas. El resultado es, por supuesto, letal.
Pero, al cerrar la novela, quedan en pie serios dilemas éticos que el texto no intenta en absoluto resolver. Esta historia nos exige que nos preguntemos si seríamos capaces de llegar hasta el extremo al que llegan esas mujeres que matan. Si respondemos que sí, si nos abrimos a la posibilidad de que reine la Ley del Talión —ojo por ojo, diente por diente—, entonces la salida fácil habrá triunfado y la venganza será la única justicia posible. Si respondemos que no, el manual simplificador y las consignas dogmáticas habrán recibido un duro golpe. Creo que este es el resultado que busca Mujeres que matan, llevarnos a pensar seriamente en los extremos y mostrarnos los límites a los que no deberíamos tener que llegar. Pero esta novela está muy lejos de ser un texto moralizante. Al contrario, es una ficción que nos ubica delante de un dilema y nos deja solos con todas sus ramificaciones y consecuencias. Sin asideros. Sin respuestas fáciles. Sin una consigna que nos salve del abismo.
Raquel Rivas Rojas