Quito: El Ángel Editor. 2021. 80 páginas.
Un texto poético está estrictamente relacionado con la presencia de una voz poética que está detrás del constructo ideológico del poema y con una actitud lírica que la diferencia de otros géneros. Mi acercamiento al poemario Maneras de parar el mundo, de la escritora boliviana Melissa Sauma, ha descubierto a una voz poética que no solo trabaja de manera simbólica, sugerida y alegórica, sino que es capaz de expresarse a través de finas capas aterciopeladas que develan de a poco su sentir, sus necesidades y sus búsquedas más profundas.
El texto poético es sinónimo de libertad creadora más allá de los elementos formales que lo caracterizan. Es capaz de expresar la transparencia del alma y elevar a las palabras a la esfera de la intuición y la sensibilidad más puras. En Maneras de parar el mundo he descubierto un noble compromiso con el escenario que rodea a la voz poética, quien es capaz de abandonar el exterior para bucear en las profundidades de su océano más íntimo y personal y hacerlo con la sencillez de los creadores de verdad.
En cada uno de estos poemas intenta seguir el rastro del propio ser, se impulsa a abandonar el exterior para sucumbir en la búsqueda de una voz honesta, solitaria y paciente frente a todo lo no resuelto; en fin, como diría el poeta Rilke: “…recurrir a lo que cada día te ofrece la vida”. Eso es lo que hace esta voz nueva de la poesía latinoamericana: recurrir a lo cotidiano para convertirlo en poesía.
Una imagen de mujer dentro del cubo afirma: “he sido durante muchos años un cubo”. Esa fue mi primera visión de esta voz poética. La del humano encerrado, agobiado por los pesos de lo estructurado, por las maletas que cargan la vida de los papeles sin sentido: “Cuántas cosas cabían en esa maleta/ que mi cansancio arrastró por las calles desteñidas/ para sobrellevar, sobrecargar, sobrevivir el día…”. Una voz cansada de las “burocracias cotidianas”, intentando dejar de ser cubo. Una voz atormentada por los absurdos del día a día y que lo único que pretende es olvidar todo: “Quiero olvidar todo/ las sonrisas corteses, los saludos de las secretarias/ las conversaciones en las salas de espera/ sobre los hijos y sus futuros doctorados/ quiero olvidar cada una de las pequeñas e interminables burocracias cotidianas”.
Un ser que se cuestiona: ¿qué somos en la inmensidad del mundo? Tal vez nada más que materia cargada de pesos y credenciales que nos dicen lo que fuimos, lo que somos y lo que debemos ser: “estado civil y número de hijos/ eso que nos preguntaban en solicitud de un crédito/ en la primera cita en la primera entrevista/ equipo de futbol y partido político…”.
Afortunadamente, el agobio obliga a las búsquedas y dejan de pesarnos los cuerpos, los cargos y los títulos para ansiar: “el aroma de los cedros/ el canto de los grillos/ el silencio de la lluvia”. Volvemos a los esencial, renunciamos y dejamos de creer que “los cubos eran la única posibilidad”.
El ser humano deshoja palabras. Llueven peces del cielo. La lluvia no da tregua hasta convertirse en mar. Mi segunda visión del poemario descubre una tormenta sensorial. Imágenes fuertes y valientes de una voz poética que ha ingresado al umbral de las búsquedas, ha dejado la cubidad para viajar hacia las palabras: “Busco el origen de las palabras/ descubrir un lenguaje nuevo/ en el lenguaje cotidiano/. Cada palabra es una historia, un mito, un viaje (…) Deshojo palabras hasta palpar la médula/ intento descifrar qué digo/ cuando creo decir algo”.
Descubro un humano que se ve reflejado en todos los demás. Detecto que la voz poética apela al derecho de llorar bajo la lluvia, de mostrar sus lágrimas al mundo: “Yo no quiero llorar en los rincones/ bajo las escaleras/ ni en baños públicos/ Quiero un llanto contundente/ que limpie los llantos anteriores”. Y es ese llanto que algún momento se convierte en océano que la lleva a levar anclas y despojarse de todos los pesos cargados e ingresar al umbral de los que sueltan las amarras y se convierten en navegantes.
Una mujer faro, detenida en medio de la nada. Al fondo solo oscuridad. Es el tiempo de la gratitud, cuando la voz poética ha descubierto las maneras de parar el mundo y disfrutar de lo que nos ha sido otorgado. De manera profética, ella se adelantó a la pandemia mundial y construyó esa epifanía de la que habla Gabriel Chávez en la contratapa del libro para incitar al renacer y a la reinvención: “Apenas una pausa para comprobar /que cada acto tiene un eco/ que cada inhalación nuestra es a su vez/ la exhalación de alguien/ quizás un árbol o un pájaro/ que somos un mismo ser con distintas miradas y nunca somos los mismos después de cada intercambio”.
Da paso al poder sanador de la memoria escrita en el cuerpo porque somos el producto de latidos anteriores que dejan cicatriz, somos varias mujeres en una sola convertidas en faros y en voces. El cuerpo se convierte en elemento imprescindible de esta parte: un cuerpo para agradecer, un momento para habitar la medida del cuerpo que abraza y permite “sentir el pulso del universo”.
El pasado ha quedado atrás, lo que importa es volar al presente para buscar un lugar en el mundo, un centro que permita a esta voz poética aprender a ser en lo esencial. Es la elección de la simplicidad que devela un conocimiento de sí misma para enfrentar el mundo. Una voz convertida en una suerte de ave que ha elegido la simplicidad para vivir y para contar. Una voz casada consigo misma en el más bello ritual nunca antes visto, que vuelve a ser niña para sonreír y escribir poemas a la luna. Esa es la niña que desde este presente creado escribe para conservar la magia: “Hay una parte de mía que elijo conservar siempre/ Es una niña que conoce todas las respuestas/ de todas las preguntas que sembraré algún día…”.