Chile: LP5 Editora, 2022. 129 páginas.
“Lo primero/ no es la luz”, con estos dos versos empieza uno de los poemas del nuevo libro de Gladys Mendía, Luces altas, luces de peligro. Una declaración que incardina la voz y fija la mirada de una poeta que camina al lado de los suyos, convirtiendo en palabra lo vivido, como si lo que realmente nos constituyera, expulsados de la luz anodina, fuera el éxodo.
“Lo primero/ es el movimiento en el espacio/ tiempo/ y el espacio tiempo es presencia”, sigue más adelante el poema. Son determinantes las pausas. Primero el tiempo y en un instante posterior, la encarnación, una existencia nómada. La voz que se alza entre el gentío es femenina, como lo es el gesto que preserva con dignidad, en medio del trasiego, lo vulnerable. La poeta atiende a la fragilidad y también a la fortaleza de un pueblo entero, atravesando un lugar que a menudo nos parece desierto. Un pueblo, un continente que nos reúne a todos, Latinoamérica. El poema se convierte en canto, canto para la conciencia.
Las luces de peligro nos advierten del desastre, ese tiempo suspendido, “siempre por venir, siempre pasado”, parafraseando a Blanchot, y Gladys Mendía busca el lenguaje que se acerque a describir ese lapso que transcurre sin nosotros. Poemas en verso o en prosa, de estructura quebrada, que reflejan paisajes poblados en desorden, una ciudad en permanente construcción, un continuo que nos devora.
Sin embargo, no podemos movernos sino en ese continuo, no podemos hablar sino sobre el silencio, y a menudo no queda otra que hacerlo por encima del ruido. La palabra será una raíz aérea que alimenta el alma. La palabra como vibración, sonido que se expande, palabra plural en múltiples lenguas, guaraní, mapuche, maya, wayüu, quechua, voces que “hablan tan fuerte que es imposible no escucharlas”, una ofensa para el poder totalitario. Gladys Mendía reflexionará sobre la instrumentalización del lenguaje, sobre la pérdida que supone la uniformidad.
“SI SE SUBE O SE BAJA ES CUESTIÓN DE PERSPECTIVA, LO IMPORTANTE ES HABITAR EL LUGAR EN EL QUE CADA UNO OFICIA SU LITURGIA”
El hombre que explica la Historia desde el púlpito lleva traje gris y sirve. La fraternidad, por el contrario, se encuentra en el círculo, allí donde cada uno comparte su relato. “La voz mosaico/ la voz fragmentada/ la voz muchas voces”, nos dice la poeta. Voces que no sirven y algunos querrían desahuciadas. Voces pequeñas, irreductibles. “Voces ante las que tu corazón/ en el corazón de tu madre se resguarda”, nos decía Celan. Volver. Devolver la voz a los que la perdieron, aguzar los sentidos, ver y oír lo negado. Ése será el oficio de quien tiene voz, reconocer los rostros, reconocer las lenguas, devolverles la presencia.
No es gratuito el título de la primera mitad del libro, “Astrolabio para crisálidas en calles latinoamericanas”. Tal vez todo lo que nos apunta Gladys Mendía sea guía para mantener un rumbo adecuado, un rumbo para la mirada y para el gesto, un rumbo para la palabra. Nos llama la atención sobre aquello en lo que deberíamos fijarnos, acaso nos pase desapercibido. El desarraigo ha ido calando en nuestras sociedades, al punto de haber extraviado los sentidos. Minó la compasión, desacralizó la relación con el prójimo y nos hizo incompetentes ante la belleza. Los versos de la poeta parecen gritar para que despertemos. Siente, te dice. Recupera tu alma, si el alma es como afirmaba María Zambrano aquello que hay entre el yo y el afuera.
Cobrarán, entonces, vida las imágenes. Mira lo que duele, lo que se quiebra, lo que muere. Mira, también, lo que vive y celébralo. Deja de correr y mata el tiempo contemplando como mudan las formas bajo la luz cambiante. Encuentra por ti mismo esas verdades diminutas que irán perfilando tu memoria. La existencia se hace extraña, a veces vivimos en el asombro, otras en la perplejidad de la paradoja, será inevitable.
Gladys Mendía configura su óptica, al igual que lo hace el pintor en el lienzo. Busca el punto donde ubicarse, juega con la perspectiva, escribe sobre el asfalto, en la tierra o en los cuerpos, dibuja las calles, retrata su desnudez y desgobierno, los lugares que quedaron en medio de la nada, encrucijadas de las que parten carreteras hacia ninguna parte, la prisa. En ocasiones, el zoom se abre o se cierra, se aíslan imágenes, se cambia el enfoque, como si manejara una cámara cinematográfica.
Será por el modo que tiene de relacionarse con el espacio, la forma de utilizar el lenguaje para que el símbolo produzca un desdoblamiento en el que apreciar la hondura. En la segunda parte que lleva por título “La materia del descenso”, recurre a las figuras de la mística para desvelar la inconsistencia; léase también fragilidad de la existencia, que de otra forma había mostrado en los poemas anteriores. Ahora “el tiempo es la morada del rito”. Introspección. Un examen sobre el propio andar, sobre la relación con el o lo otro, sobre la percepción de la vida y de la muerte.
Los poemas se intercalan con insinuantes fotografías de escaleras. Si se sube o se baja es cuestión de perspectiva, lo importante es habitar el lugar en el que cada uno oficia su liturgia. Anudar o desanudar, ascender o descender, al fin y al cabo, una escenificación, reflejos. Somos la materialización de la pregunta que la muerte se hace a sí misma, “nosotrxs somos la muerte preguntándose/ qué es la/ muerte”, nos dice la poeta. Vivamos plenamente, pues, el tiempo en que ensaya su respuesta.