Uruguay: Editorial Yaugurú. 2021. 62 páginas.
La palabra desnuda — que le da título al libro, y que comprende La palabra desnuda propiamente dicho y Diario de un clavo— es un texto en que el lenguaje poético es el centro de gravedad de las palabras, y donde las cosas se transfiguran en espejo del deseo. Acostumbrado a jugar con las ideas y con las palabras, Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958), poeta, narrador y ensayista, apela a hacer del verso una erótica del lenguaje. En él las palabras son gestos, no cosas ni objetos ni fenómenos —como quería Sartre. En forma de aforismos —o silogismos— ensambla el primer libro, articulado a base de una búsqueda de sentidos y de la música secreta de las palabras, en un diálogo en voz alta con el silencio. Aquí el poema es acto, juego con el pensamiento: nunca búsqueda de ideas o de sistemas sino de luz y deseo. Lectura del cuerpo y escritura del mundo, en su obra poética, la palabra es la “morada del ser” —como apuntó Heidegger. Si se prefiere, la suya es, en esta obra, un elogio al lenguaje y una celebración ontológica, en una factura heideggeriana. En ella, las cosas dialogan con los cuerpos, la materia con los elementos, en una melodía secreta, pero vital, ígnea y energética: de su cuerpo y su desnudez, del rostro y su máscara, de la piel y sus deseos. Las frutas y los vegetales, los minerales y los objetos, son signos que adquieren significaciones en su universo poético.
Así pues, el mundo natural ejerce su imperio sobre el mundo social, donde el reino de las cosas queda sepultado bajo el signo, no del canto sino del pensamiento. Poesía de ideas no es otra que la que contiene La palabra desnuda, otro libro en cuya escritura Courtoisie se alumbra con la antorcha de la filosofía, poniendo en crisis los límites y los bordes de la imaginación. Su poesía deslumbra en ocasiones; en otras, desborda los márgenes de la mirada, y a ratos, enceguece. Cada texto es, pues, un acto, un deseo de ser y una voluntad discursiva. Como poeta, Courtoisie busca resucitar el sentido del lenguaje antes que el de las cosas, de tal suerte que siempre está nombrando, designando y significando. En efecto, el ser lírico no cesa de ponerles nombres a las cosas, como un dios o un sujeto omnisciente: el logos busca su materialidad, mientras el acto se hace palabra en cada instante.
Continente y contenido, significado y significante libran una batalla de signos, en la que la voz poética del autor juega al juego ontológico de las palabras. Dicho en otro sentido: en esta obra, el poeta desnuda las palabras y les extrae su sabia y su savia. Le succiona la raíz a la razón, y hace poesía con el cuerpo. De modo que, en la obra lírica del autor de Estado sólido (Premio de Poesía Loewe), el verso y la palabra son paridos por el cuerpo y sus deseos, más aun, por la piel y sus incandescencias: “Una palabra desnuda acaricia el silencio./ El silencio es la piel de las palabras./ A veces mejor no hablar./ Hay que callarse para decir”.
Como se ve, estas sentencias silogísticas, de aliento poético —que evocan al Wittgenstein del Tractatus logico-philosophicus—, se leen como una poesía filosófica o como una cierta filosofía en verso —a la manera de Pessoa o Juarroz. Es poesía en clave aforística, más bien, pero subsumida en una tradición profana, y que se transforma en parodia o notas al margen de la tradición filosófica, y aun fenomenológica. Y es justamente en ese decir, en ese modo de enunciar, en donde hay que situar la órbita del mundo que crea —y recrea— el poeta uruguayo, no sin dejar de cantar en tonos silenciosos y espejeantes en cada página.
En cambio, en Diario de un clavo asistimos a una escritura paródica a la tradición bíblica judeocristiana. Es poesía más personal, irónica, desmitificadora, que dialoga más con la tradición epigramática latina, cuya retórica apunta a la articulación de una poética que entra en contrapunto con La palabra desnuda. Hay aquí otra estrategia de escritura, otra técnica expresiva de concepción del poema y de la forma. Es un libro de humor, de una mayor temperatura erótica, nutrido de adagios y fraseologías populares, en que los versos se mueven con mayor libertad expresiva: “Cada cosa del mundo/ Es el mismo clavo/ Que la noche/ De una u otra forma/ Todos vamos a soñar”.
El clavo es el pretexto, el protagonista del canto y del discurso, fuente de los efluvios imaginativos, que articulan el tiempo y el espacio del poema. Courtoisie es así un poeta de las cosas, capaz de hacer poesía de los objetos más triviales, pues para él las cosas no son objetos sino palabras: signos. Como “poeta de las cosas”, nos recuerda al poeta francés Francis Ponge, en su libro De parte de las cosas. Es una poesía que se escribe con palabras, pero que canta y nombra a todas las cosas: a los elementos materiales del mundo mineral y vegetal. Así, el clavo adopta múltiples acepciones y sentidos: vive y convive con el resto de las cosas. Se matrimonia con los cuerpos. Se hace sustancia y símbolo. “La soledad de un clavo no es como la soledad de una piedra. La piedra está quieta, en su lugar, viene del tiempo y se va al tiempo”, dice Courtoisie. De versos enumerativos, en medio de un bosque de sinonimias, poblado de signos y eufonías, Diario de un clavo es una proeza de la imaginación y la fantasía, un texto de vuelo verbal y juegos metafóricos. El clavo es así una personificación que actúa como pretexto del poder de la imaginación poética: “Un clavo vivo/ Desnudo/ En la oscuridad/ Es un relámpago”.
Entre La palabra desnuda y Diario de un clavo median un abismo y una voluntad de estilo. Con ambos libros, Rafael Courtosie sigue con pasos firmes su vocación de ruptura y búsqueda de registros expresivos, en una desafiante odisea imaginativa, donde la fantasía del verso se conjuga con el movimiento de las adjetivaciones. En su obra poética, en síntesis, la palabra se desnuda en sus meandros sensibles y en su versatilidad simbólica.
Ambos poemarios se conjugan aquí en una unidad, pero con registros diferentes, en el que La palabra desnuda los engloba en una simbiosis lírica, de una gran potencia imaginativa.