Caracas: Editorial Eclepsidra. 2021. 102 páginas.
Si alguien pregunta díganle
aquí no pasa nada, no es más que la vida…
Eliseo Diego
Así como no podemos sostener
mucho tiempo una mirada,
tampoco podemos sostener
mucho tiempo la alegría…
Roberto Juarroz
He elegido estos epígrafes porque no me cabe la menor duda de que alumbran el camino por el que se mueve no solamente la cuidada escritura sino también la emoción, nunca desbordada pero siempre manifiesta, y también las remembranzas, del narrador de Faralá y otros versos (Editorial Eclepsidra, 2021), a quien a veces uno, involuntariamente, confunde con el autor, José Manuel Aguilera.
Ciertamente, el lector encuentra en las más de cuarenta estaciones de este poemario una respiración muy despierta, con aire y pulso propios. Es como un intenso rezumar inmanente o una suerte de rizoma que se hunde en la caverna subterránea hasta alcanzar un fondo para con la prima materia de allí extraída dar forma a las arquitecturas vitales que ocupan el espacio cedido por Eclepsidra. Y no se trata de que lo vivo y entrañable sean invocados, den cuerpo a estas páginas, lo que es importante y así ha sido obviamente, al menos para mí; mas lo esencial es que la vida misma, con su tedio, su spleen, su saudade, su alegría transitoria, su inmodestia, su risa inestable, sus quejas, enfermedades, tragedias, momentos de felicidad, sus rutinas bursátiles e hilarantes; esa vida cavilosa y nostálgica, estoica y quejumbrosa, que tuvo cumplimiento o está llena de incertidumbre y navega con una brújula de control relativo, con sus pausas y agujas; ese diario vivir en pos del encuentro aunque al paso venga el desencuentro; todo ese monzón oceánico se escucha, resuena, reverbera coloquialmente, sin rebusques lingüísticos, con muy pocas metáforas y en cambio con mucha llaneza, sencillez y naturalidad en Faralá y otros versos.
Y otra invitación de este narrador se muestra en algunas señales, dispuestas aquí y allá, que de manera espontánea nos llevan a dibujar una mueca que apenas excepcionalmente se convierte en sonrisa porque, por lo general, cuando se desliza en la forma de ironía solo una capa de asombro, extrañeza, admiración o ligero humor se movilizan. El mismo título del libro pretende acaso desplazarnos hacia ese terreno. Faralá, indica la RAE, viene de farfalá, y es el volante o faralao de algunos vestuarios a veces excesivos “y de mal gusto”. Pero el poema que lleva este título en la página 39, poco faralao nos depara: “El epílogo en la historia. / Los últimos instantes de la piel. // ¿Sabemos cómo son? (…) El íngrimo final, el beso, el abrazo que se pierde en el telón, ¿ya sucedió?”. Aunque tal vez esta pregunta filosófica además es irónica. Hay que añadir que José Manuel se fija en el mundo de las apariencias y descansa cuando esa envoltura o superficie se delata y cesa.
Me interesó mucho de este libro la sutileza de su estructura pues, aunque diera la impresión de que avanza desde el principio hasta el fin en una sola andadura, realmente no es así. Inicialmente, los textos buscan afanosos su equilibrio sobre versos, escalas, detenciones, ritmos ondulantes, sostenidos sobre una prosa poética que irá dando forma a toda esta arquitectura germinal. Pero más o menos a partir de la zona central del poemario, el autor estará cada vez más comprometido con una fuerza narrativa que irá ganando énfasis hasta convertirse en escritura protagónica. Y entonces, en la necesidad de volver cuento el canto, ya anunciado en un grupo de poemas se diría que íntimos, se evoca al padre inmigrante, a unas pequeñitas adoradas incondicionalmente, a algunos recodos de la niñez necesarios para “pasar a competir en otras ligas”. Tras estas memorias poco a poco la versificación irá cediendo al mandato, casi, no solo de la microficción sino del microrrelato (muy evidentes en todos los textos del último tramo del libro).
Por último, dos aspectos que no puedo dejar de reseñar. El primero se relaciona con una veta que no dudaría en adjetivar como existencialista. Este narrador se plantea asuntos que merodean el drama vital. Y junto a esta suerte de revisión de los trabajos y los días, un segundo elemento corre paralelamente como savia nutritiva. Me refiero a ese dejo de asombro, incertidumbre, dolor, nostalgia, constatación de una esperanza desesperanzada. Es un tono. Un color, quizá, que impregna de calor todo lo que toca. Y lo hace con acento humano, muy humano.
Cuando terminé de leer por primera vez el libro no lo pude asociar a la tradición confesional o conversacional característica de la década de los ochenta venezolana. En cambio, percibí un eco de la entonación de esa prosa rápida del Jack Kerouac de Tristesse y de los gritos soterrados de Charles Bukowski en su poemario Padecimiento continuo, donde es notorio un uso melancólico de la ironía.
En lecturas posteriores estas afinidades que creí encontrar al principio cesaron. Me di cuenta de que José Manuel no se propone unas tentativas tan delirantes o alucinadas. Ni tampoco cuestionar o acompañar a otra generación de poetas o a alguna tradición en particular, aunque aquella calle del grupo venezolano Tráfico quizá le dio algunas pistas. Su gesta, repito, es constatar que, en efecto, “aquí no pasa nada, no es más que la vida”.