Érase una vez en el Chocó. Cristian Valencia. Bogotá: Planeta, 2019. 216 páginas.
Érase una vez en el Chocó es una novela que contiene dos novelas. Quizá tres.
La primera es la historia de un hombre que busca a otro hombre en la selva chocoana. John Soto, el protagonista, el narrador, tiene nombre de pistolero. Es lo primero que dice de sí mismo. El padre, fanático de las películas western, le puso el nombre de su ídolo: John Wayne. Esta denominación de origen se le impondrá como un destino. Soto es el epítome del gunman llamado a la aventura. Un hombre derrotado de una guerra antigua, como el personaje de Wayne en The Searchers, la película de rescate por excelencia. El héroe no tiene un lugar en la sociedad, ni una casa a la que llame hogar. Si acaso un gato. En esa orfandad acepta la invitación a incrustarse en el corazón de las tinieblas. Sí tiene un pasado. Una prehistoria. Este no es su primer viaje al horror. Antes hubo otros. En su hoja de vida figuran experiencias como soldado profesional. Ha recorrido el país de la guerra. Conoce las topografías de la sangre y a sus actores. Ha visto a los ojos de Medusa y la bestia le ha devuelto la mirada. Incluso, este no es su primer viaje al Chocó. Antes estuvo en una misión militar. Es la primera vez que va por su cuenta, porque quiere, quizá porque precisa de una cuota de riesgo para enraizarse en la vida. Quedarse en Bogotá, permanecer en el centro seguro, es también momificarse.
El motivo de la aventura es nimio, una excusa. El padre de Lola, su vecina, otro aventurero irredento, se ha marchado a la selva tras el sueño de unas minas. Hace tiempo que la hija no tiene noticias suyas. Por eso le pide a John Soto que vaya a buscarlo. El héroe acepta. Acepta porque la búsqueda de un anciano parece darle un motivo noble para la acción. Así es como aterriza en el aeropuerto Mandinga de Condoto. Debe llegar a Istmina. Nunca llegará allá. Sus caminos se extravían. Hay en su voluntad el deseo de ir adonde debería hallar al viejo. Pero su voluntad no es mayor que las fuerzas telúricas que desde hace siglos mueven la vida del monte. El viaje es una verdadera katábasis. Durante seis días se moverá entre una maraña de ríos y árboles y peligros que no entiende, que no puede entender. En ese sentido, a diferencia de héroes clásicos que penetran la selva —piénsese en Marlow, en Arturo Cova—dueños de sí mismos, rectores de su destino, en la aventura de Soto no hay ningún método, excepto la huida. Desde el primer capítulo se convierte en la presa en un juego de muchos gatos y un solo ratón. El buscador transmuta en el hombre más buscado del Chocó. Todos los actores armados y civiles, legales o ilegales, quieren algo de él. Necesitan atraparlo, meterlo en su red, enredarlo en sus apuestas. La dirección de la aventura no depende del actor principal, sino que este termina arrastrado por un maremágnum de sucesos que escapan de sus manos. Al final, entenderá que lo mejor en el Chocó es “no hacer planes, sino dejarse llevar por ese flujo continuo y desordenado de vida” (179).
Bajo ese principio, la novela se convierte en una sucesión de peripecias cuyo sentido último escapan al héroe. Este huye como un animal citadino perseguido por la jauría del monte. Cada día es un acto de escapismo, una carrera por la vida. Detenerse es morir. La muerte acecha detrás de cada árbol, en cada remolino. En la sombra hay ojos que miran, fuerzas atávicas armadas hasta los dientes, mandíbulas hambrientas. Y mientras huye, en las pausas para tomar aliento, algo entiende de ese mundo, descubre alguna pequeña verdad. Por ejemplo, que a los chocoanos les encantan los colores vivos, que la terminación dó significa río, que todo el mundo “tiene que llevar algo de un lado para el otro, pero ese algo no se puede mostrar y tampoco se le puede decir a nadie de qué se trata” (144); que “mientras menos mires, menos sabes; y mientras menos sabes, más vives” (143) o que el Chocó “cobra todo lo que da, aunque no parezca” (188). Al final, el aventurero descubre que en ese mundo agreste ninguna aventura, ningún relato, es posible. Ni siquiera John Wayne sobreviviría, pues antes de que desenfundara su revólver, se “hubiera muerto de tifo, de fiebre amarilla, de gangrena, de cólera, de mal de ojo, de algo” (147). Una vez descubierta la inutilidad de sus esfuerzos, vencido a la evidencia de un orden superior, a la ley de la selva, a John Soto solo le interesa salir vivo. En ruinas, pero vivo. Así termina la novela: un hombre derrotado, que huye por un río traicionero, con la aspiración de llegar a ninguna parte.
La segunda novela trata sobre los chocoanos. Los de nacimiento y los que llegaron de lejos y ahí se quedaron. Los dueños de la tierra, de los ríos, de los árboles. Cada uno tiene una historia que puede contar, una tradición, alguna traición. Cada personaje que se atraviesa en el camino del héroe, que colisiona contra él o le tiende la mano, es ella y sus circunstancias. Los caminos del agua que los plantaron en un margen del mundo que también es centro. Son ellos y ellas quienes le dan un orden a ese mundo que desde afuera parece desordenado. Es evidente que “este es el lugar ideal para traficantes de todo lo que sea ilegal. Un paraíso para piratas. Lejos de dios, del diablo y del Estado” (127). Pero, y la palabra “pero” es importante, es también un sistema mundo que tiene unos principios, unas leyes no escritas en ningún código, palabras que organizan la vida. Normas creadas por la mera convivencia. Sí, este es un mundo violento, pero la violencia también instaura en estos seres unas maneras de ser, de estar, de convivir con ella. Las violencias, que campean en este territorio verde y líquido, configuran unos paisajes humanos, un lenguaje, una cosmovisión. En ese sentido, John Soto no puede entender a los chocoanos. Es un extranjero, un extraño, que no entiende su realidad más íntima. Si acaso puede decir cómo van vestidos, las cosas que dicen, lo que hacen, lo que ellos cuentan de sus vidas, las historias que desean contarle y cómo quieren contárselas. En ello, el relato en primera persona se ajusta a una mirada limitadísima de la otredad. Hay un mundo incognoscible de los otros. Un reducto de sombra donde estos hombres y mujeres se ocultan de la mirada del narrador. Lejos de caer en la dicotomía de personajes buenos y malos, de amigos y enemigos, que operan en torno al protagonista, lo que evidencia la novela es que los chocoanos son ambiguos, que no existe un chocoano universal, que no hay manera de homogeneizarlos y decir son así o de esta manera, que cada uno tiene unos motivos y unas agendas propias y una particular relación con la tierra.
La tercera novela trata sobre el Chocó. El otro gran protagonista de la historia. Más que una región exótica, un departamento olvidado, una tierra de nadie, el Chocó aparece como un cronotopo sensorial, un mundo que se mete por los sentidos y parasita los cuerpos. Un universo con una vida propia hecha de disímiles procesos históricos, culturales, económicos, que es también un tiempo, un clima, unos colores. Un infierno verde donde todo se hace detrito, donde las casas “se descascaran como si padecieran de una implacable variedad de lepra. Pero no es una enfermedad. Es el trópico, es la selva” (67). Un espacio que crece hacia dentro, donde la lluvia es una constante vital que hace decir al narrador: “Si cierro los ojos y alguien me dice al oído la palabra Quibdó, comienzo a escuchar la lluvia sonar dentro de mí, como si mi cráneo fuera de zinc” (100). Es también un lugar que no existe oficialmente, al que solo la clandestinidad lo define y lo hace posible (115). Así pues, pareciera que el Chocó de la novela, más que un espacio geográfico, es un estado de ánimo, una manera de habitar y ser habitado, una paradoja hecha territorio. Un lugar donde las pobreza y riqueza son palabras sinónimas, pues como dice un personaje: “debajo de tanta pobreza lo que hay es plata por toneladas. Cuando la madera, el oro y la coca se van, los billetes llegan y se quedan” (126). En fin, que el Chocó es también sus relatos, los muchos discursos que lo atraviesan, la manera en que Cristian Valencia lo hace palabra.
Rodolfo Celis