Madrid: Visor. 2022. 114 páginas.
En la esclarecedora nota preliminar con que se abre En falso, la venezolana Gabriela Kizer afirma que la percepción del tiempo puede llegarnos como una revelación angustiosa hasta que se convierte en conciencia. Las preguntas que se hace luego perforan sin ruido las cinco partes en que se divide el poemario, barrenan y oxigenan la superficie: ¿cómo dar forma a los vínculos, a la relación con el país, cómo dar sentido a estar en la vida y con el otro? En definitiva, persiste la terca duda sobre cómo hacer, de qué manera nombrar, cuál es la capacidad de las palabras para recoger la vida.
La espléndida primera sección activa la memoria como depósito vivo del que extraer escenas o prendas que se agitan haciendo señales, y que a las claras nos muestran la gravidez del pasado. En el primer poema, ante el rostro de Caronte es rescatada una carreta en la que alguna vez se lució un vestido de terciopelo rojo, y se duda en el último verso sobre si la moneda apretada en la mano alcanzará para el perímetro de hoy. En el fondo se adivina la cuestión latente en los versos: si alcanzarán las palabras para lo sucedido, para la pérdida, para tanto desastre como veremos después.
Topamos además con potentísimas escenas configuradoras de la voz: un cuarto oscuro donde un esqueleto de risa congelada aguardaba la confesión infantil, un carnicero destazando un fémur gigante, la gata con las tripas abiertas, y tantas más que conforman una mirada exacerbada e intensificadora. En esta primera parte pesa el pasado con su merma, pero igualmente se cimenta una voz que pide y preserva en un rememorar que funciona como contrapeso a la pérdida. En “Tres sueños”, por ejemplo, se reitera la fórmula “pero yo quiero”, con un sujeto que reclama mucho y que vuelve presente lo que se esfumó: “el agua que se disuelve y aglutina”, “la poción de cebada a medio moler”. Esta primera parte de En falso rastrea la filiación en el abrigo materno de cachemira gris, en los ojos ciegos del padre que confunde números, en el diálogo con una abuela muerta a quien se interroga en vano: “¿quién nos da un rostro? / ¿quién desgarra nuestra triza de origen?”. Las palabras atestiguan el origen desde el viaje de los ancestros al Nuevo Mundo, claman y cuestionan de forma constante.
En la segunda parte, como bien anuncia Luisa Castro en su prólogo, los poemas se hacen más narrativos, en consonancia con una mayor exploración de lo común. Todavía afloran imágenes del pasado, pero nítidamente los versos se escoran hacia unas vivencias más recientes que buscan cartografiar el desamor o el desencanto. A pesar de ese anclaje más cotidiano, los versos recogen la veta de tradición literaria de la mitología, las fábulas o los cuentos, a la vez que incorporan versos en cursiva de otros autores, muchos de ellos consignados en una nota final (Homero, Kafka, Andersen, Sánchez Peláez, Vallejo o Rulfo, por citar solo a algunos). Va asentándose una sensación de colectividad a partir de las voces trasvasadas al cauce central de la voz poética ―recuérdese su impresionante Tribu―, y en dicha confluencia se juega también la permanencia de la identidad: “Y cómo somos y no somos los mismos”. No se abandona la reflexión sobre el instrumento verbal, y en un poema como “Ríos” se alude al “lenguaje cenagoso” que avanza en consonancia con el paisaje cambiante de la vida y su curso fluvial.
En falso ofrece también un conjunto de poemas en prosa donde el diálogo se abre a diferentes texturas y apariciones: desde el maquillaje Lancôme o Safo, pasando por San Agustín, Lispector y Apollinaire, hasta terminar ―una vez más, sin citar a todos― con Farruquito, Callas o Marilyn Monroe. Se adensa esta tercera sección con la presencia de algunos textos metapoéticos que dan cuenta de la dinámica de escritura: “A veces quisiera vaciar el poema. / Que respire sin memoria ni partículas de lodo / en el fondo de la copa”. Incluso Poe se pasea por el texto titulado “Filosofía de la composición”. Sigue transparentándose el palimpsesto, la convivencia de la tradición y lo contemporáneo, en un diálogo a ratos irónico que entrevera fogonazos de alcance con cierta deliberada superficialidad (“Yo también detesto los temas femeninos, pero se trata de la base que prefiero y del rímel que no me produce alergia”).
La penúltima sección del libro constituye uno de los momentos cumbre del poemario, con dos largos poemas en prosa como dos grandes pulmones sin resuello: “Crónica, 2014” y “Tierra de gracia”. En el primero Venezuela se hace trizas en cada párrafo, en ese callejón sin salida que es la repetición con leves variantes de la fecha (“Fue a finales de febrero de 2014”). La presencia del ejército, los balazos en la calle y el desabastecimiento rodean a un yo inserto entre tantos otros ciudadanos despavoridos: “Y mi nombre solo servía para representar a una mujer de clase media que vivía en una urbanización del sureste de Caracas”. En el segundo texto vemos la descoyuntada coexistencia de la evocación literaria, los robos de la ciudad, los fantasmas en busca de alimento, el calor de esos días y las infaltables gracias a Dios por estar vivos. El resto de la sección se puebla de personajes arrumbados en un paisaje demolido por la pobreza y el abandono (en cursiva, sonando, el verso de Vallejo: “no nos vayan a haber dejado solos”). La pérdida también vibra aquí, en el desmoronamiento de un país, en la constatación de lo que ya no existe. Kizer detalla al comienzo su práctica de la crónica con palabras tomadas de José Balza: “crónico como dolencia: la palabra que sufre”. Se nombra a bocajarro el dolor, se toca la herida abierta.
La sección V lleva el título del poemario. Los últimos textos de En falso retoman imágenes de otras secciones, y tras la mirada al pasado, a lo doméstico, a la literatura, al país, la voz (se) pregunta: “Y ahora qué ofrecerte, palabra, / qué desear de ti”. La suerte está echada y se hace lo que se puede: “Aquí, entre dientes, mascullamos / el mundo que no es.” Regresa la ciudad indigente y la precariedad se instala en la mirada, que se llena de huecos. Cuando la voz no parece ya entender la lengua familiar y las preguntas sobre el pasado llegan hasta hoy, entonces, da la sensación de que el libro se va desencuadernando en manos del lector. En un mosaico de voces que construyen poliédricamente la realidad, el poemario se va derramando en preguntas cada vez más acuciantes: “¿Y Caracas, qué sabes de Caracas? […] ¿En qué país estamos, Agripina?”. Sin embargo, sobrevive la voz nombrando, al rescate una vez más. Se pierde todo ante los ojos, el rostro propio se deshace en el tiempo, y en el último poema se detalla lo ya ido, también lo que se irá: días, hijos, amigos, padres… Pero somos más, hay más voces que afianzan, salvan: “No llores, no llores. […] Y vas a levantarte, vas a levantarte cantando”. He aquí la respuesta a la pregunta del comienzo, cómo hacer: desgarrando el canto. Un canto hecho jirones, pero canto al fin.