El síndrome de Lisboa. Eduardo Sánchez Rugeles. Madrid: Amazon e-Book, 2020. 171 páginas.
Venezuela es un buen lugar para imaginar el fin del mundo. Esa parece ser la premisa que sostiene la historia en El síndrome de Lisboa, la más reciente novela de Eduardo Sánchez Rugeles. En efecto, el descalabro social, cultural, económico y político venezolano ofrece el escenario ideal para una historia apocalíptica. En esta novela, sin embargo, el fin del mundo sucede en otra parte. Desde las primeras páginas presenciamos un cataclismo que ha obliterado la ciudad de Lisboa y tal vez también el resto de Portugal. Más adelante sabremos que se trata de un asteroide o un meteorito. Tal como sucedería con bastante certeza en la vida real, la falta de información sobre el origen y el alcance de la tragedia se debe —en la ficción— al bloqueo de los medios que impone de inmediato el gobierno. Es ese marco de represión y censura, de imposibilidad de saber lo que realmente pasa, lo que permite representar de manera tensa y angustiosa un posible cataclismo universal.
El hecho de que el relato se construya con el telón de fondo de un lejano fin de mundo, permite también poner en perspectiva un drama más cercano. Una tragedia que se presenta en siete movimientos, como en la partitura de una sinfonía, comenzando por una obertura, pasando por dos allegros, un scherzo, un adagio y terminando en un ofertorio precedido por un réquiem. En cada capítulo se entrelaza la historia de Fernando Morales, profesor de bachillerato, con la de su protector y amigo, el portugués Moreira. Los protagonistas están atravesando un momento definitivo. Mientras Fernando pierde a la mujer que ama, Moreira pierde el país en el que nació. Pero sus actitudes son opuestas. Moreira es un optimista que cree en la salvación y en la bondad fundamental de los seres humanos, mientras Fernando va perdiendo toda esperanza a medida que pasa por el deterioro sostenido tanto de su relación de pareja como de las condiciones de vida del país.
En medio de estas dos historias están los estudiantes. Un grupo de jóvenes soñadores que quieren seguir adelante a pesar de todo y a los que Fernando ofrece refugio en el centro cultural La Sibila que se convierte en el único espacio significativo de sus vidas. El centro está ubicado en una casa donada por Moreira para mantener viva la actividad cultural en una zona que es también protagonista de la novela, la urbanización Bello Monte de Caracas. Sus panaderías, cafés, bares y restaurantes, calles y avenidas, ocupan un espacio relevante en la historia, junto con el río Guaire, que divide la urbanización en dos partes bien diferenciadas. En ese espacio se mueven los estudiantes en medio de una guerra que se expresa en sostenidos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, así como en permanentes incendios y explosiones, que agregan un elemento más a la oscuridad del ambiente, producida por la lluvia de cenizas que oculta el sol desde el cataclismo que destruyó a Lisboa.
Mientras la vida de Fernando se deshace, en medio de una guerra local y una tragedia universal, el viejo Moreira le cuenta su escape de Portugal, perseguido por otro estado represivo y policial, así como su llegada a Venezuela y el proceso de adaptación y eventual prosperidad en el país que lo acogió sin reservas. Poco a poco las dos historias convergen y de algún modo las lecciones aprendidas en el pasado sirven para impulsar las luchas del presente y para alcanzar una resolución que es, al mismo tiempo, esperanzada y devastadora. En el camino quedan los héroes y los mártires, los presos torturados y los estudiantes ajusticiados. Pero queda también una interrogante abierta sobre la posibilidad de redención de algunos individuos que, aunque trabajen para las fuerzas represivas, podrían guardar todavía un rastro de conciencia humana.
La ficción especulativa se cruza así con elementos de la novela de aprendizaje y de la narrativa romántica, dando como resultado un interesante cruce de géneros. Pero más que la representación de un futuro posible, o incluso de un presente paralelo, lo que esta historia parece estar proponiendo es un pasado alternativo. Porque, más allá de la historia apocalíptica, lo que prevalece en esta ficción es la reescritura de ese momento del año 2017 en el que los jóvenes venezolanos, armados con palos, piedras, bombas molotov y escudos improvisados, se enfrentaron sin esperanza de triunfo a los cuerpos policiales de uno de los estados más represivos del mundo.
Sánchez Rugeles imagina en esta novela la posibilidad de que esos jóvenes hubieran triunfado contra todo pronóstico y contra toda lógica política. Esta historia propone ese movimiento como una gesta heroica en la que el triunfo podía haberse logrado a fuerza de empeño y buena voluntad, además de un último y definitivo sacrificio. Esa ofrenda final se sostiene, de manera elocuente, sobre una canción del grupo portugués Madredeus en la que se repite una frase que podría ser considerada como el himno más certero de todo movimiento voluntarista: “haja o que houver”, pase lo que pase.
La virtud innegable de esta novela es la capacidad de representar esa forma de ver la política venezolana que se basa en la emoción, la pasión y la espontaneidad. Por eso, la ausencia más clara en este texto tan político es precisamente la razón política. No hay organizaciones o instituciones de ningún tipo. Ni partidos, ni sindicatos, ni agrupaciones estudiantiles. Ni objetivos claros, ni tácticas, ni estrategias. Ni siquiera líderes orgánicos que representen a los mismos estudiantes que llevan a cabo la lucha. Esta ausencia puede tal vez explicarse por el foco específico que la novela construye, centrado en la figura de Fernando. Sin embargo, es significativo que el discurso didáctico del protagonista se imponga sobre el discurso de los estudiantes, siempre fragmentario e inseguro. Este desbalance muestra una deuda visible con nuestras más arraigadas narrativas identitarias; esas historias telúricas en las que la civilización se enfrentaba a la barbarie, no siempre con resultados felices.
La diferencia, en este caso, es que el enfrentamiento simbólico se plantea como una lucha de la cultura —y la inocencia de la juventud— contra un bárbaro aparato represivo, que parece ser la única institución que queda en pie. Todo lo demás ha estallado en el aire. Pero aquí el discurso didáctico no se plantea reconstruir lo perdido, sino profundizar la destrucción. Tal vez es por eso que resulta tan atractiva la idea de que el sacrificio de toda una generación se represente sobre el telón de fondo de un posible cataclismo universal. Cuando todo estalla, la razón política sobra. Se trata de un sentimiento que ha sido expresado en abundancia y de distintas maneras en las encendidas redes de venezolanos que, impacientes por ver resultados rápidos, asumen que ante la gravedad de la crisis toda estrategia política es inútil.
Venezuela es un buen lugar para imaginar el fin del mundo, porque frente al estallido universal el sacrificio masivo puede presentarse como la única respuesta imaginable. Pero el mundo no se termina, ni en la novela ni en la vida real. Así lo expresa, un año después y con pesar, uno de los personajes más entrañables de la ficción: “¡Cómo nos engañaron con aquello del fin del mundo! Aquí seguimos. ¡Una verdadera lástima!”. A falta de un auténtico y definitivo fin de mundo, tal vez la lección que hay que aprender es la que propone el viejo Moreira con su historia: que la vida sigue y se abre paso, que persistir es preferible a cualquier desesperado sacrificio voluntarista.
Raquel Rivas Rojas
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