Bucaramanga: División de Publicaciones, Universidad Industrial de Santander. 2018. 90 páginas.
La primera vez que leí a Miguel Castillo me sorprendió la potencia de su ternura. El sabor a pueblo viejo, a mundo olvidado, a infancia tranquila y lejana. Me sorprendieron sus construcciones de experiencias, a medias vividas y a medias imaginadas, que revelan una grieta en el interior de sus lectores; una grieta que solemos dejar a oscuras, pero que sus cuentos llenan de una luz cálida y dorada, como los cuencos Kintsugi.
Miguel Castillo nació en San Gil, en 1985. Es licenciado en español y literatura, ha sido finalista en múltiples concursos literarios, director de múltiples talleres, formador de docentes y promotor de lectura y escritura. Ha publicado los libros Peces para un acuario (2010), Tres hombres solos (2013) y El resplandor de la derrota (2018). Miguel Castillo es, ante todo, un escritor. Un autor que habita su realidad con conciencia de fantasma, con un alma mucho más vieja que su joven anfitrión, que recorre las calles, las veredas y los días de la realidad colombiana con la imaginación contagiada de las preocupaciones de Faulkner, de los simbolismos de Melville y de la fatalidad de Hemingway. Sus narraciones son una forma del cuento moderno, heredera de la sutileza urbana de la literatura norteamericana del siglo XX y de lo extraordinario de la cotidianidad presente en el Boom latinoamericano. El estilo sobrio heredado de Fonseca, la belleza juguetona de Cortázar y las historias sencillas y descarnadas de Ribeyro encuentran un campo fértil e inmenso en la imaginación de Castillo.
El resplandor de la derrota es un libro compuesto por ocho cuentos, todos diferentes en sus escenarios y acciones, pero todos similares en sus protagonistas: hombres y mujeres derrotados por el peso de sus días. El libro fue ganador de la “Convocatoria de Estímulos de Cultura de la ciudad de Bucaramanga 2018, Bucaramanga cree en tu talento”, y fue publicado en agosto del mismo año. En él, Castillo nos propone un recorrido por las pasiones, las ilusiones, las costumbres y los cuerpos como campos de batalla. Las formas de la derrota que explora este libro son cuatro: el amor, la fantasía, el aburrimiento y la crueldad.
Los dos primeros cuentos, “Papá en la sala” y “Amor”, exploran las derrotas del corazón. El primero cuenta la historia de un hombre joven que rechaza la propuesta de vivir con su padre. En consecuencia, el padre se muda al apartamento del hijo sin previo aviso, como un fantasma que solo duerme, come y ve películas de Steven Seagal en el televisor de la sala. Mientras tanto, el joven fantasea con un amor perdido hace tiempo. El segundo cuento narra la historia de un muchacho enamorado de una chica que asiste a su misma iglesia, pero que no es correspondido por ella. En estos relatos asistimos a un enfrentamiento terrible: el ardor del amor frente al de la desilusión. El resplandor del amor y de la fe, del recuerdo y la añoranza, se apaga cuando descubrimos que el amor es una ilusión, un hechizo que no tiene mucho que ver con el ser amado y todo que ver con el deseo del amante.
“El último verano” y “Los seguidores de la ley” son los dos cuentos manifiestamente fantásticos de este libro. En el primero, el fantasma de Hemingway sufre de bloqueo de escritor y, en su búsqueda de inspiración, termina participando en un concurso de disfraces de Hemingway. El segundo narra la historia de un grupo de aficionados al fútbol que fundan una hinchada para apoyar a los árbitros. Ambos cuentos exploran, por medio de un humor nostálgico, la figura del perdedor por omisión, el que ya está fuera del juego. La angustia del suicida es la congoja de su fantasma: ver su obra transformada en culto, su vida reducida a una trivia, su imagen convertida en un disfraz. El árbitro nunca pierde, pero tampoco gana.
La derrota de estos personajes es una posición asumida y sobria, en la que toda la fuerza viene de la resignación, de la aceptación de la pérdida, pero también de la conciencia de cierta belleza que los dignifica.
“Autobús” y “Algo más bello que el viento” son historias de desamor y aburrimiento. El primero narra una ruptura amorosa que ocurre en un bus. El segundo cuenta la historia de una prostituta recién llegada al pueblo que enamora a todos los hombres y pronto se queda con su dinero, lo que causa indignación y furia entre las mujeres.
Estos relatos exponen de manera brutal una vulnerabilidad terrible: el dolor del final indebido, de la ilusión no correspondida. Exploran el amor vencido por el abandono, lo íntimo hecho público, lo especial hecho genérico, el dolor hecho vergüenza. Exploran la relación entre el deseo y el aburrimiento, entre la belleza y la violencia, entre la ilusión de posesión y la voracidad del hambre.
“Un llano extenso con una boca en la tierra” y “El ruido del vacío” son cuentos explícitamente violentos. Exploran la destrucción de las ideas, del amor, del aprendizaje y de la empatía; la destrucción de todo lo delicado, tierno y frágil, por medio de la crueldad. El primero narra la vida de un maestro que ha sido asignado a una escuela en una zona de guerra. El último es el más fuerte de todos. Fuerte por violento, fuerte por doloroso y fuerte por lo irremediable. El ruido del vacío es ese silencio que queda cuando un niño le destruye el alma a otro niño.
Este libro es, para mí, una compañía. Un refugio. Un amigo que ha vivido, que ha sufrido, que me quiere; que está ahí para consolarme. No me da respuestas, no me facilita nada, pero me reconforta. Ilumina, con el calor de su ternura, todas mis derrotas. Y es que en ese resplandor de sus páginas no hay solo fascinación, nostalgia e inmovilidad: en la ternura de la luz, de la aceptación de la derrota, hay una ilusión de cambio. Como la película al final del cuento, en la que Steven Seagal despierta de un coma después de siete años, el lector acaba el libro y despierta del letargo y de la angustia, se sacude la tierra de las heridas y se sienta a esperar que venga la próxima batalla.