Lima: Peisa, 2022. 333 páginas.
Gustavo Faverón Patriau nos ha tendido un laberinto borgeano en su lectura del cuento más famoso de Borges. Su aproximación a “El Aleph” nos abruma con una erudición poco común para la crítica literaria contemporánea, pero no desde un ejercicio vano, sino desde una labor que, al descifrar los enigmas borgeanos, nos propone una nueva cifra con una lectura novísima: de lo que “El Aleph” trata, nos dice Faverón, es del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero en especial, de la amenaza que el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki constituyó para la humanidad. En un meticuloso trayecto de siete partes, en un espiral que puede ser ascendente o descendente según la perspectiva que asumamos, el texto de Faverón nos convence de que la famosa enumeración caótica que caracteriza al cuento no es tal: hay una sintaxis, un orden que la guía y que construye una pirámide que nos lleva de la Torre de Babel, a alguna iglesia en Querétaro, a la mezquita de Córdoba, a las columnas de Amr en El Cairo. La estructura misma del texto de Faverón con sus siete partes nos hace pensar en el purgatorio de Dante y en cada parte nos adelanta una idea, nos lleva de la mano en la demostración para dejarnos en el escalón siguiente, corrigiendo y aumentando la idea previa en espiral.
Faverón opone a la enumeración caótica que fascinó a tantos teóricos de la postmodernidad, una enumeración cósmico-caótica, es decir, un orden que se reconstruye a partir de la experiencia del caos. Dicho orden cifrado, nos muestra Faverón, fue establecido cuidadosamente durante los meses en que Borges escribió el cuento, entre febrero y agosto de 1945. Faverón estudia los manuscritos del cuento y los estudios previos sobre el mismo y demuestra que ese universo que el Aleph despliega ante los ojos del Borges del cuento y que éste trata de reproducir en el lenguaje, responde a los eventos históricos que sacudían al mundo en esos meses: la liberación de Auschwitz, el bombardeo de Dresde, la ejecución de Mussolini, el suicidio de Hitler, las bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki. El manuscrito, nos recuerda Faverón, fue entregado a la imprenta semanas después de la hecatombe.
El orden del Aleph desmonta el aparato óptico que el cuento crea y nos muestra los engranajes que Borges toma de escritores y artistas del Barroco que ponen en cuestión nuestra capacidad de mirar y entender el mundo, de los sistemas de espejos y espejismos que constituyen la cultura y de la imposibilidad de ver y de representar aquello que nos sobrepasa: dios, el universo, las verdades más abyectas. La reflexión sobre la melancolía de la modernidad, sobre la muerte ajena y la propia, y su vinculación a una visión apocalíptica ha sido ya percibida por muchos críticos de Borges. Pero Faverón ofrece una dimensión del cuento para mí totalmente desconocida e inesperada, la del Aleph como reflejo, alegoría, efecto, espejismo del horror de la bomba atómica: aquella imagen que no pudo ser vista sin destruir los ojos de quienes la veían, de la que solamente hemos visto representaciones y simulacros.
Otros cuentos de Borges se nos ofrecen claramente como un juicio del nazismo: pensamos inmediatamente en, por ejemplo, “Deutsches Requiem” y “El milagro secreto”. Pero, en “El Aleph”, la mayoría veíamos el amor de Borges por la cultura judía solamente en el nombre mismo del cuento, la letra inicial del alfabeto que encierra en sí a todas las letras que la siguen y, por tanto, al universo mismo. Y, en mi recuerdo de la bibliografía sobre el cuento, que puede ser muy fallida, nadie lo ha presentado como una denuncia de la Shoa, del Holocausto y, mucho menos, como una reacción a la bomba atómica. Faverón establece minuciosa y convincentemente un gran aparato crítico que muestra en el cuento que lo que Borges ve no es solamente el horror de la transformación del tiempo en Beatriz, en su casa y en su barrio, sino el horror de la humanidad que se manifestó en la “solución final” y en la bomba atómica. Lo que es más, Faverón propone que el “fin último del cuento” fue decir “algo perentorio y urgente acerca de las convulsiones de la historia del siglo veinte, una idea que, lejos del melancólico abatimiento que parece inundar cada página del cuento, es un dictum humanista y pacifista y además esperanzado sobre el futuro de las civilizaciones”.
La sintaxis, el orden, que Faverón descubre en la enumeración caótica, se revela en los elementos de aquel famoso pasaje en que el personaje se esfuerza por describir la revelación indescriptible y dice “Vi…, vi…, vi…”. Así, el relato nos muestra que se trata de una serie de términos que aluden a la naturaleza, a la civilización, a la guerra, a la destrucción del yo y a la destrucción del universo para luego volver a empezar, con nuevos términos, las mismas alusiones en la misma secuencia. Pero Faverón no se queda en la destrucción al final de cada ciclo, sino justamente en la posibilidad de reiniciar uno nuevo.
Faverón le dedica particular atención a la extraña posdata que cierra el cuento en la que el personaje Borges habla de manera escéptica sobre su experiencia del Aleph. El narrador asegura que tiene que haber sido un falso Aleph, como otros Aleph de los que da cuenta la historia. Quienes leemos el cuento quedamos siempre con cierta desazón: ¿por qué niega el narrador haber tenido esa revelación? Faverón encuentra la respuesta en la cita que hace Borges del anti-semita Richard Burton: Burton, en dicha cita, por demás apócrifa, dice que las referencias al espejo que contiene el universo son falsas pero que tal vez esté en una columna de la mezquita de Amr. En un cuidadoso análisis, que incluye la noche añadida a las 1001 en que se cuenta la historia de Aladino y la lámpara maravillosa y las referencias a un territorio judío entre la China y la Unión Soviética, Faverón propone que el antisemitismo de Burton quiere negar un espacio de fundación para el pueblo judío, rescatado por Borges en una posdata que como lectores rechazamos.
El orden del Aleph no solo nos presenta argumentos fascinantes sobre la escritura, el método y la perspectiva borgeana, sino que lo hace en un lenguaje y estilo impecable, heredero de Borges y de Bolaño. Para ser aun más borgeano, el libro termina, como el cuento de Borges, con una posdata fechada el 31 de mayo de 2021. Ahí el autor cuenta que la Mezquita de Amr había corrido la misma suerte que la casa de Beatriz Viterbo, y que había sido derribada ya en el siglo VII, para una ambiciosa expansión. Más allá de la negación de la epifanía que parece proponer el cuento, nos dice Faverón, “El Aleph” es un cuento sobre la salvación del mundo mediante el lenguaje y un relato que, parafraseando al autor, “descree de los miedos y aprensiones de la propia estética borgeana, una historia que no se conforma con la inminencia de la revelación, sino que por el contrario revela una forma abarcadora de amor por la humanidad y el universo”.