El ojo en la mira. Diamela Eltit. Buenos Aires: Ampersand. 2021. 109 páginas.
Para los lectores de la obra de la escritora chilena Diamela Eltit que ya conocen y reconocen sus novelas, acciones de arte y ensayos sobre arte, literatura y política, se encontrarán con El ojo en la mira (2021) con un texto que, por primera vez, ingresa a su espacio más íntimo a través de las lecturas que han afectado su vida y escritura. La contratapa anuncia: “Sin cosmética. Una mujer se mira en las bibliotecas de su vida a lo largo del tiempo […]. Sin poses, sin establecer jerarquías, hasta calar lo más real de sí misma y de la época”.
El ojo en la mira es un texto abierto en el amplio sentido de la palabra. En las primeras líneas nos invita a un espacio muy íntimo que comparte con sus más cercanos para iniciar la reflexión sobre su proceso de escritura. La imagen de Diego de diez meses, reflejada en un iPad apagado ―como Narciso que se mira en la fuente―, gatilla el proceso de reflexión frente al concepto de imagen que puede ser incierto y traicionero.
¿Por qué Diamela Eltit reflexiona en torno al sujeto por medio de esta narración personal en momentos de crisis social y pandémica? En su libro La pose autobiográfica. Ensayos sobre narrativa chilena (2018), Lorena Amaro plantea que las narraciones del “yo” ―aquellas que destellan a través de ese iPad que sostiene el bebé de diez meses― se ha realizado mediante la práctica y divulgación mediática por medio de la “autoficción”. Sin embargo, llama “poses” autobiográficas a aquellas más alejadas de las plataformas virtuales que emergen de un recuerdo sostenido: “Una memoria que, al ser comunicada, sabe darse a otros de diversas maneras: dulce, terrible, atractiva o extraña; la investidura de la memoria, el lenguaje que se comunica, funda imágenes, representaciones, poses del elusivo yo”. Estamos entonces frente a un texto que evita esa pose repetitiva y seriada que intenta diluirse en un “nosotros”, pero que mantiene una gran distancia entre el “yo” y “los otros”. Es lo que Eltit llama “literaturas selfies”, como producto del éxtasis de la propiedad privada en el neoliberalismo chileno.
La construcción de un espacio de intimidad como contracara del bullicio público mediatizado es indispensable. Sin embargo, no se trata de una esfera protegida en el ensimismamiento, sino de una distancia activa que mira el pasado para recomponer un presente, construyendo una “reflexión auto-literaria” para plantear nuevas perspectivas teóricas que permitan integrar comprensivamente la narrativa de manera crítica y vivencial. En este recorrido, y poniendo “el ojo en la mira”, como se titula el libro, nos encontramos con autores de la tradición latinoamericana y chilena, algunos muy reconocidos y referentes obligatorios como Marta Brunet, José Donoso y Carlos Droguett, pero también ―y destaco este punto― autores completamente olvidados. En una misma página, observamos la articulación del nomadismo como espacio del Lazarillo de Tormes y los pícaros chilenos de las “infravaloradas” novelas del Armando Méndez Carrasco como Cachetón Pelota y Chicago Chico, emparentando a las literaturas “desde abajo” por medio de una compresión temporal que pone las obras en un mismo nivel de análisis. Desde este lugar de enunciación, Eltit afirma lo siguiente:
La literatura se funda en la escritura, es su despliegue, su repliegue, sus reformulaciones, en la férrea permanencia. La escritura a lo largo de los siglos es una especie de animal mutante que porta, en sus constantes modificaciones, la huella histórica de una plenitud, a la vez que obsoleta, vigente y demasiado futurista.
Es precisamente ese “animal mutante” (con diferentes formas, géneros y voces) que se articula en su propia percepción de la lectura y que podría responder a la pregunta planteada previamente. Esta multiplicidad de formas que configura este espacio de reflexión autoliteraria, tiene como rasgo común que cuenta, de diversas formas, una experiencia con la literatura y la lectura. El acontecimiento vivencial, por lo tanto, no es la exposición de elementos de la vida privada, sino que la experiencia de la lectura ―en el tiempo de su realización―, el tiempo y el relato, con la distancia irreductible, se articula en un modo narrativo y no en la disposición de los eventos, ya sean históricos, personales o ficcionales.
Aunque el texto no contiene capítulos, sino el título y una lista de obras mencionadas, podemos organizar tres momentos importantes. El primero, se observa desde el inicio del relato a través de una narración afectada, es decir, relatos sobre sus percepciones de lecturas que permiten interrogantes estéticas y políticas en un contexto convulsionado y cambiante. Por ello, no es casual que la autora inicie con su lectura de La interpretación de los sueños de Freud, texto necesario para el análisis psíquico y social que liga el cuerpo y los objetos: “Con la lectura de Freud se instaló en mí la certeza de la lectura como zona de riesgo”. Como lectores, ya tenemos el horizonte de expectativas que nos abre la posibilidad de leer intertextualmente este relato con las otras obras de la autora. La propuesta de “doble lectura” ―la oficial, impuesta por la institución escolar y la personal, con amigos y con pasión―, es una marca del éxodo institucional que la autora porta desde sus inicios en la lectura como una relación comunitaria entre amigos y cómplices que comentan y se prestan libros en forma clandestina.
El segundo aspecto es su relación con autores y obras por medio de lo que podríamos llamar genealogías literarias. Como dijimos previamente, el libro contiene un listado de autores. Sin embargo, a lo largo del relato aparecen en forma entretejida para rescatar aquellas lecturas que llama “teóricas o conceptuales [que] han sido necesarias para generar un espacio analítico desde donde pensar dilemas culturales”. Eltit rememora a ciertos autores como una forma de identificación literaria para reflexionar sobre la vivencia de su propia lectura. El objetivo no es la organización de un catastro, sino mostrar una estética fragmentaria de la identidad narrativa siempre abierta a una cadena de identificaciones, historias, representatividades y registros. Por ello, es posible encontrar relaciones de sentido entre autores que, desde una comprensión teórica clásica, no tendrían sentido: “Me fascinan las experiencias literarias, las vueltas y revueltas de organizaciones textuales inesperadas. En esa línea pienso que Truman Capote quiso sacarle más literatura a la literatura. Desde luego, A sangre fría fue una experiencia y una inmersión en el crimen. Marx aseguró que el crimen ‘producía’ policía, ley, sistema carcelario, pero también producía ficción, y citó a Ricardo III de Shakespeare o Edipo Rey de Sófocles, entre otras obras”.
Finalmente quisiera destacar lo que Eltit llama “estéticas minoritarias”, por medio de una poética de los objetos y su experiencia vivencial, para leer los acontecimientos históricos como la desigualdad, el feminismo, el sufragio femenino, la dictadura chilena, entre otros. La lectura biopolítica del cuerpo se convierte en una zona discursiva construida de fragmentos que se presenta como una perfecta sinécdoque en el relato de su aparición en publicidades ―o el irónico relato de su nombre propio en diversas obras― mientras era estudiante de Literatura. La aparición en algunas spot publicitarios de detergentes, cera y cremas para complementar un salario mientras estudiaba y escribía, quedó grabado en aquellas manos que mostraban la eficacia del producto, pero que posteriormente permitiría centrar la cámara en esa parte de cuerpo fragmentado de L.Iluminada, la protagonista de Lumpérica.
La lectura de El ojo en la mira de Diamela Eltit nos propone un tránsito que nos lleva desde el “yo” literario hacia “nosotros” como comunidad de lectores, no como simples sumatorias de individuos, sino como articulaciones de vivencias que van más allá del espacio personal de la anécdota narcisista e instala un espacio que abre interrogantes y amplía desde una dimensión estética la valoración del mundo.
Mónica Barrientos
Universidad Autónoma de Chile