Confesión. Martín Kohan. Barcelona: Anagrama. 2020. 196 páginas.
Una cita célebre de Balzac afirma que el género de la novela ha de ocuparse de la historia íntima de las naciones, esto es, de lo que permea las grietas del relato público oficial, enfocado como siempre lo está en los grandes nombres y los grandes momentos, en los compases principales de su propia sinfonía. De la ficción literaria, en cambio, se espera una perspectiva de la realidad oblicua, tangencial. Se espera que avance a la par de sus referentes históricos, pero fijando la mirada en otra parte: en el detalle singular de los relatos posibles. Así, el buen novelista cumple con la máxima aristotélica de ocuparse más de lo posible que de lo real, y a la vez con la definición irónica de un revolucionario que hace Gustavo Tavares: “quien mira por más tiempo una cucaracha que a un emperador”.
Semejante hipótesis se puede comprobar en buena parte de la obra novelística de Martín Kohan (Buenos Aires, 1967), en la que el tema de la última dictadura militar argentina sirve de núcleo gravitacional de los relatos, particularmente de Dos veces junio (2002), Ciencias morales (2007, ganadora del Premio Herralde de Novela, Cuentas pendientes (2010) y la más reciente Confesión (2020). Novelas que muy a menudo se catalogan como “políticas” —como si alguna no lo fuera— y que sin embargo constituyen portentosas inmersiones en lo íntimo de sus personajes: el amor, la sexualidad, los sufrimientos familiares y las ambiciones personales, dimensiones del ser que en el imaginario moderno liberal permanecen relegados al ámbito de lo privado y del pudor, pero que en épocas de opresión conducen al encuentro con un orden mayor e implacable.
Puede que ello sea un rasgo común de los relatos ambientados en dictadura, pero cobra un sentido especial en el imaginario argentino, dado el perenne estado de sospecha al que ciertos ámbitos familiares quedaron sentenciados tras el llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), en el que fue moneda común la apropiación ilegal de hijos recién nacidos de ciudadanos detenidos y posteriormente desaparecidos. Dicho de otro modo, existe en la Argentina de hoy la posibilidad real de que algunas personas no sean hijos de quienes creen serlo. No ha de extrañar, entonces, que las barreras entre el mundo singular de la intimidad y el mundo colectivo de la política se hayan debilitado, en la medida en que el primero ofrece poco amparo a la identidad personal y más bien resulta, en sí mismo, sujeto de desconfianza.
Esta tensión entre la esfera íntima y el relato nacional pareciera central en la novelística de Kohan. En Ciencias Morales, por ejemplo, se explora a través de la atmósfera policial del colegio Nacional de Buenos Aires durante los últimos meses de la dictadura, la cual concede a la preceptora y protagonista la excusa para colarse en el baño de los varones para masturbarse. Mientras que en Confesión se articula en torno al personaje triple de Mirta López: la niña encaprichada con el hijo mayor de los Videla, la madre preocupada por las andanzas subversivas de su hijo varón y la abuela parlanchina que juega al truco con su nieto. Una tríada que, dicho sea de paso, más que delimitar los tres instantes narrativos de la novela, conforme a la típica estructura de pasado, presente y futuro, pareciera responder a los tres instantes de la partida de truco, ese juego hispano de cartas que, más que de confesiones, depende de astucias e insinceridades. Así, el primer segmento sienta las bases para la partida, el segundo es el que suele vencer el contrincante, y al tercero corresponden la apuesta y su réplica posible (truco-retruco), y la eventual revelación del misterio contenido en las últimas cartas del otro: confesión-subterfugio-confesión. Con la necesaria salvedad de que, en el truco, y así en el último renglón de la novela, la mano recibida no siempre se le revela al oponente.
El relato familiar que en Confesión se entreteje es, en todo caso, un relato de culpabilidades ocultas, involuntarias, inconfesables. Opera de cierta forma como una genealogía de la complicidad: la niña que confiesa sus escarceos eróticos al párroco local será la misma madre angustiada que entrega sin querer al hijo montonero, y la misma abuela que responde a las preguntas del nieto en medio de un juego de cartas en el ancianato. Y la confesión, en ese sentido, hace de vínculo entre las esferas de lo privado y lo público, o lo que es lo mismo, de aquello que está bajo control y aquello que, por el contrario, actúa de manera clandestina, como lo hace el escuadrón subversivo que remonta en los arroyos subterráneos de Buenos Aires, para plantar un explosivo bajo la pista del aeropuerto. La confesión resulta, pues, conservadora. Quien la ejerce lo hace para “volver al rebaño”, porque confía en un orden total, omnipresente, en el cual, paradójicamente, hay poco espacio para la satisfacción individual: Dios está en todas partes, al igual que los agentes de la dictadura.
Confesión ahonda en la poética de Kohan de una manera ágil y decidida, conservando su afectuoso distanciamiento de la materia íntima de sus personajes, así como su libertad frente a la escritura militante: ésa que en nuestros días parece llamada a confundir las posturas del autor con las de sus personajes, o peor aún, con el tema mismo sobre el cual escribe. La de Kohan es una narrativa impúdica, atrevida, que reconoce sin decirlo la complejidad de la existencia humana, y que luce dispuesta, como el buen jugador de truco, a fijarse en la mirada del contrario, a sabiendas de que allí, y no en la carta que esconde entre los dedos, se encuentra la verdad de la partida.
Gabriel Payares