Sk’eoj jme’tik U / Cantos de Luna. Enriqueta Lunez. México: Pluralia Ediciones. 2013.
Al asomarnos al libro, Cantos de Luna de Enriqueta Lúnez nos encontramos con poemas que de ninguna manera se ajustan a lo que arquetípicamente se llamaría poesía indígena. O para decirlo más exactamente, es bien distinta de lo que hicieron las generaciones anteriores de poetas indígenas y de lo que espera un público calificador que tiene una idea demasiado estrecha de lo que es la poesía indígena en el contexto de las letras actuales de nuestro país. Porque Enriqueta no escribe poesía indígena, sino poesía —a secas— en lengua indígena y en un riquísimo español.
No encontramos ya la versión bucólica de lo indígena: la sabiduría ancestral, centro esencial absoluto y pleno, explicación universal e incuestionable —tan del gusto de los que se acercan a lo indígena con ese romanticismo militante que cobró nuevos bríos tras el levantamiento zapatista y que ahora resulta tan útil para justificar pluralidades y demostrar respeto a las diferencias —que por lo mismo deben ser marcadas por la lectura en voz alta, el atuendo y la temática. Enriqueta no cree que el camino perdido pueda reencontrarse retrocediendo los pasos: ya no hay detrás sino un laberinto. No cree en la posibilidad postular la senda verdadera para enmendar lo que sucede en su comunidad: da cuenta de lo que ocurre sin ofrecer solución; atestigua las distancias, la descomposición, la ambigüedad que a la vez seduce y repele. Recuerda a sabiendas de que el agua que se derrama, no se vuelve a recoger. En un poema que no recoge en este libro, nos advierte:
Hace tanto tiempo ya
que la serpiente no es piedra
que el pájaro no se asoma en tu espera
que las hormigas no brotan de la tierra
hace tanto tiempo ya
que el perro no se arrastra ante tu ausencia
que los gatos en celo no persiguen tu sombra
hace tanto tiempo ya
que olvidamos el llamamiento de la muerte
puesto que ahora es metáfora muerta.
Nacida en 1981 en San Juan Chamula, Enriqueta Lúnez es autora de Juego de nahuales, Raíces del alma y Lluvia de sueños, donde parece ajustarse más a aquel modelo de exigido por el mundo de las letras nativistas; mostrarse portadora del exotismo que exige ser poeta, traductor y performancero. Sin embargo, su sensualidad la acerca a las poetas no indígenas y poco recuerdan la condición de las mujeres de Chiapas.
En este nuevo volumen, su elección es bien distinta. Renuncia al cobijo de aquel modelo y se aventura por la vía de los sueños, los pensamientos secretos, la incertidumbre. Este libro es la bitácora de ese viaje de ruptura y de añoranza a través de retratos de mujeres: ninguna es ella, todas son ella.
El libro consta en cuatro secciones. En su dedicatoria a las abuelas, les agradece haberle enseñado conjuros y el epígrafe es de Ámbar Past —quien hizo un libro completo con estas formas de poesía oral que maldicen, invocan el azar en contra de quien hiere, voltean la suerte contra quien lastima.
El libro todo es un conjuro en sí, contra lo que la retiene en la tradición, contra lo que pierde al alejarse. Comienza por la luna nueva: invisible, muerta, dispuesta a renacer, apagada. Y su primer poema pide morirse: de joven, de adulta, de vieja: ni más ni menos como la luna. Aquí maldice, muere, lamenta ser mujer, añora ser como las otras mujeres que imagina fuera, abraza a un hombre, se prostituye o se seca junto al fogón. La descomposición y la podredumbre, la emulación del afuera, el desquiciamiento de todas las raíces alrededor de la condena de ser mujer —aquí o en cualquier lado.
El cuarto creciente que le sigue no es renovación ni epifanía certera. Es apenas duda: ¿Es hereditaria la infelicidad de su madre? ¿Es este distanciamiento sabiduría? Es urgente su auxilio para no olvidar las raíces cuando se requieren, pero el grito no recibe respuesta: se entrevén en el pasado una riqueza que ya no es sino recuerdo.
La luna llena, al contrario de lo previsible, no es esplendorosa ni brillante: nuevamente es agonía en Verónica, es tejedora —al clásico modo indígena— con cicatrices y silencios. Es mujer que no se deja fotografiar, se aleja de la luz; y si lo hace, es como la muda que cobra mediante señas, vende su imagen: todo es un espejismo.
No hay cuarto menguante. En su lugar, hay una sección llamada Aleluya, una mujer a la que Enriqueta llama así y que es el nombre que reciben, genéricamente, los indígenas que no son católicos. Aleluya baila y aplaude para salir de su confusión, pero mezcla todo: aunque en su memoria mira aún el Carnaval con sus banderas y monos.
Olvidó a sus muertos,
despedazó sus jícaras hasta derramar el atole
se deshizo del tecomate, el maíz rojo, la sal de Ixtapa
hasta abandonar sus pasos en el bosque.
En San Juan Chamula vemos que no todos los indígenas son pobres, analfabetos, tradicionalistas, ni todos priístas aunque para muchos la etnicidad es una mercancía o un atributo político. En este paisaje bellísimo se fundó el primer Centro Indigenista y a partir de entonces ha recibido atención constante, favorecida por su cercanía con San Cristóbal —como Zinacantán, ha sido abundantemente estudiada por nacionales y extranjeros. Chamula es el municipio con más población indígena del estado. Fiestas, curaciones, creencias son siempre visible. Más difícil de constatar es la descomposición pavorosa de sus comunidades, que se han incorporado a la sociedad opresora en el peor de sus polos: empobrecidos, alcoholizados, violentos, explotados por caciques indios pudientes y ostentosos. Partidos y gobiernos promotores y protectores de caciques se amparan en los usos y costumbres para polarizar a la población. En el complejo telar donde se entretejen rebelión, clientelismo antiguo, catolicismo y protestantismo, San Juan adolece de enormes diferencias económicas, delincuencia organizada, tráfico de migrantes. Más no todo es caos, cada vez más jóvenes siguen con sus estudios. El centro de Chamula tiene una Escuela Preparatoria, el único Bulevar de los Altos, gran cantidad de trocas y carros, y una gran afluencia de turismo, un hospital. La expulsión, en los setentas de más de veinte mil habitantes no católicos hizo que se formaran grandes colonias de chamulas en las periferias de San Cristóbal y en la Selva.
Todo esto se refleja, necesariamente, en los poetas y escritores de esta zona: la carga histórica de la lengua, el paisaje y automatismos culturales son inevitables. Pero la veneración de la tierra es imposible en un centro de conflictos agrarios y la invocación de los dioses muy difícil cuando el 40 por ciento de la población antes católica se ha convertido en los últimos treinta años.
La poesía indígena siempre adolece de un cierto manierismo que siempre acude a los orígenes para explicarse, o para obtener los privilegios que esta pertenencia puede acarrearles —mínimos si se comparan con los gozan los autores en lengua española. Cada vez más, los autores huyen de esta obligación de ser voceros de sus pueblos, vengadores de las penurias sufridas o paladines de la belleza única de sus comunidades y sus lenguas. Enriqueta no funge como depositaria de lo ancestral ni como vocera de lo tradicional: es poeta, no emblema; usa figuras indígenas o cercanas para tratar vivencias universales: ambigüedad, duda, añoranza. Las palabras de los abuelos son modelo, pero son imposibles de cumplir y cabe desear una vida con menos penurias, más distancia, nuevas opciones que la mayoría ya tienen — por sus estudios y en su calidad de poetas. Enriqueta Lunez es poeta, indígena y mujer. Lo que la define, en primer lugar, es ser poeta.
Elisa Ramirez