La gota en la piedra. Mercedes Álvarez. Buenos Aires: Mardulce. 2021. 113 páginas.
La melancolía es, a veces, dice J.P. Winter, “el signo de que hemos abdicado y lo sabemos”. Sofía, la protagonista de la última novela de Mercedes Álvarez, una mujer de cuarenta, de carácter esquivo, a mitad de camino entre la apatía y la aceptación, entre el desgano y la indiferencia, lo sabe. Y sabe también que su vida ha llegado a una encrucijada donde es imposible mantenerse bajo esa inercia por mucho tiempo más. El motivo por el cual resulta imposible continuar con la antigua normalidad que daba orden a su vida, aunque solo fuera un orden mediocre, tranquilizador, es porque ha perdido una mano en un accidente y, casi como una consecuencia de lo anterior, el marido ha decidido dejarla. La vida le ha arrancado de raíz las escasas certezas que la mantenían a flote. Las poco más de cien páginas que contiene esta novela constituyen el relato de una mujer aprendiendo a nadar para no hundirse, sin tener la menor idea de cómo hacerlo.
La vida de Sofía antes del accidente no tenía el menor sentido. Era monótona, rutinaria. De a poco se revela al lector la naturaleza de esa falta originaria: se trata de una falta de deseo. Hay una pérdida esencial, más remota, una renuncia, lo que pudo haber sido y no fue. La gota en la piedra es, en ese sentido, una novela melancólica.
¿Qué puede hacer una mujer frente a este vacío existencial que ha desencadenado el vacío físico de la mano amputada? Sofía vuelve al mundo a través de su sensualidad, a través de una exploración erótica: “masturbarse, masturbar a otro, todo eso se puede hacer con una mano y solo por eso no soy tan infeliz”. Pero ese erotismo no estará exento de violencia. Después de todo, el otro lado de la melancolía es la rabia: “ella nos persigue con lo que deberíamos o podríamos haber combatido, o al menos habernos sublevado, y que no tuvimos la fuerza para hacerlo. Por eso ella es también siempre una cólera”, nos dice Anne Dufourmantelle. Todo su erotismo está expresado en forma de castigo, muchas veces literal ―es penetrada con violencia, no mira a los ojos―, pero en esa ira también anidan los signos de un despertar.
Otro aspecto central de la novela es la tensión entre la necesidad del duelo y la sociedad voluntarista. Todos se abalanzan sobre ella para “no dejarla caer”: la madre le reclama acción, el amante se muda a su casa, sin su consentimiento, para ayudarla a volver al trabajo. Le piden algo que ella es incapaz de dar y no por depresiva sino ¡porque ha perdido una mano! Qué empeño el de la gente por saltarse los duelos, por andar corriendo atrás de un futuro, dedicados a producir, a ser mejores personas, a ser exitosos. La novela es una crítica feroz a ese voluntarismo negacionista, al sujeto de rendimiento que la modernidad ha impuesto como modelo, la felicidad en imperativo.
La novela no da treguas. Casi como si anticipase nuestro hartazgo de un personaje principal autocompasivo que da vueltas sobre su propio vacío existencial sin encontrar respuestas, Álvarez desplaza al narrador hacia la voz de sus amantes, nos da unas inyecciones de adrenalina, una buena dosis de sexo y horror, y luego nos deja de vuelta con la historia de una mujer que ya no reclama de su vida amputada, esa vida a medias, que ya no exige de sí misma nada y repentinamente ha empezado a vivir sin tener lástima de sí misma.
Sofía nos recuerda el patetismo de Meursault, quien apenas tiene palabras para describir lo que siente o lo que desea: “la vida es lo que es”. En ese patetismo la novela dialoga con otras novelas del género como Sangre en el ojo de Lina Meruane, cuyo personaje ha perdido parcialmente la vista y debe reaprender a vivir, pasando primero por los laberintos oscuros del duelo. La novela dialoga también con otro de los personajes de Álvarez, la protagonista del cuento “Grow a lover”, un cuento extraordinariamente bien contado y que anticipa una exploración en su narrativa de un cierto individualismo contemporáneo, que reflejan tanto las conquistas de libertad y autonomía femeninas, como su otro costado, a veces desolador: el ostracismo.
La voz del primero de sus amantes, Birkin, un médico misterioso, seductor y viril, evidencia la destreza con que la autora construye personajes. Birkin será la réplica masculina de Sofía, un hombre que ha perdido mucho en esta vida, tanto que ha dejado de comprender su sentido y, en lugar de hacerse cargo del absurdo, ha optado por dejarse llevar. Esta inercia parece el destino de ambos. Pietro, en cambio, un empresario generoso y decidido, sinónimo de voluntarismo, será el encargado de mostrar las diferencias por contraste.
Pese a que las historias personales poseen densidad, Álvarez decide conceder un solo capítulo a Pietro. Además, opta por sustituir la narración en primera persona por un narrador omnisciente solo en el capítulo final, sin que quede del todo claro por qué no podía ser el mismo personaje el que contase esa historia. Y aunque la novela cierra, es conclusiva en el nivel del relato: el lector no puede menos que extrañarse por estas decisiones, como si intuyera que este no es su final natural.
La potencia de este libro reside en las frases cortas que deja caer al final de una apretada relación de eventos. Son las conclusiones insospechadas que el lector recibe como breves descargas eléctricas: “la noche cierne su manto de piedad sobre los hombres que le rezan en silencio a un dios sin rostro”. Hablamos de una ética imbricada en una poética. Álvarez hilvana conclusiones de extrema complejidad —morales, psicológicas— sin parecer presuntuosa. Y no son ideas puestas al azar, son cuencos que se van llenando y que al derramarse muestran su razón de ser. Lo que asombra de esta novela es su intensidad. Todo el acierto de este pequeño libro reside en la dimensión de sus reflexiones humanas y la escasa vanidad con que las presenta. Es pues una novela sobre la falta, sobre el duelo y la introspección, una novela de vocación claramente poética y psicológica que no teme describir la sordidez y la putrefacción que rodean la vida acomodada de la burguesía y de las sociedades “civilizadas”.
Daniel Guebel decía que narrar es someterse al imperio de una voz. Lo único claro al terminar esta novela es que Álvarez está dominada por esa voz y que, en ese trance, llevada por el delirio poético, es capaz de escribir historias singulares. Historias que dejan huella porque cada personaje posee un carácter que lo hace único y sobre todo unos problemas. Después de todo, como afirma Alan Pauls, “lo único que nos hace originales son nuestros problemas”.
Luis Carlos Azuaje