La carretera será un final terrible. Andrea Mejía. Bogotá: Planeta. 2020. 164 páginas.
La carretera será un final terrible, primera novela de la escritora colombiana Andrea Mejía (que hizo su debut con su celebrado libro de relatos La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad), es una obra introspectiva que se lee como un misterio psicológico. El personaje central es Ana, una mujer que vive entre el silencio y la oscuridad que una montaña del altiplano andino le provee. Ana parece disfrutar de su soledad y del contacto con la naturaleza paramera, en la que el frío, el viento y el murmullo de los bosques son el telón de fondo, pero poco a poco, a través de un estilo descriptivo y observacional, Ana deja entrever que su tranquila existencia es una mera apariencia.
Ana escribe. Se ha refugiado en su casa de campo a unos tres mil metros sobre el nivel del mar para escribir. Para descansar. Para volver a ser quien alguna vez fue. O esa es la idea. Sin embargo, Ana apenas escribe. Sus pensamientos sobre los seres que alguna vez fueron parte de su vida toman forma de fantasmas que le otorgan una compañía desestabilizante. Ana recuerda sus vivencias con ellos. De un lado, su hermana, que vive en Francia y quien debe someterse a una delicada cirugía. Luis, su esposo, que está en Europa en una suerte de idilio con una mujer mucho más joven que Ana, de hecho, más cerca en edad con la hija de Ana y Luis: Raquel, la hija universitaria con quien Ana perdió toda forma de comunicación. Ana cuenta con un teléfono celular como su único medio para comunicarse, infructuosamente, con ellos. Llamadas y mensajes incompletos, rotos, con intenciones fallidas. El presente de Ana con las personas que ama son fragmentos de textos o de llamadas telefónicas. De tal modo que Ana entabla conversaciones más provechosas, más reales, con aquellos fantasmas que habitan la oscuridad de la montaña y el pasado.
En 1941, Virginia Woolf se quitó la vida al comprender que no podía continuar ni como escritora ni como mujer ni como esposa. Su enfermedad, que denominaba a veces como “dolores de cabeza”, la hacía escuchar voces y perder la concentración. Esas voces eran también sus fantasmas, como los de Ana. En el caso de Woolf, se trataba de los recuerdos de sus padres y sus hermanos. Su madre, Julia Stephen, murió cuando Virginia tenía 13 años. Para cuando tenía apenas 24 años ya había visto morir a su padre, Leslie, y a sus hermanos Stella y Thoby. A los 59 años, Virginia decidió terminar con su existencia, ante el miedo de sucumbir ante la oscuridad de la locura.
Aunque en el caso de Ana sus fantasmas aún tienen vida en otro plano, ella solo encuentra la lucidez cuando regresa al pasado y descubre de nuevo episodios con ellos. No sabemos cuáles fueron los dramas que rompieron sus relaciones y allí radica uno de los mejores aciertos de la novela. El silencio, las pausas y las sombras de las escritura de Mejía nos permiten comprender que no es necesario conocer lo ya sabido. La autora nos traza el camino para intentar dilucidar la actualidad de Ana: ¿una suerte de demencia que se niega en aceptar, pero que la acecha como los cielos encapotados que cubren su casa de campo? “Llévate mi mal”, se repite el personaje, una y otra vez. Ana apunta ocurrencias, memorias de sus sueños e ideas en un cuaderno, porque sabe, como diría Woolf, que “en la enfermedad las palabras parecen poseer una cualidad mística”. Por eso, Ana ha buscado refugio en la montaña, en la penumbra, lejos de los destellos de la ciudad.
Ana también deja ver ecos de María Wyeth, la heroína de Según venga el juego (Play It as It Lays), de la escritora estadounidense Joan Didion. Desde un hospital psiquiátrico, María evoca su vida como una socialite en Los Ángeles de los años sesenta, sus romances, su dificultad para combinar su rol de esposa de un poderoso productor con su deseo de libertad, que desembocan en un cuadro desalentador de la hipocresía y vacuidad de la alta sociedad estadounidense. Con mínimos recursos, advertimos que Ana pertenece (o perteneció) a la élite intelectual de Bogotá y que por años fungió como profesora universitaria. En un intento por reconectarse con su hija, vuelve a la atmósfera social, en donde Ana experimenta su condición de paria. No encaja entre su anterior círculo social y le cuesta poner en práctica los juegos sociales de las apariencias y los orgullos. A pesar de hacerlo por su hija, sabe que ha perdido su lugar en una sociedad que ya no comprende.
En Según venga el juego la carretera es un escenario recurrente. María conduce sin cuidado por las autopistas porque son rutas de escape y además sirven para conectarse con nuevos o viejos mundos. Son los atajos que toma en su viaje a la autodestrucción, un destino que surgió cuando la vida la golpeó brutalmente con los decesos de sus padres (su madre en un accidente automovilístico y probable suicidio). En la novela de Mejía, soslayamos que Ana, calladamente y casi sin darse cuenta, busca su ruina personal. A través de sus conversaciones con los fantasmas del pasado, percibimos que maneja la idea de que no merece vivir, o de que no ha podido responder con altura a lo que significa vivir, estar en el presente. Para Ana, la carretera marcó un antes y un después, y cuando la vía que comunica su casa de campo con Bogotá quedó bloqueada a consecuencia de un duro invierno, su necesidad de escapar de su hábitat tranquilo se hizo casi de vida o muerte.
El estilo que emplea Andrea Mejía es sensible y minimalista, en el que el detalle es un elemento primordial. El pétalo blanco que cae sobre la mesa, el barro seco de las botas de caucho, el tigre del suéter reflejado en el espejo. Detalles que se convierten en símbolos de la mitología de Ana. En el trasfondo de la montaña, la lluvia, la neblina, la oscuridad, las sombras, la madera que cruje, la mascota silenciosa, se palpa una atmósfera de tintes de literatura japonesa. Pero no de la literatura nipona contemporánea, entre las metrópolis, los trenes de alta velocidad y la tecnología. No, hay una correspondencia con la literatura rural o de los suburbios. En unos episodios sientes que lees unas de las entradas del diario que integra La llave, de Tanizaki, así como en otros momentos sientes que tu perspectiva no puede ser otra que la cámara a la altura de las rodillas de Yasujiro Ozu, en el que contemplas a Ana mirando a través de una ventana salpicada de lluvia. Mejía consigue con el uso de estos recursos un panorama que brilla, a pesar de la oscuridad, las sombras y los días que parecen noches interminables.
La atmósfera que Andrea Mejía inventa, sumada al cuidado estilo detallista, también rememora los cuentos del folclor japonés, como los que recuperó Lafcadio Hearn para Occidente, en los que hombres y mujeres comparten experiencias con seres fantásticos entre bosques, lagos, montañas y, en especial, la noche. En particular, existe un agradable parentesco literario entre el relato Yuki-Onna y la historia de Ana, dadas las características de aquella: una mujer mítica de color blanco como la nieve, que se le aparece en la noche a los leñadores del bosque y que así como puede exhalar el hálito de la muerte, también posee la propiedad de la absolución.
La carretera será un final terrible se deja leer como un retrato en claroscuro, en cuyas sombras y grises se encuentra el poder de lo que tanto la protagonista como nosotros desconocemos sobre su pasado y, en especial, sobre su presente y su conciencia.
Giovanni Figueroa