Incurables: Relatos de dolencia y males. Ed. Oswaldo Estrada. Chicago: Ars Communis Editorial, 2020. 228 páginas.
Entre homeopatía y catarsis, escribir sobre dolencias no es harina de todo costal, cuestión que el buen tino y conocimiento de Oswaldo Estrada resuelven con creces en esta antología. Si algunas autoras latinoamericanas a veces trasplantan el victimismo de moda en EE.UU. sin matices, una cualidad importante y reveladora de Incurables es concentrarse en autores latinos que no son minorías oficiales en el país donde radican. De los veinte convocados solo el antólogo nació allí, pero creció en el Perú. La abundancia de peruanos y mexicanos “nativos” no es una distorsión de la representatividad sino más bien un enriquecimiento; tanto se sabe ya de los grupos más conocidos en el este y el oeste del país que en su momento Ambrosio Fornet los llamó “latinounidenses”.
Paralelamente, la editorial Ars Communis sigue apostando por congregar a latinoamericanos radicados en otras partes de EE.UU. ¿Por qué reparar entonces en “Primeras dolencias” (siete relatos), “Males crónicos” (seis relatos) e “Incurables” (siete relatos), las secciones en que Estrada divide su antología? La ficción de autoras conocidas como Guadalupe Nettel y Lina Meruane no evita los ubicuos inconvenientes rapsódicos que revelan que el yoísmo no es imparable. Por su parte, en Body Time de Gabriela Alemán, Coreografías espirituales de Carlos Labbé y otros, el dolor y el cuerpo son “autobiograficticios”, a veces transmitidos con la sensación de que su generación fue creada para pensar que todo lo que hacen y sienten es importante, y que sus lectores se pegarán a cada palabra.
Nótese la diferencia en torno al cuerpo en La cresta de Ilión de Cristina Rivera Garza, o en El disparo de argón de Juan Villoro. Si el referente para lo incurable va a ser los EE.UU., nada más poderoso que la crónica ficcionalizada “Aquí no es Miami” del libro homónimo de Fernanda Melchor, que como otros de sus relatos, dice la “Nota de la autora”, cuentan “una historia con la mayor cantidad posible de detalles y la menor de ruido”. Se simpatiza más con los sentimientos de estos autores más establecidos, porque contrario a generaciones recientes que sufren dolor, pérdida, tragedias y otras complicaciones vitales, superan o evitan la teleología lacrimosa. Por otro lado, aquellos no escriben para europeos o estadounidenses asombrados, a estas alturas, por lo “friki” que somos los latinoamericanos, ni quieren que la sangre, la soledad y la violencia sean los hilos conductores que definen a las mujeres, como ocurre con la “tradición” que quieren revivir los antólogos de Vindictas: Cuentistas latinoamericanas (2020), y otros anteriores que discute Estrada.
La muestra de Incurables, y no hay espacio para referirse a cada ejemplo, atrae más por la sensibilidad que en The Body in Pain Elaine Scarry examinó como juegos de poder, por horribles que sean, postulando que tener un gran dolor es tener certidumbre, mientras escuchar que a otro le duele algo implica cierto dudar. Esto parece un asunto académico, y no es baladí que la gran mayoría de los congregados en Incurables tiene ese trasfondo, como reconoce Estrada en su sensata y autorizada Introducción. Así, en “Formas del beso que vendrá”, del dominicano Rey Andújar, el protagonista se “teletransporta” desde una convención de la MLA (aglomeración que no le dice absolutamente nada al hispanoamericano del montón) a la República Dominicana, donde se enferma, consubstanciándose con el cerebro de Sussy Santana, en vez de enfermarse por esa incurable aglomeración en la que el español es un lenguaje de ínfima categoría. En similar registro convence menos “El discurso del oftalmólogo” de la argentina Mariana Graciano, especialmente si se considera que es “curable” la condición de “profesor gitano”, si se sale de Nueva York.
El punto de vista y la falta de información que se provee al contar sin orden cronológico (un hilo de las narraciones incluidas) permiten empatizar con los protagonistas, porque al no saber el alcance de una enfermedad o inquietud y su violencia se entienden los conflictos narrados. Es un asunto de retener lo justo para hacer el relato más que “interesante”, calificativo benigno pero inefectivo. Por esa razón no todo relato cabe en las rúbricas. Por ejemplo, bajo “Males crónicos” es delusorio “Meteorito” de la boliviana Liliana Colanzi, porque a pesar de capturar el habla popular de la zona demográfica representada, la atención a los elementos fantásticos se pierde al elaborar paralelamente la denuncia de la “masculinidad tóxica”, tan calcada del país en el que radican estos autores. Más o menos la misma anulación de registros ocurre en “Enero es el mes más largo” de la venezolana Keila Vall de la Ville, en que el patetismo de la relación entre la protagonista y la música termina en un sentimentalismo bastante convencional. Algo similar es el desarrollo tradicional de “La moto”, del costarricense Daniel Quirós.
Más sutiles son, aun sin llegar a ser “relatos de campus”, “Por ahí viene el invierno” del peruano Ulises Gonzales (en la rúbrica homónima) y “Los sueños de la razón” del antólogo. En estos dos es claro cómo los relatos funcionan con compresión e intensidad; y su estructura ayuda a los autores a llegar a un momento en que todo se derrumba, o se atan los hilos. Sabiamente, Estrada ha optado por abrir la primera rúbrica, “Primeras dolencias”, con los de Mabel Cuesta (Cuba), Claudia Salazar Jiménez (Perú), Melanie Márquez Adams (Ecuador) y Naida Saavedra (Venezuela), cuatro de las nueve mujeres seleccionadas; los otros diez autores son hombres. No las menciono por la paridad de género, sino porque en sus relatos hay un aire general de descontento, del aislamiento como primera dolencia. Ese sentimiento y los que las autoras añaden no tienen una causa social o efecto político determinante, y la clase es frecuentemente más una fuente de detalle atmosférico que un principio explicativo.
A grandes males grandes remedios, las características mencionadas, nunca tan fijas como para definir a todos los autores, los distancian de la veta experimental por la que optan otros de su cohorte, quizá más en línea con los parámetros de la ficción transoceánica (un ejemplo sería “Dumb”, del mexicano José Ramón Ruisánchez, y su fina cavilación sobre cómo el extranjero nunca puede ser parte de EE.UU. y su violencia intelectual). Pero los relatos de Incurables tampoco son “realistas”. Si los personajes femeninos forcejean con varios tipos de aprisionamientos, estos no convierten a sus autoras en las únicas feministas de la muestra, porque en los escritos por hombres (pienso en “Dolor crónico” del argentino Juan Vitulli y algo menos en “My very own página en blanco” del mexicano-boliviano Sebastián Antezana) es claro que quieren reflejar la nueva toma de conciencia respecto a la igualdad, no simplemente mostrar empatía.
En vano buscarían los lectores fábulas de empoderamiento o visiones inspiradoras de hermandad e inclusión a lo gringo. Estos seres ficticios son más reales y complejos, y en última instancia la mayoría de los autores muestra que está más cerca de logros mayores, por mantener los atavismos de su “latinidad” en un ambiente prescriptivo que es diverso y multicultural de la boca para afuera, por no decir nada del presunto bilingüismo. Se le debe esa valentía (la única exigencia de Bolaño a los nuevos autores) a Estrada y sus autores, y se les agradece que presenten la ¿ficcionalización? que puede resultar de guerras internas ocasionadas por vivir en EE.UU., a veces por decisiones con las que un joven emigrante no tuvo nada que ver.
Wilfrido H. Corral