Fantasmas del saber (Lo que queda de la lectura). Noé Jitrik. Buenos Aires: Ampersand. 2018. 112 páginas.
Toda lectura deja en el lector un resto sobre el que se proyecta un saber, una imagen o una marca de impresión. La erosión del tiempo produce a su vez una suerte de sedimentación de esa carga residual que se activa con delay, a destiempo, generalmente desencadenada por acontecimientos de diversa índole. Por esa razón, incluso las lecturas salvajes y de ávida absorción que se dan tanto en el vértigo de la formación como en la tregua de los momentos distractivos (y que a veces parecen pasar sin dejar demasiado), viven siempre en el lector como “fantasmas del saber” y trabajan subrepticiamente en el curso de la vida y de las sucesivas lecturas.
En su reciente “biografía de lector”, editada por Ampersand en la extraordinaria colección “Lectores” (dirigida por Graciela Batticuore), Noé Jitrik parece confirmar esa conjetura. El primer libro que el prestigioso crítico argentino reconoce con un peso determinante en su formación como lector es La part du feu, el texto de Maurice Blanchot que compró por consejo de su amigo León Rozitchner y que le “cambió la cabeza” —al punto que, tras el esfuerzo representado por su lectura, el joven crítico tuvo “la enceguecedora impresión” de que había cambiado su manera de entender el “hecho literario”. Su Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo es sin duda un síntoma tangible de ese deslumbrante encuentro. No tanto por la retórica del modelo de lectura, sino más bien por la lealtad de su fundamento ético: al igual que el Blanchot lector de Char y de Kafka, el Jitrik de ese singularísimo libro escribe desde la convicción de que la literatura despierta en el lector “el deseo de acercarse a lo que está detrás de lo que ‘se dice’, al secreto de la literatura” (41).
Vale la pena recordarlo: en la Argentina de 1959, cuando se produjo la publicación de ese libro, “eso que está detrás de lo que ‘se dice’” no era para todos exactamente lo mismo. Ni siquiera dentro de ese círculo que rápida y simplificadoramente se denomina “el grupo Contorno”, que —bien visto— era más bien un espacio donde confluían (a veces en abierta tensión) perspectivas de lectura en formación, encarnadas por jóvenes autores que compartían más su hastío respecto de los modelos de lectura oficiales que afinidades teóricas explícitas. El hecho de que ese extraño y delicado libro de Jitrik apareciera casi al mismo tiempo que Martínez Estrada, una rebelión inútil de Juan José Sebreli, y sobre el fondo de agitación y desconcierto producido por la Revolución Cubana, es ya una prueba fehaciente de que la convivencia en Contorno era estimulante precisamente porque se presentaba todavía tensada entre el deseo de la literatura y la voluntad de transformación política.
En Fantasmas del saber, y a diferencia de lo que podría haber representado para otros nombres de esa generación (como los hermanos Viñas o aun el joven Masotta), el nombre de Jean-Paul Sartre aparece marcando un paréntesis algo voluntarista, donde el “compromiso” y “la toma de partido” llevan al joven crítico a “dejar de lado lo que había sentido antes”, en el momento de su iniciación: “que si la lectura no cambia al lector, inventándolo, no es lectura sino afirmación, documento quizás, puesta a prueba por lo general pobre” (48). Pero también aparece avalando un modelo de lectura: el todavía no formalizado “método progresivo-regresivo” sartreano, que partía de la obra literaria “para encontrar en la persona que la realizó la fuente, el núcleo existencial que daba lugar a la acción imaginaria”, alimentaba en Jitrik no la ilusión pero sí la “sensación” de que la lectura crítica adquiría la densidad corporal de una acción política y a la vez brindaba la oportunidad de dar respuesta efectiva al “desafío de escribir algo que no fuera simple comentario bibliográfico ni exposición académica” (51).
Pero si hay algo que en este nuevo libro Jitrik agrega y sostiene como principio indeclinable es que la lectura no es una labor que un sujeto (lector) realiza sobre un objeto (texto), sino una experiencia de ascesis y transformación de uno mismo mediada por el encuentro con el texto del otro. Jitrik viene insistiendo sobre este punto desde hace ya un tiempo. Y no es casual que, a lo largo de todo este libro, subraye con especial énfasis lo determinante que fue su encuentro con la obra de Augusto Roa Bastos. En su esclarecedora lectura de Yo, el Supremo escrita en 1990, afirmó categóricamente que “no hay realmente lectura cuando la relación con un texto no provoca una suspensión de las garantías de certeza”. Esa frase precisa un principio ético que Fantasmas del saber viene simplemente a ratificar cuando consigna que, “si leer no problematiza, con la cuota de extrañeza e incomodidad que a veces comporta, no es leer realmente, [porque] todas las lecturas proponen, sugieren o imponen algún cambio” (79).
Que esas lecturas hayan sido causadas por demandas laborales o por razones institucionales no impide que vayan produciendo en quien lee una transformación silenciosa. Las lecturas ad hoc de Rubén Darío, de los Diarios de Colón, de Roa Bastos y García Márquez van sumergiendo a Jitrik en la dimensión latinoamericana, cuando paradójicamente su itinerario personal lo llevaba de Argentina a Francia y de Francia a México. Las lecturas y relecturas ya más sistematizadas de los textos de Neruda, José Emilio Pacheco, Carpentier, Onetti, Arlt, Cortázar, Arguedas, Marechal, Donoso, Bioy Casares y Di Benedetto lo llevan a la sospecha de que la idea de “literatura nacional”, más que fortalecer, acotaba el horizonte político de la lectura y dejaba fuera una serie de relaciones y articulaciones entre literatura y vida que generalmente se tienden a menospreciar. Jitrik deja sentado su reconocimiento cuando afirma que Latinoamérica se abrió a sus ojos en México, “por su gente, por sus paisajes y, a los efectos de este libro, [por] su literatura”, al punto de marcar para siempre su destino. Desde allí leyó y releyó, como proyectados sobre el mapa de la experiencia latinoamericana, a Rulfo, a Alfonso Reyes, a Nicanor Parra, a Augusto Monterroso, a Carlos Fuentes, a Octavio Paz, a Lezama Lima y a José Vasconcelos; pero sobre todo fue allí que trabó una relación con la voz, los textos y las contagiosas lecturas de Margo Glantz, que a su vez lo llevaron a los libros de Manuel Payno, Julieta Campos, José Luis González, Vicente Riva Palacio y Justo Sierra O’Reilly, entre otros.
Sin duda en esas fuertes lecturas latinoamericanas predominaba la inquietud, no sólo porque ponían en cuestión un orden de saberes que se presumía establecido, sino porque lo obligaban a asumir una disposición nueva. Jitrik leía y (se) enseñaba a leer en la tensión en que hoy escribe sus lecturas: “movido por una intención crítica y de distanciamiento”, pero sin despreciar la dimensión emotiva de la lectura. Leer ese corpus, que contenía avances y retrocesos, gestas heroicas y canalladas, revueltas y abdicaciones, se había ido convirtiendo en su forma de experimentar un mundo concreto a través de una literatura. Latinoamérica era ya su territorio: el espacio a la vez intelectual y poético, político y afectivo en que la lectura ejerce su encanto y su poder de transformación.
Maximiliano Crespi
CTCL/IdIHCS (UNLP-CONICET)