Escritura del precipicio. Fadir Delgado Acosta. Bogotá: Universidad Externado de Colombia. 2021. 80 páginas.
El poema —su densa revelación— comienza en la oscuridad. El cuerpo enfermo de quien habla desde él es testigo del abismo donde cae mientras en el fondo de la carne palpita el cuerpo de una criatura. La muerte está al tanto de lo que pasa en el quirófano, de lo que hacen las manos de médicos y enfermeras. Está al tanto del clima del hospital donde se construye una poética, la de la existencia, tan vulnerable como el miedo, como la incertidumbre, borrado de la conciencia una vez que la anestesia hace efecto y el cuerpo se convierte en ecos, voces, palabras, silencios: en el poema que se despliega en un libro.
La oscuridad es tema en el que no hacen falta figuras literarias. Ella misma, la sombra, es una figura-imagen que, abonada por el hilo de voz, emerge de quien está escribiendo desde las profundidades, desde el lugar donde se pierde la “realidad” y la enfermedad —la misma patología del espíritu— ha quedado en manos diestras, dedicadas a extraer otras sombras de la sombra, del interior oscuro de la sangre, de los tejidos, del discurso hermético del silencio.
Una mujer, desde el primer verso, narra parte de su vida sobre la cama de un hospital. Sus pensamientos develan el carácter acuático de la respiración. Ese interior amniótico — imaginado o no— es la pecera donde anida un niño, el que habrá de nacer en el poema y ha quedado como una cicatriz, que ya no sólo es cuerpo sino escritura: el trazo donde el vacío, el abismo, el borde del tiempo, el instante en que el mundo desaparece, se aleja y comienza la oscuridad a ser poema, un poema que se reparte en varios títulos hasta transformarse en una experiencia pública: este libro de Fadir Delgado Acosta, bautizado con el nombre Escritura del precipicio, publicado por la Universidad Externado de Colombia y su Decanatura Cultural (Bogotá, 2021), pone al lector en una orilla desde la cual deja de verse porque el vértigo llega como premonición y en el fondo invade al curioso, el que entabla relación con estas páginas —todo lector se admite como una dolencia— que no saldrá ileso de la lectura, de esta sutura cuya cicatriz será permanente.
Como ensayo del cuerpo, la enfermedad se sustenta en la memoria. Una vez perdida ésta, la dolencia desaparece. Ya no es conciencia. La insistencia en el primer poema avisa al lector del tema-vértigo: tiene que ver con el nacimiento (¿o aborto?), con la carne herida o marcada, lo que conjuga la necesidad de vivir en agonía, en la casi inminencia de la caída hacia el fondo. El mismo poema es una cicatriz, la mirada que la paciente dirige hacia el lugar donde se oculta la oscuridad, el dolor, su palpitación. La voz habla de una raya en la piel, de la herida por donde habría de emerger un cuerpo vivo: el niño anunciado, el que es (¿fue?) parte protagónica de la puesta en acción de la escritura que anuncia el abismo.
La oscuridad es un personaje. Y para cruzarla, un puente que se lee sujeto de y en primera persona. Cada verso es un paso hacia el anuncio de una queja que devela al enfermo como un desdentado, con la boca como un “desierto oscuro”, de la cual sale el ahogo.
La masa viva, el “Cuerpo”: Horca donde los vestidos cuelgan, es la afirmación de que estar y ser es un solo un instante, que la muerte es ese mismo instante.
¿Se trata entonces de que el poema es la enfermedad en la voz del mismo poema? Los hospitales, el parir, las radiografías, el quirófano, la sala neonatal, el aborto: voces de la terminología médica que recurren en auxilio de quien traza la presencia de un personaje a punto de caer.
Toda poesía, o aquella que se precie como tal, es metatextual. Es decir, va más allá de ella misma, de lo que quiere expresar, de lo que es. Estos poemas, que recorren el paso de una vida en escritura, descubren en la voz de Fadir Delgado Acosta la tensión de una existencia en peligro: por eso, desde la perspectiva de la metatextualidad, esta poesía abarca lo que ella quiere decir más allá de su contenido: es la voz de una patología. Es la voz de un cuerpo que está más allá de él. El cuerpo es el poema atacado por una dolencia, por un accidente, por una emergencia sanitaria.
Esta antología personalísima abre el camino para abordar ese gran tema ya tocado: se trata de un ser o sujeto clínico, señalado por una sintaxis o gramática del padecer, que recurre a “su” persona o lo hace personaje.
El lector, implícito o no, siente que el sujeto del poema abarca toda la antología: es una sola voz, densa, cuyo tono se mantiene siempre alerta, como si una hipótesis intentara alcanzarla para vaciarla de realidad.
Alberto Hernández