El corazón del daño. María Negroni. Argentina: Random House Mondadori. 2021. 144 páginas.
La literatura se construye con materiales muy similares (palabras, historias, silencios, expresiones) a los que empleamos también para labrar nuestra identidad. Quizás por ello la frontera entre narración y biografía se diluye casi por completo en ocasiones. Así Gérard de Nerval (Aurelia), Leonora Carrington (Memorias de abajo), Amos Oz (Una historia de amor y oscuridad), François Sagan (Tóxica), Philip Roth (Patrimonio) o Annie Ernaux (Una mujer), por ejemplo. Así fue siempre. No se trata de contar una anécdota, sino de que la anécdota se convierta en categoría a través del lenguaje. Más exactamente: a través de cómo empleamos el lenguaje porque, me parece, lo de menos siempre es lo que se cuenta. Importa el cómo. Siempre importa el cómo. Por encima de lo demás. Acaso porque la voz descubre la necesidad.
No se olvide que lo que se cuenta nunca es del todo así. Por mucho que uno quisiera. No conviene, pues, leer como si el autor hubiera convertido la escritura en un escaparate de intimidades. Nunca —en el caso de la autenticidad del oficio— sucedería tal cosa, por lo que lo no se tome nada literal. Es, en todo caso, ficción. Es decir, literatura.
Este territorio conflictivo, el habitado por el binomio literatura y vida (“ambas insuficientes”), esa tensión irresoluble a propósito de si la literatura es vicaria de la vida (o al revés), de si la vida es hijuela de la literatura (o al revés), de si el verso es cósico de uno o de si la biografía es augural del relato, esa delirante intención de escribir lo que se vive, en definitiva, es el epicentro de la obra de María Negroni (Rosario, 1951). De un modo casi obsceno aparece en libros como La jaula bajo el trapo, La anunciación, Cartas extraordinarias, Buenos Aires tour u Oratorio. Esa pulsión por resolver el enigma, esa distancia en apariencia espeluznante entre la realidad y la representación de la realidad es el eje seminal de su escritura.
Pero si hay un texto en el que esa disociación cuaje de raíz es El corazón del daño (Random House). Pongamos que se trata de una novela (clasificarla no deja de ser un atrevimiento, conociendo cómo dinamita los géneros la autora). El título anuncia los ejes sobre los que se sustenta el discurso: por un lado, el corazón y su campo semántico (dulzura, refugio, apertura, autenticidad); por otro, el daño y su estela (dolor, límite, fractura, incapacidad, tara, miedo). Y ambas esferas anímicas van conjugando los dos asuntos centrales, engarzados como si de una cinta de Moebius se tratase: la madre, la escritura. O lo que es lo mismo, vida (autobiografía), literatura (ficción).
Daño, del latín danmus. Condena. Adquiere un tiempo verbal casi en gerundio. El daño pareciera ser siempre presente. Corazón comparte raíz con la palabra cordero. Pareciera un jeroglífico que apuntase a un holocausto para redimir cierta sobreabundancia de lo idéntico, cierta epifanía de lo ausente.
De la madre, las palabras (incordio, no, cuchitril, buche, atorranta, lumbrera, trifulca). De la madre, las expresiones (Allá vos. Mírame la boca cuando te hablo. No sos quién. Ni que fueras retardada. Vos sabrás). La hija añade libros a esas palabras y expresiones. Quizás para articularlas. Para sangrarles el significado e insuflarlas sentido. La hija teje frente a las emociones maternas (explosiones viscerales, zarpazos incontenibles) un sentimiento (melodía más longeva en el tiempo). Si la madre es grandeza, plenitud, totalidad, exceso, la hija escoge el fragmento, la contención, la sobriedad. Los infra-leves de Duchamp frente a la exuberancia casi asfixiante de Altazor.
La lengua (materna) como conflicto vital. Se escribe desde la madre, Isabel. Se la nombra una única vez, y no quien narra: “Parezco puesta ahí por el lenguaje”. El lenguaje no sustituye a la madre, la instituye.
Quien ama no echa cuentas. O sí, pero de otro modo. “¿Y si la locura de escribir viene de no aliarnos con las madres?”. El corazón del daño no es una liquidación de asuntos pendientes, una cancelación de nostalgias perfectamente liquidadas, una venganza, la reparación de un agravio. Lo que no puede hablar, estalla. El corazón del daño es, ante todo, una historia de amor. “Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya”, se pregunta María Negroni, sabiendo que cada texto suyo a su vez es un contrapunto de su biografía. El corazón del daño es un réquiem y un aleluya, en un canto en el que lo importante casi no tiene nombre porque todo es carne. O piel. Léase cuerpo.
La mamá, como la literatura, exige mansedumbre y desacato. “Te pregunta adentro: ¿Comiste, lobo? Como si fuera a sublevarme. Qué esperanza. Enseguida obedecía. No sé hacer otra cosa. Nunca supe”. Mansedumbre para recibir el amor (que no hubo o sí, pero defectuoso) y para ser vasija cuando se escribe; desacato tanto para dar un portazo e irse de casa a los 18 como para hacer hablar a Melville, Poe o Dickens. Para ser una misma, a pesar de. Desacato y mansedumbre suficientemente enérgicas como para contar en voz alta su historia (es decir, su escritura) para que el miedo no sea. Escribir: “reemplazar lo que no hay por la alegría acaso incongruente de intentar nombrarlo”. Madre, palabra. Ambas, origen de uno mismo. Ambas (literatura, mamá), la misma cosa confundida: “Mi madre me ajusta el cuello del abrigo no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar”.
Todo ello contado desde lo poético, porque lo poético en María no es una actitud sino un estado. Se reconoce su campo semántico (exilio, nómade, infancia, cuerpo, noche, isla. También pájaro. Sobre todo pájaro: aparece 32 veces en el texto —Cirlot, en su Diccionario de símbolos, recuerda que es alegoría de la deidad creadora—). Asimismo, tan reconocible su manera de decir: “madre de mí”, “Había una vez un antes. Se perdió”, “Vi vago el delante de la noche”, “a las rarísimas veces”, “te embravecías muy peor”; sus aparentes paradojas (“todo es traducible menos el lenguaje”); su exquisito sentido del humor (“si no me falla la memoria, yo también moriré”), su reconocimiento constante a los maestros (Baudelaire, Hesse, Gelman, Balzac, Dickinson, Celan, Mark Twain, Pizarnik, Orozco, Yourcenar…) y por supuesto sus adverbios imposibles: “meditaba míamente”, “madremente humano…”. Bestiarios de no acabar.
En la vida, como en la escritura, se trata de “hacer pie en lo incomprensible”. Con el otro (la madre), con la palabra y lo que ambas dicen en nosotros. Con la vida y con la escritura, a traque barraque. Siempre y en cualquier caso. El problema, tal vez, no sea la vida, sino el vivir. Lo de menos son los extremos. Lo importante es la cuerda. Y el amor.
Esther Peñas