El ciervo. Yolanda Pantin. Cali: El Taller Blanco Ediciones, 2021. 53 páginas.
¿Cómo reconocernos de espaldas, frente a un autorretrato? ¿Qué papel cumplen los sueños en nuestro borde de recuerdos? ¿De qué manera es posible resistir en el vacío? Estas y otras preguntas tensan nuestra atención y nos mantienen exquisitamente inquietos en El ciervo, la reveladora antología poética de Yolanda Pantin, cuya segunda edición ha sido publicada por El Taller Blanco Ediciones, en los ahora nostálgicos primeros meses del 2021.
Tal como ocurre en un carrusel, desde el cual desafiamos la condición unilateral de nuestro campo ocular, permitiendo la coexistencia de múltiples y veloces paisajes, los poemas aquí seleccionados se presentan ante nosotros como partículas indispensables de un todo pujante y en movimiento, y nos conducen hacia ese recorrido textual que, aunque breve, resulta por defecto trascendental.
“Esta casa surge despacio en el agua de la lluvia que caía por los muros y olía a yerba y a todo eso” (Casa o lobo, 1981), cuenta con algo de pesadumbre la primera línea. La exploración de esa casa, sus letanías y cotilleos aglutinados en el zaguán, en los pasillos, los corredores y las columnas, dominan el espacio del poema y nos colocan frente a ese nervio de inflexión íntima que parece imperar durante toda la poética de Yolanda.
El ciervo, cuyo título hace directa referencia al poema homónimo aparecido en Poemas huérfanos (La liebre libre, 2002), viene a poner de manifiesto la contemplación de un estilo único, tan perceptivo como dinámico: un modo escritural que resuena y se proyecta desde múltiples y excepcionales registros.
La elección de estos poemas –que desde el ojo compilatorio imponen cierto orden fundamental de lectura, al tiempo que configuran un todo, un cuerpo orgánico de versos que interrogan y se auto-replican– opera desde lo abrasivo, desde un patrón de escritura agudizado que deja su marca indeleble en cada periodo transitado.
Encontramos así en ellos la emersión de versos tan distintivos como proverbiales, como los aparecidos en “Los sueños” (La canción fría, 1989): «No todo mi corazón te ama / sólo la parte que está enferma», o aquellos que promulgan una intrínseca y necesaria desvinculación, un pesar legitimado o un ingenuo desasosiego autorreferencial: “soy yo no hay duda (…) / soy yo es cierto pero ¿dónde / en qué lugar del mundo de mi casa / del país que aborrezco o el soñado / estuve un tiempo así hasta ese punto / tan oscura?” (“Daguerrotipo de una desconocida”, en Los bajos sentimientos, 1993).
“Las mujeres solas hacen el amor amorosamente / algo les duele / y luego todo es más bien triste o colérico o simplemente amor”, nos dice también la autora en “Vitral de mujer sola” (Correo del corazón, 1985), y abre a continuación una lista de declaraciones que se presentan como una forma identificable de potestad y empoderamiento. Yolanda proclama, una y otra vez, y este libro expone, revela y conduce. En su contratapa, ya nos advierte Antonio López Ortega: “El apetito de desmontaje de la propia operación poética recorre toda su expresión hasta volverla simulacro, ensayo reiterativo, esgrima solitaria. El verso crece sobre su propia ruina, como yerbajos aislados entre las estatuas caídas”.
Será entonces que la cuestión antológica sucede naturalmente, por intuición, y por una presencia amurallada y tenaz del poema, dentro de esa historia textual escrita por el poeta mismo. Será, quizás, como la misma Yolanda ha dicho alguna vez en entrevista, que en estos días que corren –y tal vez más que nunca– resulta vital (y hasta imperativo) abordar la poesía con “una fe absoluta en las posibilidades que brinda el lenguaje”.
Vanesa Almada Noguerón