Cincinnati. Historia personal. Manuel Iris. Ciudad de México: Cuadrivio. 2018: 64 páginas.
El tema del viajero es un tópico bien conocido en la literatura. Las andanzas por tierras alejadas suelen ser un atractivo pretexto exótico para relatar historias que prometen, por lo menos desde una mirada curiosa, un atractivo dato incógnito del que sólo puede dar testimonio el auténtico viajero. Bastaría con enfilar esa no pequeña colección de títulos que se conocen como libros de viaje para darnos una idea de lo prolífico que ha sido la aventura geográfica. El subgénero de los libros de viaje suele priorizar, como es lógico, la descripción y los detalles del lugar que se explora. Cabe decir que el verdadero protagonista de un libro de viaje es el lugar visitado.
Lo que comento acerca de los libros de viaje es, con toda intención, la primera llamada para establecer un deslinde al leer Cincinnati. Historia personal (Cuadrivio / Secretaría de Cultura, México, 2018) de Manuel Iris. Este libro no es lo que de entrada su título sugiere. Este libro, de hecho, es casi todo lo contrario a los tópicos señalados acerca de los exóticos paseos y las aventuras por lugares alejados. Este libro es, ante todo, una íntima reflexión en torno a lo propio y lo ajeno, un recuento por demás sincero sobre los hechos que, voluntaria o involuntariamente, van construyendo la identidad.
Si algo nos revelan desde el principio estos poemas es que somos quienes somos, quizás antes o por encima de la distancia que antepongamos a nuestro origen, por algo que nos acompaña permanentemente como una sombra; o, mejor dicho, algo que no podemos dejar de ser aunque nos alejemos. Buscamos en la distancia lo que sólo comprenderemos al aproximarnos a nosotros mismos con suficiente nitidez. De tal suerte que el destino no es algo que perseguimos: es algo que nos persigue más allá de la odisea que cada uno emprende por el mundo.
El libro abre, como si fuese un particular álbum fotográfico o un diario recogido a lo largo de un prolongado viaje, con un pequeño prólogo a manera de explicación. Unas pocas palabras que sitúan el origen y las circunstancias en que surgió Cincinnati. Historia personal. Allí, el autor afirma que “el conjunto de textos que reúno en este libro da testimonio de esta ciudad como espacio o escenario de una vida interior que deja de ser la del visitante para convertirse en la de aquel que se queda y adopta al sitio que lo ha adoptado. En otras palabras, hablan de la vida de un inmigrante, del modo que me ha tocado serlo”.
Es asimismo en este prólogo donde Manuel Iris adelanta, con cierta sabiduría borgeana, lo que quizá define de forma sucintamente clara lo expuesto en este volumen: “estos poemas escritos a lo largo de una década dan testimonio no de lo que soy, sino de varios de los hombres que he sido en una ciudad que igual ha cambiado durante ese tiempo. No los poemas sino yo mismo son lo escrito (también) en Cincinnati”.
A continuación, una ventana es el testigo, el punto de referencia visual y, tal vez, la metáfora más adecuada para abordar una historia de amor escrita en flash backs. Una historia de refracciones y coincidencias que van reconociéndose ahora desde la distancia a través de recuerdos y fotografías, es decir, de un modo u otro, a través de retrospectivas reflexiones provenientes de aquel “ojo atónito que mira hacia adentro de la habitación en la que espero que el invierno termine”. Desde esa ventana la caída de la nieve, por ejemplo, no es sólo “ese cristal que vuelve al árbol reverente, que torna delicada su genuflexión glaciar”, sino también un estado de la memoria, un espacio simbólico que permite lo mismo la extrañeza que la comunión, puesto que el origen de esta historia de amor es también el origen de la nieve:
La primera vez pasó como cayéndose en el otro, como yendo de la piel a la certeza. Era invierno y los dos vieron por primera vez la nieve, un par de horas antes de empezar a verse. ¡También va para arriba! Dijo uno, ya saliendo.
El amor, la naturaleza, la amistad, la literatura —en especial la poesía— y la música —lo mismo de Led Zeppelin que de Héctor Lavoe— son celebrados discreta e intensamente en estas páginas. Manuel Iris parece poseer un agudo dispositivo para conseguir imágenes a veces tan inesperadas como precisas, como cuando, al describir el ambiente que queda al final de la lluvia dice que “todo huele como a sabor de jícama”. No obstante, predomina el tono meditativo en sus poemas. Su centro parece situarse con más empatía en la distancia reflexiva que surge de la pausa y la mirada. Así, de un árbol apunta:
Alma tranquila, horma, dura vena,
molde interior de la escultura de sí mismo
el árbol sigue allí,
gotea.
Se va tornando cada vez más árbol.
Todo nos dice que la eternidad se acaba
y el silencio sigue allí,
cayendo.
La sección que cierra el libro, titulada “Poemas escritos en Ludlow Avenue”, contiene una serie de piezas más heterogéneas desde el punto de vista temático, si bien varias de ellas sin duda magníficas. Resulta muy significativo, por ejemplo, un poema como “Actos políticos”, en especial si se toma en cuenta que está escrito en Estados Unidos a unos cuantos días del triunfo de Donald Trump en las elecciones de 2016. En él Manuel Iris —en muchos sentidos un inmigrante como él mismo se reconoce— enumera con agudeza e ironía los sencillos actos cotidianos que constituyen rotundos actos políticos dentro de una nación que está obligada, si asume sus propios principios y su historia, a ser una nación edificada por la diversidad:
En la tierra de los libres, el hogar de los valientes
ya no hace falta ideología ninguna
para ser contestatario: es suficiente
vivir con dignidad.
O un logrado poema melancólico y cavafiano, con algo de esa cínica sabiduría de Jaime Gil de Biedma, como lo es “Para brindar ahora”, donde la conciencia del autor reconoce, acaso, esa verdad final de la que nadie escapa:
Y partiremos, viejos y cansados
callándonos que todo
es una gran mentira.
Sin embargo, el penúltimo poema del libro, titulado muy significativamente “Arte poética” es, desde mi punto de vista, una joya. Allí se alcanza, con madurez de estilo e impecable inteligencia, una alegoría vegetal que explica mejor que cualquier tesis lo que tal vez significa la poesía. Vale la pena citarlo completo:
Terca, la hoja amarilla
no se suelta de la rama.
La observo en su disputa
contra el viento y la lluvia,
contra la gravedad.
Llevo días mirando
su callado esfuerzo,
su tragedia diminuta.
Su persistencia
no merece olvido.
Es por eso
que la he puesto aquí,
en este verso
del que no caerá.
Conocí a Manuel Iris hace más o menos nueve años, precisamente en Cincinnati. Para ser más específicos, en el campus (hermoso y muy nórdicamente delineado) de la Universidad de Miami que, por cierto, no se encuentra —como casi todo mundo piensa al oír este nombre— en Florida, sino en Ohio. Tan inesperado como afable, este primer encuentro me obsequió, por lo menos, dos regalos: hallar en aquellas latitudes a un relajado compatriota que podía conversar de México lo mismo que de música o de poesía y, también, a un espíritu refinado que estudiaba la literatura entendiendo que lo verdaderamente importante de ella no está en la literatura sino en la vida.
Debo decir —y festejar— que, conforme he leído este y algún otro libro de Manuel Iris, me he percatado de una particular cercanía. Una empatía de emociones, de temas, de imágenes o de ritmos que parecen sorprendentes desde el punto de vista de las distancias no sólo generacionales, sino también geográficas que nutren nuestras respectivas escrituras. Pero esto es lo más importante, por lo menos para mí: nuestra cercanía es una cercanía, acaso, de centrales intuiciones poéticas.
A lo largo de una —no sé si larga pero sí apasionada— vida de lector me he decepcionado mucho, pero también he aprendido, creo, a reconocer ciertas cosas, a reconocer, cuando las hay, ciertas evidencias claras que marcan un rumbo en el camino de un escritor. La cuestión es que nadie sabe cuántos libros ha de escribir. Cada quien intenta, por lo mismo y por lo menos, decirlo todo en el que está escribiendo. Todo lo que en aquel momento parece decisivo. Manuel Iris hace esto precisamente desde aquí, desde la imprescindible parte de su vida que significa la estancia académica en los Estados Unidos. Lo hace, es verdad, de modo discreto y hasta en algunos momentos irónico de sí mismo, pero al final es insuperablemente transparente lo que dice, lo que sólo el verdadero viajero puede decir al regresar del viaje:
Que es imposible quedarse, aunque te quedes.
Que es imposible, aunque regreses, regresar.
Jorge Fernández Granados