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RESEÑAS
Número 7
July, 2018
Casa transparente de María Luque
Por María José Navia

No es la primera novela gráfica de María Luque. Antes ya nos había deslumbrado con La mano del pintor (2016) en la que la figura de Cándido López la visitaba y le pedía ayuda. No es tampoco la primera vez que el ojo de María se detiene en lo cotidiano, en espacios íntimos. Es cosa de ver sus posteos en redes sociales (Instagram, Twitter) para ver su afición por pintar libreros, salas, habitaciones. También museos, sí, y es entonces que Casa Transparente viene a transformarse en una reflexión sobre la delgada línea que divide lo íntimo y lo público, lo interior y lo exterior.

Ficción

Casa transparente. María Luque. México/Madrid: Sexto Piso. 2017. 123 páginas.

Casa Transparente, la nueva novela de la ilustradora argentina María Luque abre con una pregunta aparentemente simple: ¿verdes o negras? La protagonista se encuentra en un supermercado y la pregunta viene de labios de una vendedora. María dice “verdes” y compra una bolsa de cien gramos. Poco después se encuentra con una promotora que, al verla mirar un shampoo, le comenta que hay una promoción con la que se puede llevar un envase más grande, pagando solo la mitad del precio. Pero María es enfática y dice “prefiero llevar el envase chico” a lo que la promotora responde: “creo que no entendiste bien.”

Pero María solo sonríe y comenta: “Sí, te entendí. Cuando tenga una casa, si alguna vez tengo una, voy a comprar el envase grande”.

No es la primera novela gráfica de María Luque. Antes ya nos había deslumbrado con La mano del pintor (2016) en la que la figura de Cándido López la visitaba y le pedía ayuda. No es tampoco la primera vez que el ojo de María se detiene en lo cotidiano, en espacios íntimos. Es cosa de ver sus posteos en redes sociales (Instagram, Twitter) para ver su afición por pintar libreros, salas, habitaciones. También museos, sí, y es entonces que Casa Transparente viene a transformarse en una reflexión sobre la delgada línea que divide lo íntimo y lo público, lo interior y lo exterior. Porque María cuida casas de otros, por temporadas cortas. Dice, sin inmutarse, a una niña que le pregunta que por qué no tiene casa: “Cuidar casas es mi segundo trabajo”.

Y la misma novela no se queda quieta, fija en un lugar o historia, sino que va saltando desde Rosario a Bariloche, pasando por Buenos Aires, Cusco y Ciudad de México. La casa invisible es, en cierta medida, la casa que María imagina y que debe pintar y pagar con sus dibujos, la casa que la visita en sueños en las primeras páginas de la novela. Pero es también la casa imaginada, la que no sabe si cuidará en Tucumán (y sobre la que discute con un amigo durante una caminata por Buenos Aires), o la casa rodante que casi compartió con un amor pasajero, un chico hippie que andaba en ella recorriendo el mundo. La casa invisible es ese futuro por llenar, sí, pero también el gozo del movimiento, del tránsito. El hogar es, tal vez, ese arte que logra fijar –en el papel, en una muralla– lo transitorio, la felicidad de lo que se sigue moviendo, la precariedad, no necesariamente amarga, de un futuro incierto.

Esta novela, ganadora del I Premio Novela Gráfica Ciudades Iberoamericanas, propone el habitar como un por mientras, un por ahora, un por si acaso. Y hay en ello gran belleza. La de los colores brillantes de María, sus trazos y dibujos aparentemente simples y, sin embargo, inmensos; una novela donde los espacios los hacen las personas que están en ellos y también las que no: así, por ejemplo, en un momento, María habla por Skype con la dueña de una casa que está cuidando y le cuenta que la llave de agua no funciona bien. Ella le dice que le muestre y María se lleva el computador al baño para que así pueda ayudarla.

Porque habitar es también habitar desde la virtualidad, habitar desde las pantallas. Y apartarse del mundo puede ser también un simple gesto: el de desenchufarse. En la sección de título ‘Bariloche”, por ejemplo, María y un grupo de amigas están en un camping hace varios días (ya se les está acabando la comida, se les llueve la carpa) y una de ellas comenta “echo de menos internet. Echo de menos enchufar cosas”. El grupo de amigos busca refugio en la ciudad y María, al no encontrar hotel, pasa la noche en un bus que ha sido estacionado, a modo de protesta, en la mitad de una plaza.

Otra instancia de movimiento fijo. Aunque solo sea por un momento.

En la última sección, “México”, María junta los dos mundos a los que nos tiene acostumbrados: los mundos privados y los museos. Se trata de Ciudad de México y la visita a la casa de Frida Kahlo. María comenta con ilusión, al pasar frente a un espejo, que allí la artista mexicana “se miraba todos los días”. Una intimidad vuelta museo, una intimidad congelada, pero también un momento de una intimidad distinta, de una oportunidad de conocimiento, de un recuerdo. Los amigos salen de un restaurant y, ya en la calle, María pregunta “¿mi casa es para allá?”, a lo que una amiga le contesta “el hotel no es tu casa”. Pero María vuelve a insistir: “Esta semana vivo ahí”.

Por último, en otra de las secciones que suceden fuera de Argentina, donde el habitar se confunde con el turismo, y de título “Cusco”, María es recibida en un hostal sin pagar a cambio de que la artista dibuje, en un mural, los rostros de los distintos huéspedes. María acepta con alegría y ahí va pintando a todos los que están, como ella, de paso. Luego le ofrecen quedarse un mes más a cambio de ayudar con el desayuno y María lo hace para, por las tardes, dedicarse a deambular. En esos paseos, los vendedores le ofrecen sus productos a lo que la protagonista siempre dice que no. En un momento una mujer le grita: “Un llavero al menos”. Ya de vuelta en el hostal, en su casa-por-mientras, la dueña le dice que se olvidó las llaves, a lo que María contesta que no son de ella, que hace un rato que se está encontrando llaves en todas partes. La mujer entonces dice: “Debe ser la ciudad que te invita a quedarte”.

Casa Transparente es una novela hermosa que reflexiona sobre las dinámicas –complejas, bellas, contradictorias– del tránsito y el habitar; las posibilidades de construcción de lo familiar (que se arma de caminatas con amigos, de conversaciones por Skype, de vacaciones) y la libertad de preferir ese envase pequeño, de no querer comprar nada de más, de no obsesionarse por tener y consumir, de marcar el ritmo del propio paso, de pasar por ciudades sin sentirse obligada a aceptar sus invitaciones a quedarse, de pintar el futuro con los colores que uno quiera.

María José Navia
Pontificia Universidad Católica de Chile

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