Aves inmóviles. Julio Paredes. Bogotá: Alfaguara. 2019. 175 páginas.
Hay textos que leo con lápiz en mano a la caza de citas memorables y otros por los que avanzo absorbido, incapaz de detenerme. Establezco así un pacto de lectura en los primeros párrafos que se mantiene el resto del libro. Este ritual se consumó a medias leyendo la novela de Julio Paredes, pues no acabé de decidirme entre subrayar pasajes que resonaban en mí por distintas razones y el deseo de saber pronto en qué iba a terminar la historia: ¿Cómo se resolvería la negociación entre Ricardo, el narrador, a quien contratan para hacer la taxidermia de un caballo, Saturno, y el dueño del caballo, Augusto, un hacendado con pinta de traqueto? ¿Qué pasaría con la mancha en los pulmones que mantiene en tensión permanente a Ricardo? La capacidad de Aves inmóviles (Premio Nacional de Novela 2020) para plantear en el lector una tensión entre la actitud atenta a cada oración del texto y la inmersión distraída en la ficción da pistas del tipo de apuesta literaria hecha por la novela.
A Julio Paredes se le reconoce como un cuentista consolidado. Sus primeras colecciones de relatos Salón Júpiter y otros cuentos (1994) y Guía para extraviados (1997) anticipan temas, tonos y tratamientos literarios de los libros posteriores, Asuntos familiares (2000) y Artículos propios (2011). Estos últimos no solo son lecturas fundamentales para cualquiera que decida escribir un libro de cuentos en Colombia, sino que establecen líneas de trabajo que reconocemos en la historia del taxidermista. Destaco dos: el peso que el legado familiar imprime en personajes bogotanos salidos de una clase media aspiracional a la que amenaza la ruina y cierta obsesión con las profesiones extintas o a punto de extinguirse. El diálogo entre estas líneas de trabajo hace compacta la trama de la última novela de Paredes; muestra también cómo el trabajo de la escritura está hecho de ensayos que se sedimentan en la forma, como si cada texto nuevo fuera siempre la acumulación de lo que se escribió antes.
Hacer la taxidermia de Saturno supone la posibilidad de salvar el negocio familiar. Por esa razón, Rubén y Juliana, los confidentes del narrador, le insisten en que se arriesgue, aun cuando se trata de una empresa más bien estrambótica por la complejidad que acarrea la anatomía de un mamífero de gran tamaño. La especialidad de Ricardo son las aves, y su proyecto más querido consiste en el montaje de gabinetes y dioramas de aves exóticas. Si fracasa, además, está en juego la propia integridad del narrador, dada la procedencia oscura de los negocios de Augusto. La primera mitad de la novela está construida en torno al periplo del primer encuentro entre el narrador y el hacendado, por intermediación de Gustavo, una suerte de chofer y lavaperros que recoge al narrador en su apartamento en Bogotá y lo lleva hasta la hacienda.
Al entrar en la hacienda, el paisaje se enrarece: atraviesan “inmensas plantaciones de palma africana” que recorren “durante varios kilómetros y donde se podían ver, de vez en cuando, sombras de búfalos arrastrando carretas por entre líneas de camino” (107). El cultivo tecnificado no se corresponde con la experiencia de la naturaleza del taxidermista, con la búsqueda de lo bello o lo sublime que privilegia al preparar sus montajes. Pero no es solo esto lo que incomoda al narrador. La hacienda se sitúa en una de las regiones con “los índices más altos de desplazados y desaparecidos en la historia reciente del país” (39), en donde siguen activos grupos armados, después de la firma de los acuerdos de paz. Al oficio de taxidermista le conviene un mecenas como Augusto, pero aceptar un vínculo comercial con el hacendado significa beneficiarse también de los desplazados y desaparecidos que fertilizan los kilómetros de plantaciones de palma. Ricardo, sin embargo, no está dispuesto a que desaparezca el taller; hay un saber inherente al oficio que intenta proteger como puede.
En la obsesión con los oficios raros, la novela da forma a otras inquietudes. La taxidermia no es la única profesión insólita. Raquel, una mujer con la que Ricardo se ilusiona después de los años de “hibernación sentimental” posteriores a su divorcio, se dedica a escalar árboles gigantes, secuoyas, abetos y eucaliptos, “árboles que, en algunos casos, superaban los cien metros de altura y miles de metros cúbicos de madera, de follaje entre ramas y hojas” (54). Ricardo se identifica con este oficio singular. Advierte una cierta exposición a lo desconocido que lo hermana con Raquel: ella se enfrenta en sus incursiones a troncos y follajes de parques inexplorados en distintos lugares del mundo; él, en cada montaje, se propone “dar vida” a un cuerpo muerto sin que exista una receta que garantice el éxito en el cuidado de la piel, en la elección de cristales o acrílicos adecuados para sustituir los ojos o en el trabajo con las estructuras internas de los animales.
Más adelante el narrador detecta rasgos afines a su oficio y al de Raquel en la labor mucho menos exuberante de la neumóloga que revisa a Ricardo buscando el origen de la mancha en los pulmones: “percibí un empeño combativo en su persecución de posibles vestigios siniestros y la imaginé como una especie de arqueóloga beligerante” (137). Por esta vía, el cuerpo de Ricardo que estudia la doctora, el cuerpo de Saturno que estudia el taxidermista, o los árboles gigantes y de edades milenarias por los que escala Raquel constituyen versiones diversas en las que la novela da forma a lo desconocido. Cada uno de estos tres oficios postula maneras de preguntarse cómo funciona la vida que podríamos también entender como maneras distintas pero afines de indagar cómo funciona la muerte.
Junto a la pregunta por lo desconocido, la novela se propone también un asedio al problema del artificio. Afirma el narrador sobre la neumóloga que ella escarba en las imágenes de los escáneres buscando cómo convertirlas en hechos reales. Del mismo modo, el narrador recuerda una idea de su abuelo: “la verdadera naturaleza de la taxidermia estaba en la búsqueda de la autenticidad y, en consecuencia, de la verosimilitud” (56). La mirada del novelista parece fijarse en la actividad propia y de los otros para entender cómo se producen los hechos reales. La realidad o la naturaleza entonces no son cosas dadas, ni tampoco entidades abstractas o proyecciones intangibles de pensamientos o emociones. O al menos no es esto lo que le importa a Ricardo. No se trata de imitar la realidad sino de hacerla. Esto queda claro en otro pasaje, cuando el narrador opina sobre el proyecto que su hermano Alejandro y la esposa, Laura, emprendieron antes de la desaparición de Alejandro, una suerte de sendero ubicado en los exteriores de una finca de descanso: “Pero en el fondo solo querían montar un artificio que adoptara su propia forma a medida que se plantaban los primeros trazos, amoldándose poco a poco al entorno, siempre en un estado inconcluso” (168).
En la pregunta por el artificio, la novela hace reflexionar entre líneas sobre el arte como oficio (que construye artificios y estudia lo desconocido). Al hacerlo, toma distancia respecto a nociones establecidas que conceden cierta solemnidad a las prácticas artísticas. Habría, de hecho, en Aves inmóviles un énfasis en la irrelevancia de la escritura. Existe un cuaderno en el que el narrador acumula frases que oye por ahí y una máquina de escribir (también del abuelo) de la que apenas oímos el sonido de las teclas como una presencia espectral. Ninguno de los dos objetos adquiere mayor importancia: el cuaderno se pierde en un restaurante cuando van camino a la hacienda y el ruido de la máquina acaba disuelto por un mensaje de celular en el que le anuncian a Ricardo que durmieron a Saturno y lo disponen para la disección.
No sorprende, por último, que la taxidermia y la escritura entrecrucen caminos en un momento específico de la novela. El narrador sostiene que cree en las historias: “En poder contarlas. Es algo que trato de imprimir en los montajes, esa idea particular del ánimo que se puede identificar en una piel montada” (169). A la escritura le convendría, como al taller de Ricardo, un mecenas que le dé alguna estabilidad, así sea por un tiempo. Aves inmóviles nos pone, de forma inesperada, frente a la pregunta de cómo hacemos, quienes trabajamos con el arte y la cultura, para lidiar con las limitaciones materiales del oficio. No solo cabe preguntarse con cuáles mecenas estaríamos dispuestos a negociar (si es que aparece alguno interesado), sino también pensar hasta qué punto el arte y la cultura han mantenido vínculos (incluso de maneras no intencionales o remotas) con las fortunas que ha producido la guerra en Colombia. En este punto reside uno de los mayores hallazgos de la novela.
Óscar Daniel Campo