Iván Ulchur Collazos. Alguien al otro lado de la línea. Cali: Ediciones Grainart, 2019. 104 páginas.
¿Qué tienen en común Gauguin, ese pintor que se refugió en una isla remota del Pacífico sur; Juan Coral, que se refugió en un pueblo olvidado de los Andes colombianos; o Ezra, el profesor universitario que busca refugio en esa otra isla cercana llamada Zobeida, su mujer, para exorcizar sus miedos? Probablemente la respuesta a estas preguntas sean tan variadas como los lectores que se aproximen a este libro de cuentos. En cualquier caso, el último relato sirve para darle título al más reciente libro del colombiano Iván Ulchur Collazos y mantiene en tensión al lector, pues combina hábilmente los sucesos triviales de la cotidianidad en el seno de un hogar convencional con la trágica historia de Colombia. En “Alguien al otro lado de la línea”, la trama del cuento “Ulrika”, de Jorge Luis Borges, funciona como una especie de correspondencia intertextual con el cuento de Ulchur Collazos, como si lo que pasara ya estuviera cifrado. La voz anónima al otro lado del auricular sostiene el suspenso de la narración y opera como catálisis en el diálogo entre azaroso y amoroso de la pareja; todo ello en medio de la zozobra que se vive en la ciudad en la que ocurren los hechos y el diálogo intertextual que se desarrolla entre Ulrika y Javier Otálora, los personajes de Borges.
En “Alguien me asedia a Rafaela”, el anónimo narrador-protagonista, atrincherado en el bar Cefiní, cultiva sus celos paranoicos por Rafaela. Este es un personaje que vive inmerso en un gran juego de espejismos; al hacerlo, descompone un abanico de miradas en esa especie de triángulo sospechoso entre un extraño, Rafaela y su ego distorsionado. Es la semiótica de la mirada, donde cada gesto, cada palabra, cada ícono popular —Gardel, Humphrey Bogart, Aznavour— va construyendo el conflicto de la trama. Al mismo tiempo, se menciona la cita “el lenguaje es una red de caminos equivocados, transitables”, frase atribuida a Wittgenstein que sintetiza ese diálogo subterráneo entre el ojo y la palabra. Una pregunta esencial del narrador-protagonista le señala al lector un pacto cooperativo con el relato: “¿No te parece Rafaela que Humphrey Bogart tiene una mirada de usurpador?” En ese momento, el galán de Casablanca y el anónimo mirador se funden en un solo y oscuro objeto de deseo, lo que amenaza la estabilidad psíquica del narrador-protagonista. Este hace malabares verbales y mentales para marcar su territorio de macho asediado por un juego de miradas.
En el cuento “La pista”, un profesor de Gethsemani College sigue las huellas de Agenor, un poeta rebelde, mientras trota en un parque con ancianos y ardillas. El protagonista evoca sucesos aciagos de la violencia contrainsurgente que ha desangrado a Colombia y deja en suspenso el destino del activista Agenor y de Joe Burkanhaler, un caminante y ecólogo siempre atento en el cuidado de las ardillas.
En los cuentos de Alguien al otro lado de la línea los protagonistas son sujetos que caminan la cuerda tensa de la incertidumbre y pertenecen a la secta del vacío; hacen parte de esa “percepción errada y la distorsión” de las cosas, como anota Ricardo Piglia en las líneas que sirven de epígrafe al libro. En medio de una escritura siempre lúdica y no pocas audacias verbales, en estos relatos observamos temas como la lenta rutinización del amor, el telón de fondo de la violencia social colombiana y un diálogo sostenido entre personajes que asisten al desmoronamiento de sus pocos ideales. Otro elemento recurrente es un énfasis significativo en alguno de los sentidos: por ejemplo, la vista en “Alguien me asedia a Rafaela”, donde Koke muere en su paraíso, o el oído en “Alguien al otro lado de la línea” o en “Uno se llena de presentimientos”.
El amor es un sentimiento parecido al miedo en estos relatos pues este último lo hace ver todo distinto. De esa catadura están construidos los protagonistas de estas aventuras, narradas de manera recurrente entre la duda y el vértigo y con cierta dosis de humor negro. Y es que el humor de estos cuentos, a veces agridulce y otras veces irónico, es el conjuro para que el terror y la impotencia no los paralice, una suerte de agujero negro por donde se fuga la desesperanza absoluta. Por otro lado, asuntos como el miedo a la pérdida, al desacomodo de la frágil rutina, al movimiento telúrico del escepticismo, mueven los resortes de aquello que se cuenta. Por eso la tensión, el suspenso y el escamoteo del dato oculto a menudo se dan la mano y mantienen en vilo al lector. Así, no es de extrañar que una llamada anónima preguntando por la Funeraria El Recuerdo altere a Ezra en un contexto de violencia consuetudinaria (como ocurre en “Alguien al otro lado de la línea”), o que los simples ruidos de una gallina celebrando la puesta de un huevo se confunda con la irrupción de unos matones nocturnos (como en “Uno se llena de presentimientos”), ni que un diálogo simulado, proveniente a su vez de una seducción simulada, tenga lugar frente a un auditorio simulado (como en“Cuando el amor nace así de esta manera”). Al final, cada uno de estos episodios nos invita a mirar la celosía que divide la razon tragica de la sinrazón ebria.
Leídos con detenimiento, es evidente que el secreto de estos cuentos está en la magia del narrador para involucrarnos en hechos banales que, de pronto, adquieren un matiz epifánico; todo ello gracias a la maestría de un escritor que conoce bien la selección y combinación de signos verbales necesarios para generar la necesaria rotación dialéctica en los hechos narrados.
Quien osó decir que Ulises somos todos, estaba pensando en el viaje heroico, o quizás en la última esperanza de retornar al reino o sus cenizas. Pero igual se podría agregar que Gauguin, Juan Coral, Ezra o Agenor, los personajes más logrados de estos cuentos, somos todos. Especialmente por esa carga de humanidad que llevamos todos sobre los hombros. De lo que se trata es de mirar alrededor, tejer algunas fábulas y refugiarnos en alguna isla, como lo hacen los personajes de Ulchur Collazos. Y también esperar con estoica paciencia a que ese alguien al otro lado de la línea nos deje una pista para saber quién es. La otra opción es dejar los santos quietos. Así podríamos vivir más tranquilos, pero seguramente no escribiríamos una sola línea. Eso lo sabe bien este talentoso escritor colombiano.
Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz
Cali, Colombia