Domingo, 3 de febrero, 2018.
No parece una tumba.
Es una loma de conchas, piedras, fósiles y palitos.
De lejos incluso parece uno de sus artefactos visuales: un pequeño monte de detrito marítimo con una cruz de madera blanca, con una corona de flores marchitas colgando y con un rectángulo de madera que dice lo siguiente:
Dirección obligatoria
Debajo de todo eso los restos del poeta más longevo de la literatura chilena, referencia en lengua castellana, profesor universitario, matemático y físico, creador de la antipoesía, Nicanor Parra Sandoval, fallecido la madrugada del 23 de enero en Santiago, Chile, a la nada despreciable edad de 103 años.
Las Cruces es un pueblo costero a 200 kilómetros de Santiago de Chile, donde, desde la década de los ochenta, Parra vivía un poco recluso, alejado de todo, en una casa de madera frente a las olas del Pacífico.
Sobre su tumba, además del mencionado mensaje, hay otros artefactos visuales. Uno de ellos es una tablita rectangular de madera con letras negras y el Famoso corazón parriano con pies y manos. Dice lo siguiente:
Ni muy tonto,
Ni muy sabio
Son dos versos que bien podrían proyectar el espíritu del poeta, aquel que aseguraba que ser contemporáneo era “aprender a vivir en la contradicción, sin conflicto”, y que de hecho durante el último tiempo, una vez cruzada la barrera de los cien, no parecía temerle al final de su vida. Nicanor Parra vivía lejos y a la vez cerca de la muerte. Como si estuviera bailando una cueca larga con ella. O como él mismo lo escribió en uno de sus poemas, uno de sus tantos intentos por desacralizar todo aquello que fuera solemne y grave, incluso morir:
No tienes para qué ponerte nervioso
como dijo el poeta
tienes toda la muerte por delante.
Así, habría que empezar en San Fabián de Alico, 400 kilómetros al sur de Santiago, Chile, donde Nicanor Segundo Parra Sandoval nació el 5 de septiembre de 1914. (Fue el mayor de ocho hermanos.)
Y habría que finalizar el 23 de enero de 2018, fecha en que el AntiPoeta murió, en la comuna de La Reina, Santiago, Chile. (Fue el último de los ocho hermanos en morir.)
Entremedio hay 103 años.
Casi la mitad del tiempo desde que Chile se independizó. Tal vez por eso mismo muchos lo creíamos inmortal: un paisaje más dentro de un país que, según otro de sus poemas, sufre de un complejo geográfico: “Creemos ser país y la verdad es que somos apenas paisaje”.
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Apuntes para una biografía tentativa de Nicanor Parra.
Uno: que era hijo primogénito de la unión de Nicanor Parra, profesor de colegio, y Clara Sandoval, ama de casa y costurera. Que entre sus hermanos y hermanas se cuenta a Violeta Parra, folclorista y música chilena que se suicidó. Que también están Roberto y Eduardo Parra, ambos también músicos. Que todo esto se traduce en lo siguiente: Nicanor Parra nació en una casa llena de gente, con mucha música alrededor pero sin mucho dinero, con un padre dipsómano al cual temía (“Cuando yo era un adolescente, él se me aparecía más bien como un pequeño monstruo. Porque él bebía mucho”), y con una madre esforzada que tuvo que sacar a la familia adelante (“…era una especie de roca inamovible”).
Dos: que viajó a Santiago para convertirse en carabinero (policía) pero no le resultó por la altura, o falta de altura más bien, y que en vez de eso terminó el colegio, fue a la universidad, enseñó en una escuela, viajó a Estados Unidos, fue profesor de la Universidad de Chile, viajó a Inglaterra, volvió e hizo carrera como profesor de ingeniería y matemáticas, hizo más viajes, siguió enseñando, aunque nunca, en todas esas etapas, dejó de escribir poesía. O antipoesía.
Tres: que son demasiados libros. Pero no se puede hablar de Parra sin mencionar ciertos hitos. Poemas y antipoemas, por ejemplo, que se publicó por allá en 1954. Y el cual fue una revolución porque demostró que la poesía chilena no tenía que ser nerudiana, ni garcíalorquiana, ni waltwhitmaniana: podía ser igual de ligera –pero no por eso menos honesta– que una película de Charles Chaplin. Y también vale mencionar Versos de salón (1961) y Hojas de Parra (1985). Y luego que en los años sesenta comenzó con los artefactos, esas instalaciones en que tomaba una frase popular y la sacaba de contexto, aunque también podía ser una imagen de alguien o algo famoso. Por ejemplo: Parra escribe “Padre Nuestro” como si fuera uno de los avisos de “Tome Coca-Cola”. O cruza un tomate con una flecha y escribe lo siguiente: “Naturaleza muerta”. O interviene una foto en que el papa Juan Pablo II se pone las manos en los ojos como binoculares con este remate: “Poesía visual”. O prepara una instalación con muñecos de todos los presidentes chilenos ahorcados y la titula: El pago de Chile.
Cuatro: que no se pueden dejar de lado sus relaciones. Que tuvo tres parejas, seis hijos y varios nietos y hasta bisnietos. Pero que tal vez fue Ana María Molinare, a quien conoció en los setenta, la que más lo marcó. El AntiPoeta estaba enamorado, Molinare lo dejó y Parra, despechado, escribió “El hombre imaginario”, uno de sus grandes éxitos:
El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario.
Cinco: que muchas veces le preguntaron qué era la antipoesía y respondió todas esas muchas veces de diferentes formas. Como que la antipoesía “no es otra cosa que un parlamento dramático”. O “es una poesía de la contradicción, o sea, la poesía del yin y del yang”. O “¿y tú me lo preguntas? Antipoesía eres tú”. O con este poema:
Yo no permito que nadie me diga
que no comprende los antipoemas.
Todos deben reír a carcajadas.
Para eso me rompo la cabeza
para llegar al alma del lector.
Puede ser, eso sí, que su mejor respuesta se encuentre en otro de sus poemas, el ya canónico dentro del canon parriano “La montaña rusa”. Porque en este ataca al establishment literario (“Durante medio siglo la poesía fue / el paraíso del tonto solemne”), se declara como su héroe o antihéroe (“Hasta que vine yo / y me instalé con mi montaña rusa”), no sin antes advertir que el viaje será forzado (“Claro que yo no respondo si bajan / echando sangre por boca y narices”).
Seis: que su fanaticada tiene distintas edades, tamaños, géneros y nacionalidades. Pero que sin duda hay que culpar a Bolaño, culpable del último revival parriano: “El que sea valiente que siga a Parra”. Y a la madrina punk Patti Smith, quien estuvo entre el público cuando el poeta chileno recibió el Premio Cervantes: “Su poesía es rebelde y humana”. Y también algo de culpa tiene el argentino Ricardo Piglia, prologuista del segundo volumen de las obras completas, publicadas por Galaxia Gutenberg en 2010 y 2011: “Los artefactos de Parra son a la literatura en lengua española lo que la obra de Duchamp ha sido para el arte contemporáneo”. Aunque antes de eso, mucho antes, hubo elogios de Pablo Neruda (“Su poesía es una delicia de oro matutino o un fruto consumado en las tinieblas”), de Gabriela Mistral (“El futuro poeta de Chile”), de Allen Ginsberg (“Es el creador de una poesía más explosiva e inteligente que la de Neruda”) y del crítico Harold Bloom (“Uno de los mejores poetas de Occidente”).
Siete: que su muerte fue lamentada por gente como la presidenta de Chile, don Francisco y Julieta Venegas. Aunque tal vez su fama pop se puede condensar en aquel comercial para televisión en que el AntiPoeta sale tomando un vaso de leche; Shakira formaba parte del proyecto, y cuando le pidieron hacer parte, Parra pidió que le pagaran lo mismo que a la cantante colombiana. Desde entonces decía –¿bromeaba?– que su tarifa era de mil dólares por segundo.
Ocho: que antes y un poco después de su muerte aparecieron como callampas las polémicas. Algunas por sus relaciones con las mujeres (complicadas). Otras por sus hijos que hoy se pelean su legado. Y finalmente por sus dichos sobre Augusto Pinochet luego del golpe de estado: “Por una parte es un salvador, si no fuera por Pinochet estaríamos como Cuba”, dijo Parra en un documental. “Eso es un hecho. Pero enseguida las atrocidades que se cometieron. Uno quisiera un salvador sin atrocidades. ¿Cómo junta uno las dos cosas? La atrocidad con una operación de salvataje. Si uno quiere pensar en grande la cosa, no hay tal salvador. Un salvador a corto plazo ¿para qué? Un mecanismo que se llama consumismo, pan para hoy y hambre para mañana”.
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Viernes, 1 de febrero.
Un estacionamiento empolvado en la calle Lincoln, Las Cruces. A pocos pasos está la casa del AntiPoeta. Afuera, en la verja de madera blanca, hay flores marchitas, velas derretidas, versos suyos y de otros poetas, fotos, dibujos de niños en color y en grafito, un par de retratos en blanco y negro. El viento hace volar una hoja de papel con un dibujo. Es el famoso corazón, el mismo Mr. Nobody, quien llora y dice “¿Vas y vuelves?” en referencia a uno de sus artefactos más conocidos: el crucifijo con clavos, pero sin Cristo, y la inscripción “Voy y vuelvo”.
Una de sus vecinas sale de una casa cercana y dice que lo recuerda trotando por la playa.
–Aunque años atrás. Cuando era más joven.
–¿Y fue a despedirlo? –le pregunto.
Niega con la cabeza.
–Prefiero relacionarme con gente viva. El Nicanor ya partió.
Más gente llega a la casa. Algunos se detienen a mirar; otros solo sacan una foto y siguen su camino hacia la playa.
Minutos más tarde, un vecino asegura al pasar que el plato favorito de Parra era el caldillo de congrio (“aunque las empanadas de mariscos le seguían de cerca”). Que salía a caminar todos los días asistido por una empleada.
Es comienzos de febrero en el litoral central chileno, o sea, temporada alta, pleno verano. Sin embargo, Las Cruces ya no es un balneario demasiado concurrido. Y los últimos días, además, ha amanecido gris y melancólico.
–Ahí está –dice una señora de pelo y uñas rojas, vestido floreado y cadenas de oro.
–¿La tumba?
–Sí, ahí abajo. El sobrino le tiene que abrir. Vaya. Pregunte en la esquina.
A una cuadra de la casa de Nicanor Parra, un hombre delgado y de piel roja cuida autos en un predio pelado y polvoroso. Su pelo es corto y blanco y tiene facciones duras. Detrás de un poste de luz tiene escondida una lata de cerveza de medio litro. Me acerco. Parece la versión moderna de un personaje de una novela de Dostoievski. Un poco harapiento pero con mucho humor y picardía.
–Ahí, siga derecho.
Veo que le indica algo a un hombre entre los setenta y ochenta años que lleva un bastón y tiene una espalda tan doblada como el jorobado de Notre Dame. El señor también está buscando la casa de Parra.
–Donde ve la gente sacando fotos. Vaya antes de que empiecen a cobrar. Antes de que le roben por entrar a la casa del Nicanor. Como a la del Pablo Neruda.
El señor se despide y camina a paso de tortuga hacia la casa de Parra. Me acerco y pregunto qué hay que hacer para entrar a la casa y ver la tumba.
–Venga mañana. A las diez de la mañana viene el Lautaro, el sobrino de don Nica.
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Días antes.
Miércoles, 24 de enero, catedral de Santiago, pleno centro de la capital.
–¿Por qué tanta gente?
–¿No supiste? Murió Nicanor Parra
Uno de los dos hombres de traje gris plateado y corbata carmesí se saca los Ray-Ban y mira hacia la catedral, hacia la fila (cientos de personas que llegaron a despedirlo, entre esas yo) que se extiende bajo un sol seco y sin misericordia.
–Comunista de mierda.
Su amigo le responde con una sonrisa y ambos siguen de largo.
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Un punto importante y obviado en la tentativa biográfica de arriba: Nicanor Parra y la política. No se puede repasar la vida y obra del AntiPoeta que apuntaba a toda facción (“La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”) sin mencionar la política.
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Ocho: que Nicanor Parra y la política nunca se llevaron muy bien. Que a diferencia de Pablo Neruda (quien militó firmemente en el Partido Comunista), Parra siempre tuvo dudas de esa izquierda latinoamericana de boina y puño en alto. Que en 1970, mientras los Estados Unidos invadían Camboya, Nicanor Parra fue invitado a tomar “una bienaventurada taza de té” con la esposa del presidente Nixon en la Casa Blanca. Y que por supuesto aquello les cayó como patada en el estómago a los cubanos: Parra fue inmediatamente suspendido como jurado del Premio Casa de las Américas. Y que tiempo más tarde, luego del golpe de Estado de Augusto Pinochet, Parra aceptó un puesto en la Universidad de Chile: solo duraría un mes, pero aun así muchos izquierdistas se lo seguirían reprochando, pese a que años después declamaría poemas en contra del dictador: “En Chile no se respetan los derechos humanos / aquí no existe libertad de prensa / aquí mandan los multimillonarios / el gallinero está a cargo del zorro”.
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Sábado, 2 de febrero.
El mismo cuidador de autos, una lata de cerveza distinta, escondida detrás del mismo poste. Me ve camino hacia él. Se adelanta.
–A las seis. Venga a las seis.
En sus manos tiene un paño con manchas grises que usa para limpiar los parabrisas de los autos que estaciona.
–Seis de la tarde. A esa hora viene el Lautaro. Estaba la Colombina, pero salió rajada en auto a Santiago.
–A las seis entonces. ¿Seguro?
–Usted venga no más.
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De la noche a la mañana aparecieron murallas rayadas y afiches pegados en diversas partes de Santiago; algunas se mantienen hasta hoy. Por eso tanto en las cercanías de su casa en La Reina como en Las Cruces es fácil leer alusiones del tipo “¡Parra al Nobel!”. No fue la primera ni última campaña; pero la gracia, en esa ocasión, es que surgió de los fanáticos del autor. Gente que leía a Parra, pero no desde la academia. Gente que caminaba hasta su casa en La Reina y se quedaba ahí, a la espera de alguna señal o saludo imprevisto del AntiPoeta. Algunos, incluso, eran los curiosos que llegaban a verlo –aunque no fuesen alumnos de él– a su cátedra en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile, donde el poeta dio clases durante 22 años.
Entre esos mi padre, a quien le gustaba la obra del AntiPoeta pese a que miraba con recelo que no abrazara a la izquierda. De todas maneras se había unido a un grupo que hacía campaña por Parra. El grupo Parra al Nobel. Hasta aparecieron en la televisión.
Esto sucedió en los noventa, la época de la transición chilena, cuando pasamos de la dictadura de Pinochet a una democracia neoliberal. En ese entonces, un día, mi padre y su grupo de amigos (todos cuarentones, lectores de Nicanor Parra, ninguno relacionado con círculos académicos, ni propiamente intelectuales) suben hasta la casa del AntiPoeta en La Reina, una comuna en las faldas precordilleranas de Santiago. No era la primera vez. De vez en cuando lo hacían. Solo que esta vez mi padre no tenía con quien dejarme; y me llevó. Aquel día conversaron con Parra sobre la campaña, sobre literatura y sobre política, entre otras cosas, y en algún momento Parra me tomó en brazos para jugar. Yo no recuerdo mucho. Solo que a los pocos segundos aquel anciano se aburrió.
O tal vez yo me aburrí y me perdí por uno de los patios de esa casona en La Reina.
Esos fueron mis ochos segundos con Parra.
Mis primeros ocho segundos de antipoesía.
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Domingo, 3 de febrero.
Viste unos pantalones salmón, una polera de manga larga blanca, y tiene unos rasgos extremadamente parrianos, similares a los de su tío: un pelo largo y gris como el tono de algunas de las conchas de mar que cubren a Nicanor. También su frente es amplia y veo varias arrugas, mejillas escuálidas, abundantes orejas, rostro un poco cuadrado y ojos pequeños, de esos que apenas se abren.
Lautaro Parra está fumando un cigarro. Conversa con el cuidador de autos y otros dos vecinos, un hombre con lentes de sol y una mujer de pelo rojo y rulos. Me acerco y le pregunto si se puede ver la tumba.
–¿Me espera media hora? Es que estoy acá terminando esto.
Dice y apunta a su cigarro. Se nota que lo acaba de prender.
–Claro–le digo–. Llevo esperándolo desde el viernes.
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Miércoles, 24 de enero, dentro de la catedral de Santiago.
Una fila de cientos y cientos de personas rodea la catedral.
La mayoría no puede entrar y se conforman con esperar dos horas, o más, para despedirse del cuerpo de Nicanor Parra, quien está en un ataúd cubierto con un sudario hecho por su madre.
La misa está por comenzar.
Me sitúo a la derecha. Estoy de pie y no muy lejos de su cuerpo.
Las primeras filas están reservadas para la familia y gente cercana, en su mayoría proveniente de la izquierda-caviar-local. En primera fila están sus hijos, la presidenta y el ministro de Cultura. Por los parlantes de la catedral, Violeta Parra, su hermana, canta “Después de vivir un siglo”.
Hasta que sale el cura y la música se apaga.
Es la misa de las doce del día, pero con mucha más gente que la usual; eso al cura le encanta y hace hincapié en invitarnos a volver. “Esta es la casa del señor”, dice. “Esta también es su casa”. A continuación habla un poco de Nicanor, y cuando lo hace es para recalcar lo divertido e ingenioso que era. “Muy divertido este Nicanor”. Hacia el final menciona una sección del discurso de Parra al ganar el Premio Juan Rulfo. Esa que busco en el Google ahí mismo, en medio del funeral de Nicanor Parra, en mi teléfono:
Yo parto de la base
De que el discurso debe ser aburrido Mientras + soporífero mejor
De lo contrario nadie aplaudiría
Y el orador sería tildado de pícaro.
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Domingo, 6 de febrero.
Lautaro se agacha y saca su sombrero fedora gris. Lo aplasta contra el pecho. Nos mira desde el segundo piso. Está en cuclillas.
–Ahí está. Aquí lo tienen, ahí está.
Un grupo (unas 40 personas) baja los escalones de cemento, se acerca a la tumba de Parra. Se sitúan alrededor del monte blanco que parece una duna de playa. O la tumba de algo que no es humano. Parece una ballena. Moby Dick. Un lobo de mar hecho de detrito marino.
Los visitantes son en su mayoría veraneantes; familias, parejas y unos pocos ancianos con bastón y abrigados con tres capas, pese a que estamos en pleno verano.
La casa tiene tres niveles en pendiente: en el primero la vivienda propiamente, en el segundo una terraza, y en el tercero, al bajar unos escalones de cemento, un patio de tierra donde está la tumba. Este da al océano Pacífico: a la playa chica de Las Cruces, el litoral central donde Nicanor Parra vivió desde los años ochenta y donde seguirá enterrado. La tumba de Parra no apunta hacia la playa. Está de costado, apuntando hacia otra parte; hacia otro litoral, Cartagena. Ahí está la tumba de Vicente Huidobro. Y no muy lejos una de las casas de Pablo Neruda.
–Puede que conviertan la casa en un antimuseo –dice Lautaro.
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Fue un viernes de abril (30 de abril de 2008) cuando Nicanor Parra visitó la universidad donde por entonces yo cursaba –a regañadientes– estudios de periodismo y literatura.
El culpable de todo fue Rafael Gumucio, quien era y sigue siendo director del Instituto de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego Portales. Fue Gumucio quien consiguió que Parra, entonces de 93 años, diera una charla para los estudiantes.
En ese entonces Parra no aparecía demasiado en público.
Por eso pensé que mucha más gente llegaría.
Recuerdo haber llegado un poco tarde y que al entrar a la sala ya estaba Parra con Gumucio. El primero sentado. El segundo de pie con las manos cruzadas por detrás. Subí hasta el final de la sala. Desde ahí lo pude ver con más detalle. Estaba vestido con una de esas tenidas que últimamente le eran muy conocidas: pantalón de cotelé café, uno o varios chalecos, una parka y una bufanda y un gorro chilote en las manos. Parra estuvo contestando preguntas y leyendo poemas. Incluso recitó a Shakespeare en inglés. Fue un diálogo truncado (lo cual, en todo caso, no era poca cosa para un nonagenario). Creo que todo no duró más de una hora. Gumucio balbuceaba algo; y Parra hablaba. Gumucio chisteaba; Parra superaba con un chiste mucho mejor. Y así.
Recuerdo que Parra se tomaba su tiempo en contestar pero cada respuesta tenía un remate, o un chiste; o convertía sus palabras en dardos tan humorísticos como venenosos. Recuerdo también que dijo algunas cosas que ya le había escuchado, parte de su repertorio de grandes éxitos: “Yo veo al poeta ahora como un fabricante de pancartas”, “El error consistió en creer que la tierra era nuestra, cuando la verdad de las cosas es que nosotros somos de la tierra”, “El trabajo del poeta pasaría a ser una especie de trabajo de entomólogo que sale a cazar bichos”, “La idea es: el lector tiene que dudar incluso de su propia existencia. Esa es la finalidad de la poesía”.
Al final de la charla me acerqué a preguntarle por Allen Ginsberg y Ferlinghetti, los poetas beatniks que lo tradujeron al inglés. Por ese entonces yo estaba escribiendo lo que sería mi primera novela. La soga de los muertos. Y en esta justamente había escenas sobre la visita de Ginsberg a Chile, de su estadía en la casa de los Parra junto a Nicanor y Violeta.
–Don Nicanor…
Parra se dio vuelta. Se puso de pie sin mucha dificultad. Fue como ver una estatua de sal cobrar vida. Me miró con ojos de alguien que recién se levanta; de alguien que probablemente se pasó la noche anterior escribiendo un poema como si este fuera un ejercicio matemático.
–Dígame.
–¿Recuerda algo de cuando vino Allen Ginsberg a Chile? Usted lo acompañó…
Su hija, la Colombina, apareció por detrás y le dijo que ya se tenían que ir.
–Solo recuerdo que vino con este otro poeta… Ferlin… Ferlin…
–Ferlinghetti. Pero ese se fue antes–le dije–. No como Ginsberg. Ginsberg se quedó.
–Allen Ginsberg. Sí, ese hasta durmió en la casa…
Sus ojos y su memoria divagaron un poco. Al parecer no recordaba más del tema. Me sonrió.
Colombina lo volvió a apurar.
–Vamos, Nicanor.
Alcancé a pedirle que me firmara dos libros de poesía, ambos de los años setenta y comprados por mi madre. Firmó uno y le puso la fecha; en el otro dibujó un Mr. Nobody, el corazón con patas y manos que aparece en sus artefactos, similar a los que hay sobre su tumba en Las Cruces.
Luego de eso lo vi caminar, envuelto en chalecos chilotes, de la mano de su hija. Lentamente descendió los escalones de la facultad. El efecto fue similar a lo dicho antes. Fue como ver a una estatua de sal cobrar vida, ponerse en movimiento, desaparecer.
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El grupo de gente lo mira. No somos más de cuarenta personas. Alguien tímidamente le pregunta si lo conoció.
–Claro, soy el sobrino
Lautaro hace una pausa.
–Así que ojalá los niños y las futuras generaciones…
Deja la frase sin terminar. Lo seguimos mirando. Pasan unos segundos.
–… puedan conocer su obra.
Parece que Lautaro quiere decir algo, algo más profundo. Sigue en cuclillas, con el sombrero aplastado contra el pecho. Se le ve un poco nervioso. A su alrededor la gente deja de prestarle atención. A continuación Lautaro me busca, entremedio del grupo de gente, y me dice:
–Más vale tarde que nunca, ¿eh?
Le sonrío y asiento con la cabeza.
Más personas se acercan a la tumba. Se sacan fotos. Pocos conversan entre sí. Hay muchas fotos con teléfonos. Algunos incluso se sacan selfies: un niño regordete de cachetes rojos y soleados pone la mano en señal de paz y sonríe con la blanca y marítima tumba de Parra como fondo. Otros se agachan entre conchitas y piedras para revisar los dos artefactos.
Lautaro nos pide una colaboración económica. Se vuelve a poner el sombrero fedora sobre su pelo blanco.
–Para las flores. O ya saben, la próxima vez que vengan –dice– le traen flores al Nicanor.
La gente asiente, algunos le agradecen; y hay, por supuesto, más fotos con teléfonos. Muchas selfies. De a poco, y en silencio, la gente comienza a subir los escalones del tercer al segundo nivel y del segundo hacia el primero, el cual da hacia la calle Lincoln.
Por mi parte me demoro un poco más. Me quedo dando vueltas. Veo un sillón empolvado, con ramas de árboles y hojas, a la entrada de la casa. En otra parte, en una sección eriaza que alguna vez se quemó en un incendio, hay una silla de lona. Es la silla donde Nicanor, como una lagartija, se sentaba para tomar sol. Veo que, al doblar a la izquierda en vez de seguir derecho, hay otro espacio. Es un pequeño e improvisado garaje: ahí está el escarabajo Volkswagen plateado que Nicanor Parra manejó hasta entrados los cien años. El auto tiene señales de poco uso. Manchas oxidadas, polvo afuera y adentro, un par de abolladuras. Mientras anoto todo esto en mi libreta, por un momento, de manera evanescente, creo recordarlo. Una tarde en La Reina, en los noventa. Vamos llegando a nuestra casa cuando mi padre señala y dice que en ese auto plateado, ese escarabajo, va Nicanor. Yo le digo que Nicanor se parece al doctor Brown, de Volver al futuro, película que por entonces daban por la televisión pública.
Ahora me acerco al Volkswagen de Parra. Veo que todas sus ventanas están empolvadas. En una, con un dedo, alguien escribió la frase de uno de sus famosos artefactos: “Voy y vuelvo”.