Toda la escritura de la época moderna nacería en lo alto de
esa torre, en el momento exacto en que Montaigne confesó, al
comienzo de los Ensayos, que escribía con la intención de
conocerse a sí mismo.
Enrique Vila-Matas
Dietario voluble, 263.
Me he pasado estos últimos días ocupado en pesquisar los últimos diarios literarios publicados en español. Hay muchos y de distinta naturaleza. Para ahorrar tiempo, consulto directamente con un experto, Enrique Vila-Matas, quien practica un género similar, el dietario. En Impón tu suerte me encuentro con un artículo sobre Lo que importa es la ilusión, el dietario (2007-2010) de Ignacio Vidal-Folch (otro que le pone guiones a su apellido), donde Vila-Matas menciona otros títulos: los Diarios de Iñaki Uriarte y Ratas en el jardín, de Valentí Puig. El entusiasmo me lleva a leer todos estos libros. Un acierto. Sin embargo, descubro que ninguno de ellos es propiamente un diario literario, sino lo que el mismo Vila-Matas ha llamado “dietario” (el término es feo, suena a receta vegana, pero ya está en uso; qué le vamos a hacer).
La profesora colombiana Andrea Torres Perdigón explica este término de esta manera: “El dietario implica una forma de organización de tareas o ideas, y no indispensablemente un registro de anotaciones íntimas o de relatos de lo que ocurre día a día”. Por ende, en el dietario hay un predominio de lo ensayístico, por la cita culta, por registrar las lecturas, esto es, leerlas en privado para compartirlas en público. El dietario es muchas veces —no siempre— un diario de lectura escrito en primera persona, donde el autor comete la delicada y calculada imprudencia de hablar de su vida personal. El dietario es el sueño del gran lector: leerlos es conversar con lo mejor de una biblioteca. Sin embargo, al escritor de dietarios nada le impide, de paso, examinarse, estudiarse a través de sus lecturas (de ahí, Montaigne) e incluso denunciar faltas y vicios inconfesables. Al fin y al cabo, todo es literatura, y en este tipo de libros, la literatura lo abarca absolutamente todo.
El término se popularizó en 2009 cuando el mismo Vila-Matas publicó Dietario voluble. “It’s here to stay”, diría más de alguno.
Hablo de todo esto porque me ha llegado a las manos un libro del chileno Álvaro Campos cuyo título es simplemente Diarios (Laurel, 2022), y lo primero que noto, después de leer cinco páginas, es que de diario tiene poco y de dietario, mucho. Se trata del libro de un escritor que se rehúsa a ser escritor —al menos, públicamente—. Este libro está firmado por Álvaro D. Campos. La “D.” es una cita al heterónimo de Fernando Pessoa, a primera vista directa y juguetona; pero, vista de cerca, no lo es tanto. A mí me parece más bien una declaración de principios, una poética. En uno de sus poemas más conocidos, Álvaro de Campos —ingeniero naval, formado en Escocia— dice: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Nada mejor que comenzar este “diario” con una negación de la autoría, al mejor estilo de Juan Luis Martínez. En este caso, una suplantación, una manera elegante de decir: “Casi soy otro, como Álvaro de Campos, el ingeniero naval, discípulo de Alberto Caeiro”.
Partimos. Y bien.
Campos durante mucho tiempo se rehusó a publicar y no ha participado —y al parecer nunca lo hará— en el mundo literario chileno. Su trabajo es llevar un almacén en la comuna de Pudahuel, en Santiago de Chile. Afirma que todo lo escribe en el celular mientras trabaja. Puede ser, pero es claro que lee más de lo que escribe, y dudo que lea vendiendo abarrotes. Álvaro Campos es un intelectual y, como veremos, un hijo bastante solvente de la ciudad letrada, poseedor de una cultura muy superior al promedio de sus pares (si es que acaso los tiene). Lo del barrio Pudahuel ha cobrado vida propia. Amigos y enemigos insisten en el tema. No me queda claro cuál es la singularidad, parece haber una diferencia epistemológica entre leer a Tucídides en Maipú o en Vitacura. Mis amigos en Chile me informan de que habría una contradicción de orden político en ser conservador (o no ser progre) y vivir en un barrio de clase media o media baja. Es para llorar. Sigo con Campos.
Los Diarios no son tales. Insisto. Este libro es un dietario hecho y derecho. Mejor así. Me entretengo haciendo una lista de los autores citados en un libro de apenas 180 páginas. No lo hago con mala intención, sino, muy por el contrario, por chovinismo: busco comprobar que he leído lo mismo que el autor. El exceso de citas —como acertadamente observó Vila-Matas— demuestra solo una cosa: una desmedida pasión por la lectura. Y este libro lo demuestra con creces. Los dietarios son registros de lecturas y una bitácora completísima de recomendaciones. O sea, son libros que producen felicidad inmediata, como ha sido mi caso con los Diarios que no son diarios de Álvaro D. Campos.
Vamos a la literatura sin más demora. El libro comienza con dos citas: una tomada de “La vanidad”, de Montaigne, y la otra de “El sabor de la venganza”, de Pío Baroja. Sigo, en la primera página: los Diarios de Cristóbal Colón. Más adelante, el personaje Oblómov de la novela del mismo nombre; Kafka; el anarquista ruso Piotr Kropotkin, junto con Tolstói; el uruguayo Mario Levrero (otro escritor de diarios, pero diarios de enfermo). Comparten las páginas de este libro: Werner Herzog; Patrick Leigh Fermor; Ovidio y Tiresias. Para hablar de lo flaite, Campos cita a Caravaggio, flaite y criminal. Le narro esta entrada a mi amigo el investigador italiano, Roberto Pesce, un experto en Dante, y concuerda completamente con Campos. La analogía es, sin duda, ingeniosa, saca más de una sonrisa. Para hablar de los días en los que el “mundo está abierto”, Macrobio (siglo V d. C.). Me encuentro con alguna cita de André Gide, quien perdura —concuerda la mayoría (la mayoría que sabe)— solo por sus diarios. Imposible que no esté el doctor Johnson para hablar de la “perfecta cortesía”: ser caballero, dice él, presupone no hablar solo de su profesión. O sea, todo lo contrario a lo que hace este libro. Para mí que hasta el doctor Johnson se equivocaba de vez en cuando.
Sigo con los hallazgos. Uno de esos encuentros literarios que me gustan en este libro lo protagonizan Allen Ginsberg y William Burroughs cuando van a visitar al irascible Céline en París. No hay que olvidar que Ginsberg era judío. ¿Una prueba de alta cultura? La presencia de Arquíloco, ese “flaite doméstico” de la antigua Grecia, que escribió uno de los poemas más célebres —“inmortal”, dirá Campos, y concuerdo con él— sobre la astucia y la cobardía. Poetas no faltan, y de los mejores. Théophile Gautier propone que el peso ideal del poeta lírico es 45 kilos. Es una alegría encontrarse en este libro con Raúl Ruiz, quien pensó bastante sobre la medianía chilena. Del 1 al 7, Chile se saca siempre un 5. Campos lo abarca todo.
De Montaigne se citan también sus cálculos renales, tan famosos como los de Séneca. Esto, obviamente, no aparece en sus ensayos. No sé de dónde lo habrá sacado Campos. Rousseau aparece junto a Proust. La lista de escritores enfermos es notable. En Chile tenemos al poeta Gonzalo Millán y su mítico diario Veneno de escorpión azul, reeditado recientemente. Escritores raros, excéntricos y monumentales hay varios: Juan Emar, Cormac McCarthy, Nietzsche (quien era más que un escritor y más que un filósofo). José Pla aparece con una cita de El cuaderno azul, ¿cómo no? Balzac, infaltable: alguna vez se disfrazó de viuda para arrancar de sus acreedores. Otros diaristas presentes en este libro son el chileno Alfonso Calderón (ya algo olvidado) y Casanova, a quien solo un pacto de amor nos puede obligar a leer esos dos gruesos tomos.
La aparición de Terry Eagleton demuestra que a Campos le interesa algo de teoría literaria. Camus, Philip Roth, Flaubert, Louise Colet, Platón, Aristóteles, Rimbaud y Stendhal aparecen en solo dos páginas para hablar de la condición moral del escritor. Las citas llueven para que el placer se multiplique. ¿Escritores rusos? Muchos, casi todos: Chéjov, Gorki, Dostoievski, Pushkin, Tolstói, entre otros, junto a franceses como Voltaire, Zola y Jean-Paul Sartre, a quien Valentí Puig llamaba “mentor de terroristas”. Para mí —soy más modesto con las definiciones— Sartre es el “tonto de la familia” literaria francesa. Otros son Montesquieu, los hermanos Goncourt, Descartes, La Rochefoucauld, D’Alembert, Julian Green, Baudelaire, Rimbaud, Blanchot y Pascal. Philip Roth —y también Joseph Roth, el autor de Las ciudades blancas. A esta altura me pregunto cuánto me falta por leer.
Para hablar del amor en Grecia, Campos cita los reproches de un soldado tebano hacia Homero, al cual culpaba —a nuestro ciego rapsoda— de no saber nada del amor. Esto lo sabemos por Plutarco, cuyos recuentos a veces pertenecen a un historiador y otras, a un chismoso profesional en la mejor tradición de Suetonio. Si a Campos le obsesionan los males de la Unión Soviética, no deja de lado los horrores del genocidio judío. En un largo párrafo sobre Auschwitz nos habla de las preguntas que le hacían los jóvenes a Primo Levi. Roma está presente no solo a través de Plutarco, sino también de Plinio el Joven. Entre los poemas locales se cita a Claudio Bertoni, autor de uno de los mejores diarios escritos por poetas chilenos: Rápido antes de llorar.
Epicuro aparece con las lecciones del cuadrifármaco: “No temer a la muerte. No temer a los dioses. No temer al placer insatisfecho. No temer al dolor”. Campos sugiere poner un cartel con esta cita en todas las salas de clases. No creo que nadie en el Ministerio de Educación haya oído hablar del jardín de Epicuro de Samos. Científicos como Isaac Newton también son citados. Se dice de él que “murió virgen y jamás tocó a una mujer”. Curiosa manera de recordar al hombre que inventó el cálculo diferencial. Se cita a un excéntrico que todos queremos: Robert Walser, el hombre que solía pensar caminando. Era de aquellos que pensaban estando parados. Un acierto citar al san Agustín de Confesiones. ¿Será realmente el primer diarista de la historia? Leopardi está allí también, con su monumental Zibaldone di pensieri, que contiene más de 4.500 páginas, de las cuales solo se han traducido menos de 400 al español. Otro autor monumental: Elias Canetti, autor, sin embargo, de unos diarios más aburridos del siglo XX. Para compensar, Flannery O’Connor, la sangre misma de la desesperación, quien escribe: “Ayúdame, amado Dios, a ser buena escritora y que publiquen algo”. Leo esta cita y se me derrite el corazón.
No solo el rey de la provocación europea en el siglo XVIII, Voltaire, protagoniza algunos de los párrafos de este diario, sino otro escritor medio maldito: Michel Houellebecq. Paul Auster aparece criticando a Bolaño: lo llama “muchacho escritor”. No andaba nada desencaminado el escritor neoyorquino con nuestro premio Rómulo Gallegos. La fuerza de Bolaño es la de un joven, de un iconoclasta, de alguien a quien le gusta la orilla cuando no está ni remotamente cerca de ella. No importa, se lo perdonamos todo. Otra cita, no necesariamente académica, es la del investigador estadounidense Robert Darnton, quien ha estudiado en detalle la censura en el Antiguo Régimen y comprueba con horror cómo la historia se repite de derecha a izquierda y viceversa.
Los diarios de Paul Léautaud registraban hasta la presión arterial de este excéntrico escritor francés, quizás más conocido por su amor a los gatos que por lo que él mismo escribía. Leyendo a Álvaro D. Campos me pregunto por qué sabemos tan poco de los diarios de Alfonso Calderón. Algunos místicos y misioneros presentes en este libro son Douglas Coupland y, en el siglo XIV, san Bernardino de Siena. No sé si ya mencioné a Balzac, pero allí está con La piel de zapa. Einstein es citado solo porque no le gustó Kafka. El sentimiento era mutuo.
En materia de consejos literarios, leemos que Philip Roth le aconseja a un joven Ian McEwan: “Escribe como si tus padres hubieran muerto”. Freud at his best. No hay mucho sobre el fracaso, solo el crack-up de Fitzgerald, quien sí fue un escritor que conoció los abismos. A Campos le interesa la educación. Aparece Wittgenstein rechazando de plano la lectura de los filósofos. Otro era Calímaco. Leo: “Calímaco resumía el verdadero impacto de la filosofía en quienes la estudian: “Cleómbroto el Ambraciano dijo ‘adiós, Sol’, y saltó desde lo alto de una pared para entrar en el Hades. ¿Por desesperación? ¿Para huir de una vida intolerable? No. Había leído un tratado de Platón acerca del alma, y se lo creyó. Menos horas de filosofía en los colegios probablemente salven muchas vidas””. Una idea no solo controvertida, sino brutal. ¿Habrá que ponerse a pensar de otra manera?
La fama, ser conocido, la carrera del escritor, obsesionan a Campos. En una entrada les echa la culpa a otros de preocuparse de estas cosas. Uno de ellos es David Foster Wallace, quien, como sabemos, se suicidó en la cúspide de su carrera. Lord Byron aparece para desmitificar a Shelley, quien —está bien documentado— abandonó de la peor manera a su novia Harriet Westbrook, quien después se mataría por culpa del mismo Shelley. Comprobamos que hay amantes que son malas personas y otros que son malos padres, como el confeso John Banville, quien dijo: “No he sido buen padre. Ningún escritor puede serlo”. Afirmación temeraria por su generalización y que —consciente o inconscientemente— Campos va refutando en el libro con ejemplos tomados de su propia paternidad con su hijo Alonso, quien, a pesar de aparecer poco en este breve libro, parece ser un niño encantador que terminará hablando sin las “íes” finales propias del español chileno de su padre.
En el diario de Campos no hay muchos poemas, pero sí algunos poetas. Campos cita un libro muy divertido y hasta pedagógico de la poeta polaca Wislawa Szymborska: Lecturas no obligatorias. Podría existir en Chile un periódico donde los aspirantes a escritores envíen sus escritos para recibir consejos. No faltarían poetas para reemplazar a Szymborska, quien en menos de un segundo ya se habría peleado a muerte con todos los colaboradores de este periódico imaginario. Chile no tiene remedio. El mundo literario es una batalla campal 24/7. Me gusta una entrada donde Campos habla de los diletantes que no saben pronunciar los nombres extranjeros de sus héroes literarios. La razón que da es novedosa. Estos amantes de la cultura “no tienen vida social, no van a conferencias ni universidades”. O sea, leen, pero no escuchan lo que leen.
No falta alguna radiografía de la clase baja. Escribe Campos: “La lírica barrial tiene su lema: ‘Tu envidia es mi progreso’”. No sé por qué esta cita me recordó a Lucy Oporto y sus ensayos sobre el estallido social. Envidia, resentimiento, rabia y destrucción. ¿Será tan así? Responde Tocqueville: “El resentimiento es el motor de la historia”. La cita de Thomas Carlyle —la poesía “es una sarta de mentiras”— habría que contrastarla con lo que piensan de la poesía los vates nacionales en el siglo XXI, siempre tan cerca del Olimpo y lejos de Dios. No es raro encontrar en este contexto citado a Roberto Bolaño (otra vez), quien se reía de los escritores que tenían pretensión de inmortalidad, aunque él mismo fue bastantes veces un jugador secreto del equipo del Olimpo. El mal es universal. Jonathan Swift afirmaba: “Todo lo que hice para llegar a ser famoso lo hice únicamente por falta de un gran título y de un gran patrimonio”. Para un escritor como Campos, que rehúye la fama, el tema no le resulta indiferente. Quizás mantener la cabeza gacha sea una respuesta; quizás no hacer nada sea otra. Esa es probablemente la diferencia entre el autor de Los detectives salvajes y Paul Léautaud.
Otro tema relacionado con lo anterior —y es un gran tema— es cómo se ganan la vida los escritores. Varias entradas hablan de este problema, no solo irresuelto sino inexplicablemente ignorado. El tema se podría plantear como la disyuntiva entre el trabajo manual y el intelectual. Cito a Campos: “¿Por qué no somos carniceros, jardineros, pequeños comerciantes? […]. El intelecto se ha caracterizado por la evasión. Todo por miedo a la carnicería”. “Al que le caiga el sayo, que se lo ponga”, dicen por ahí.
Antes hablaba de Alonso, el hijo de Álvaro de Campos, que aparece varias veces en los diarios (al igual que el hijo de Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso) y que hace ver a estos más diarios que dietarios. Escribe Canetti: “A quien hemos visto dormir ya no podemos odiar”. Otro disparo de media cancha es este: “Es peligroso, pero demasiado tentador, creer que el hijo es la única patria, como decía Bolaño. ¿Pero se puede ser un buen padre y olvidar esa patria que es el dolor?” Para esta pregunta no tengo respuesta. Esa es la gracia. En este libro, a través de pensamientos propios y citas ajenas, se plantean preguntas, se constata la perplejidad ante la vida. Las respuestas importan menos.
El primer perplejo es, claro, el autor de este libro.
Entre tantas citas (y sin olvidar que toda lectura es personal) me encuentro con una de Pascal Quignard: “Desde el momento en que el individuo se alegra de separarse de la sociedad que lo ha visto nacer y se opone a sus entusiasmos y efusiones, la reflexión se vuelve singular, personal, sospechosa, auténtica, perseguida, difícil, desconcertante y sin la más mínima utilidad colectiva”. Esta cita es el ars poetica de cualquier libro como este. Paradoja insoluble para un autor que desconfía del artista subvencionado por el Estado. Joseph Brodsky confirma esta idea cuando afirma: “Antes de filosofar había que aprender a freír pescado”. O esta otra de Valéry: “Las meditaciones sobre la muerte (tipo Pascal) son producto de hombres que no tienen que luchar por la vida, ni ganar su pan, ni mantener hijos. La eternidad ocupa a los que tienen tiempo para perder”. Imposible decirlo de una manera más clara y contundente. Me pregunto si para pensar hay que tener dinero. No lo sé, pero sí sé que hay que tener tiempo, mucho tiempo.
Campos ha pensado el tema del trabajo, del dinero, la situación del escritor y el eterno problema de cómo ganarse la vida. Es saludable insistir en este tema. “Imagino una sociedad donde los más grandes pensadores se pelearan —a muerte— por los empleos más insignificantes”, escribe Campos. ¿Y qué pasa, o qué le pasa al autor de este libro? Campos, al final del libro, comienza a hablar él mismo a través de los otros. Dice identificarse con un personaje de un cuento de Robert Musil que no ha hecho dinero y a quien le prescriben un problema médico, al personaje le faltaría “la glándula monetaria”. “Yo, de niño, siempre fantaseé con tener la misma falta de ambición, pero ahora no me parece admirable”, escribe el mismo Campos. Esta es, quizás, la confesión más personal de todo el libro, motor de sus tensiones internas y de sus búsquedas. Entre tantas estrellas, un cometa pasa silencioso por entre estas páginas.
¿Qué hace entonces Álvaro D. Campos? ¿Es realmente un escritor hecho y derecho? El mismo Campos no parece tenerlo muy claro. En la página 176 escribe: “No toda escritura es literatura. Para lo que hago bastaría el apodo de ‘anotador’. Lo que hago, lo que escribo, lo han hecho muchos, en todo el mundo y en muchas épocas, bajo nombres distintos”. Me gusta esta incertidumbre. En una época de certezas, alguien duda, se pregunta qué es. Acercándose al final Campos confiesa que: “No soy tanto un escritor como alguien en constante proceso de reparación. Esta biblioteca es mi ferretería” (178). Y luego: “De allí el terror a publicar. Un solo libro —por artesanal y humilde que sea— me arrancaría del cómodo mutismo, me expondría, con todas mis fallas y orgullos, a extraños y conocidos” (179). Demasiado tarde, el libro ya está publicado. ¿Qué sacó a Álvaro Campos de su mutismo? No lo sé, pero lo que sea nos hizo ganar a nosotros, sus lectores: lectores de otras lecturas.
Soy enemigo de las definiciones, pero en este caso me vence la tentación. Aunque no sea claro si Campos es un escritor, un intelectual, un anotador o un simple anotador de sus propias lecturas, lo cierto es que es alguien que lee como chileno. Me corrijo: como alguien del Cono Sur. Reviso los mismos autores que cité: la mayoría, clásicos grecorromanos; europeos (mucho siglo XIX); escritores de Estados Unidos —también hay varios— y unos pocos chilenos. Lo que no aparece ni en la misma cantidad ni en la misma intensidad son escritores en lengua española, y menos latinoamericanos. Imposible no pensar en Borges: un experto en literatura argentina y de los países vecinos, muy poco. Me parece un rasgo muy del Cono Sur, absolutamente inadvertido —claro está— entre los autores nacionales. No es un defecto; es una característica. ¿Insularidad cosmopolita? Quizás. Dejo la discusión abierta.
Hasta aquí, el Álvaro Campos por escrito, el que más me interesa. Tengo la impresión de que sus más animados promotores —y, a ratos, quienes disparan desde las trincheras online— no parecen haber leído bien sus Diarios. El personaje, y la comuna de Pudahuel, parecen ser más importantes. Se entiende, es una pequeña frivolidad intelectual. Tampoco es raro: se lee por encima. O se le lee no con curiosidad, sino como a un personaje curioso. A mí, por el contrario, me interesan sus lecturas, su pasión por la historia, sus reflexiones sobre la fama literaria, su desconfianza hacia los grupos letrados progresistas, su admiración por Íñigo Uriarte, autor de los mejores diarios escritos en las últimas décadas. Y me detengo aquí, porque hay mil otras cosas en este breve libro que despiertan mi curiosidad.
Termino con esta reflexión: No sé si lo puedo llamar un autor en el sentido más convencional. ¿Un intelectual letrado de Chile? Sus lecturas lo confirman con creces; su actividad en las redes sociales es irrefutable a este respecto. Sospecho que a Álvaro de Campos esta definición le parecería odiosa. A mí, la verdad, también. Pero también puede suceder que esta definición no signifique nada. O, al contrario, puede ser una manera de recordar, a veces, que en medio de Pudahuel existe Atenas. Atenas de Chile.
