El sueño de mis muertos
Mi hermano, ya muerto él, me contó un sueño. Me dijo que había soñado conmigo. En su sueño, cargado de brumas, aparecía yo, de unos siete u ocho años, sonriente y sin brazos. Me dijo que yo le narraba mi jornada escolar con un entusiasmo tal, que se olvidó del detalle de mis brazos ausentes. Le conté incluso, prosiguió él, que yo había obtenido una calificación sobresaliente en dibujo. “Te felicito” me dijo en su sueño, ahora ya algo intrigado sobre cómo yo había delineado los trazos. Luego, para disipar esos pensamientos, quiso darle un abrazo al niño que era yo. No lo consiguió, pues en su sueño, precisó mi hermano, descubrió que él tampoco tenía brazos.
—¿Te lo imaginas? —me preguntó.
Yo solo quise abrazarlo.
Disco dreamer
El espacio que ocupa el sueño es increíblemente reducido. Como estar dentro, digamos, de la caja que cubre un refrigerador, como el que hay en casa. Bueno, ya se sabe, espacio es una cosa y la sensación de ese espacio es otra. Dentro del sueño se siente como estar en una amplia pista de baile, con varias bolas de espejos girando en diferentes direcciones y con cortadoras de luces. Una discoteca muy de los setenta, tengo que precisarlo. La música era disco. El problema era que se escuchaba muchas canciones al mismo tiempo. Era un amasijo musical. Pero todos bailaban felices. Sobre todo mis hermanos. Ellos y ellas, con los trajes de esa década, danzaban eufóricos. Para ellos todo estaba perfecto, en armonía. Yo traté de estar acorde con el ambiente de esta discoteca y poco era lo que lograba. No me salía un paso. ¿Y qué importaba el paso, pensé dentro del sueño, es decir, en esa discoteca enana y gigante al mismo tiempo, en esa especie de refrigerador y pista de baile, si yo no era capaz de distinguir una melodía coherente y bailable? Mis hermanos me rodearon, sin dejar de bailar, y comenzaron a darme ánimos, a aplaudirme. En este sueño, entonces, como en otros también, en el resquicio de una particular conciencia, pude intuir que venía un giro onírico. Que esto no podría continuar así. Y sucedió. Todos nos transformamos. Ellos, mis hermanos, en líneas circulares de un disco de acetato. Yo me transformé en la aguja de la tornamesa. Ellos giraron y sonaron en mí. Un sonido que me era familiar, como la refrigeradora que está en casa.
La peste y el sueño
Anoche tuve un sueño. Estoy en casa de mis padres y nos encontramos en medio de una peste. No se nos permite salir. En el sueño mis padres tienen la misma edad que tengo yo ahora. Mis hermanos son pequeños, menos yo. Tengo la edad de mis padres. Nadie parece prestarle atención a mi aspecto y tamaño. Pero yo sí soy consciente de esta diferencia y me siento inquieto. No sé si se los debo aclarar. No sé si será más importante que el miedo a la peste que se está viviendo. Mi madre nos ordena limpiar nuestras habitaciones. Lo hacemos en cuatro segundos. Literalmente en el tiempo que toma leer esta frase. Esta actividad nos ha relajado en algo. Es lo que creímos, porque de inmediato todos estamos angustiados. Nuestra hermana mayor no está. Observo a mi padre. Sé que está pensando las acciones que debe realizar. Frunce el ceño mientras piensa. Yo estoy haciendo exactamente lo mismo. Doy un paso hacia él y me encuentro en un parque escasamente arbolado. Es media tarde y el parque muestra sus bancas desoladas, salvo una. Mi hermana está sentada. El viento corre ligero, lo suficiente para agitar su cabello largo. Me acerco a ella y muevo los labios. No son palabras las que salen de mi boca, pero ella me entiende. Ella también mueve los labios. Comprendo que tiene mucho miedo. La tomo de la mano y ya estamos en casa. Mi madre nos tira de las orejas y todos reímos. Bueno, abrimos la boca, pero nada suena. Ese silencio es una risa.
Sueño fraterno
Esta mañana, mi hermano menor me contó el sueño que acababa de tener. Antes, aclaro que mi hermano menor no es ningún niño. Somos dos hermanos adultos. Dos hombres cuya vejez y vínculo fraterno los llevó a una convivencia cenital. Ante un plato de dos huevos fritos, su pan integral y una taza de café muy negro, me contó que nuestra madre se le apareció en un sueño. Mi madre, la del sueño, le venía de servir un desayuno semejante al que tenía ahora en frente. “Las yemas estaban muy naranjas”, me dijo mi hermano. No supe si era una crítica a los huevos fritos que le serví o el intento de una lectura simbólica al color naranja. “Mamá dice que tú vas a morir pronto, hermano”, me lo dijo sin más, mientras se llevaba el café a la boca.
—¿Y por qué no vino a mi sueño y me lo decía directamente, ah? Mira —le dije—, ya que andamos con esas, papá se me apareció anoche en un sueño y me dijo que mamá era una mentirosa, que siempre se andaba con mentiras.
—¿Cómo puedes decir eso de mamá? Estás mintiendo. Papá está mintiendo.
—Y me dijo que el que se moría primero eras tú.
—Otra mentira. Los dos mienten. ¿A ver, qué más te dijo papá?
—Nada más. Bueno, me dijo que tenía que ir a verse con mamá. ¿Y a ti, qué más te dijo?
—Que papá la esperaba en una cita.
Mi hermano devoró el resto de su desayuno en silencio y yo me dije que los huevos fritos son dos hermanos fritos.
Madre-robot
No es cuestión de oír a mi madre todo el tiempo. Tengo mis estrategias para evadir su cháchara. Por supuesto que hay días en los que los resultados son maravillosos. Los malos días, esos, por más que trato de olvidarlos, los arrastro hasta en los sueños, lo que podría significar que los vivo dos veces. No, en realidad la segunda vez es una situación perfeccionada y mucho más malévola que la original. Y que se trate de un sueño no le quita que me deje devastado. Ustedes podrán decir: “entonces para qué contar lo malo si tienes buenos recuerdos”. A la mierda los buenos recuerdos. ¿Ven lo que causa mi madre en mí? Les hablé de estrategias, de control, del lado A y B de mi vida. Puras tonterías, lo confieso. Todo es lado B, un eterno y angustiante lado B con cara y voz de mi madre. Tuve un sueño, sin embargo, en el que todo esto pudo haber terminado. Mi madre era un robot. Un robot programado por mí. En mi sueño cometí un error y el robot, mi madre, no paraba de hablar, de cuestionarme todo, de quejarse incluso de haberla creado. “Desconecta todo y listo, so pedazo de bruto”, me decía. “Ni esto puedes hacer bien. Le echaría la culpa a tu padre, pero aquí en tu estúpido sueño no hay padres robot”. Harto de oírla, le di la espalda y vi frente a mí una palanca de madera, muy rústica. Estaba hacia arriba, en la dirección que decía encendido. Hacia abajo, claro, decía lo contrario. A todo esto, la voz de mi madre-robot no se detenía ni los insultos tampoco. Con ambas manos sujeté la palanca y con fuerza tiré hacia abajo. Hubo silencio. Un hermoso silencio. Giré de nuevo y vi a madre-robot. Tenía la boca cerrada. Solo me observaba con curiosidad. Luego movió la cabeza, afirmando algo que yo no entendía. Y así se la pasó, moviendo la cabeza, en una eterna afirmación, en lo eterno de los sueños.
Cero pulso
Un día le tocó el turno a mi padre. Estaba muerto. De lo que se dice realmente muerto. Y para que no quepa duda, él lo repetía mañana, tarde y noche. “Cero pulso”, nos decía, mientras con el dedo índice se daba golpecitos en la muñeca. “De acuerdo”, repetíamos todos en coro. Luego él resoplaba, movía la cabeza de un lado a otro y empezaba a mascullar palabras ininteligibles. “Se estará quejando en el idioma de los muertos”, sugería mi hermano mayor. “A la hora que se le ocurre aprender idiomas a papá”, decía otro de mis hermanos, el típico distraído en las familias. “A lo mejor yo lo comprenderé pronto”, conciliaba mi madre. Y así, podría decir, fue por siglos. No sé si me entienden.
Cumpleaños
Mi hermana cumple años en este día. Bueno, murió hace cinco años, pero la edad es la edad. Se tiñe el pelo con más frecuencia que antes. “El estrés me ha encanecido rápidamente”, nos dice cada vez que nos descubre mirándole la cabeza. Y sí, debe ser el estrés, porque ya no le duele nada. Las enfermedades se le acabaron cuando ella murió. “El problema”, nos dice, “son los vivos”. Sabemos que cuando dice “los vivos” se refiere a sus hijos y a su marido. Sobre todo a su marido. Él anda desganado. Parece que deseara la muerte. “No es el mismo de antes”, precisa mi hermana. “Hasta se olvidó de comprarme una torta de cumpleaños. Solo se levantó y fue al cementerio sin desayunar”. Yo le tomo la mano, tratando de calmarla. “Un día de estos me va a revivir del susto”, sentencia.
De Enciclopedia vacía. El gran sueño. Lima: Personaje secundario, 2024.