En julio de 1967, la poeta estadounidense Margaret Randall y el poeta mexicano Sergio Mondragón, editores de la revista bilingüe de poesía El Corno Emplumado/The Plumed Horn, que funcionaba en Ciudad de México, escribieron sobre la necesidad de “romper el bloqueo cultural”, “break the cultural blockade” (n.° 23).1 La llamada a la acción de Randall y Mondragón presentaba la vigésimo tercera edición de “El Corno”, dedicada a la nueva poesía cubana. El número, totalmente bilingüe (los originales en español junto a las versiones en inglés compuestas por un equipo de traductores), era un intento de subvertir unas fronteras férreamente reguladas llevando la poesía cubana más allá del bloque socialista al que el bloqueo económico y cultural de Estados Unidos procuraba circunscribir su circulación.2 A través de El Corno 23, los poetas de la Cuba revolucionaria llegaron a cientos de suscriptores de más de veinte países. Un “modesto homenaje al 26 de julio”, escribe Randall, “el derecho a saber qué pasa en el mundo del arte en esa isla a 500 kilómetros de la costa [estadounidense]”. (n.° 23)
El número 23, un signo de exclamación en la revolucionaria práctica de traducción de El Corno, bien puede haber sido el mejor momento del proyecto interamericano de tendido de puentes de la revista o, como dijo Randall una vez, de “[mostrar poetas] a toda América” (n.° 16). La revista, a la que sus suscriptores llamaban cariñosamente El Corno, publicó 31 números entre enero de 1962 y julio de 1969. Se lanzó poco después de la invasión de Bahía de Cochinos, en respuesta a la sensación de que el provincialismo se agudizaba en el ámbito cultural; en referencia a la poesía y la política, los editores escribieron en su nota inaugural: “las relaciones entre los países de América son peores que nunca” (n.° 1). Una revista bilingüe de poesía era una manera concreta, práctica, de zanjar esa brecha, un vehículo para dar a conocer entre poetas de todo el continente la obra de los demás. El Corno publicó a algunas de las voces más influyentes del siglo XX, muchas de ellas traducidas por primera vez al español o al inglés: Jorgenrique Adoum, Rosario Castellanos, René Depestre, Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Nicolás Guillén, Denise Levertov, José Emilio Pacheco, Nicanor Parra, Ezra Pound, Jerome Rothenberg, César Vallejo, Cecilia Vicuña y William Carlos Williams, entre muchos otros. Además, cada número traía la muy ansiada sección de cartas: se imprimieron cientos de páginas de correspondencia entre colaboradores que traían novedades sobre las circunstancias sociopolíticas locales y daban lugar a nuevas colaboraciones y a encendidos debates intelectuales.
En esencia, El Corno desmentía los bloqueos, oficiales o de facto; operaba como un espacio de confluencia para las comunidades contraculturales de los años 60, del continente y más allá. Lo que destacaba a este proyecto fue también lo que lo diferenció de las numerosas “little magazines” (“pequeñas revistas”) de la década: su uso de la traducción como una herramienta intrínsecamente política para promover la transformación social. Si bien solo un puñado de números fueron bilingües en su totalidad, en El Corno, la traducción no se limitaba a lo meramente interlingüístico sino que encarnaba una filosofía más amplia de cruzar las fronteras por medio de la poesía y de las conversaciones que esta suscitaba. Los editores y colaboradores concibieron la revista como una plataforma que permitiera generar coaliciones por fuera de las fuerzas institucionales, replantear las redes continentales y combatir el aislamiento cultural e intelectual. Esta visión de la traducción —como proyecto para generar conciencia, como herramienta para desmantelar o para cultivar, como expresión de solidaridad— guió a El Corno a lo largo de toda la década.
Emplazada en la Ciudad de México pero con un pie firme en Estados Unidos, El Corno aprovechó la potencia de ese posicionamiento dual para mitigar las divisiones entre norte y sur. En una carta con fecha de octubre de 1962, Ernesto Cardenal, poeta nicaragüense y contribuyente habitual de poemas y traducciones, expresó con estas palabras la ambición de la unión continental:
Te diré: ustedes están creando la verdadera Unión Panamericana. La Unión Panamericana es la de los poetas, no la de esos que se sientan en los banquetes y “devoran a mi pueblo como si fuera pan”, como dice el Salmo. […] Si los poetas no realizan el Panamericanismo nadie más lo hará. Y lo están haciendo. Y por primera vez en a historia se comenzarán a entender el pueblo norteamericano y el hispanoamericano, en un verdadero entendimiento de pueblos, porque se entienden sus poetas. En Washington no se han dado cuenta todavía de que las grandes naciones (los EE.UU. incluso) han sido hechas por los poetas. Un cambio de métrica produce grandes consecuencias sociales como dice Pound. (n.° 5; énfasis del original).
Menos de un año después del primer número de El Corno, Cardenal veía su inmensa promesa, el impacto potencialmente revolucionario de atravesar tan arraigadas fronteras con poesía.
Este fragmento se ha vuelto emblemático del alcance continental de la revista: redes de solidaridad para poner en contacto al norte y al sur, por fuera de los programas institucionalizados de la política exterior de Estados Unidos en los años 60 y, en mucho sentidos, en franca resistencia a ellos. Como se demostró en varios estudios decisivos (Bennett; Cohn; Stonor Saunders), lo que se denominó la “diplomacia cultural” de la Guerra Fría —en rigor, imperialismo cultural— surgió para sofocar la influencia de la Revolución Cubana haciendo la producción cultural estadounidense atractiva para los latinoamericanos mediante becas, conferencias, contratos editoriales, revistas literarias y programas del Departamento de Estado.3 Estas iniciativas desplegaron copiosamente en la esfera cultural una especie de ideología continental con reminiscencias de la doctrina Monroe de 1823 y el incipiente imperialismo estadounidense: la solidaridad “americana” fundada sobre la perpetuación del derecho de Estados Unidos a controlar por su cuenta las relaciones continentales. Claro que la existencia de dichas iniciativas era también una confirmación tácita del potencial subversivo del intercambio intelectual y cultural, y una decisión estratégica de vigilarlo y regularlo ubicando a Estados Unidos en su centro mismo. La carta de Cardenal encuadra a El Corno como un vehículo capaz de reencauzar el continentalismo hacia una unión más equitativa.
Sin embargo, la circulación entre poetas estadounidenses y latinoamericanos cuenta solo parte de la historia interamericana de El Corno. La segunda mitad de la carta de Cardenal identifica un llamado continental concomitante, también en torno al intercambio y en el marco del alcance internacional de la revista, pero centrado exclusivamente en las redes latinoamericanas:
Y además es necesario que los poetas hispanoamericanos (y también es otra misión del CORNO) comiencen ya a poner las bases para la organización de la gran nación América Latina. Eso tampoco lo harán los militares ni los comerciantes. Destruir nuestras fronteras, el plan del poeta Bolívar, crear esa nueva nación, formidable, desde México hasta la Patagonia: eso sólo lo pueden hacer nuestros poetas (ayudados ahora por los poetas yanquis). (n.° 5)
Las cartas y relatos de los colaboradores demuestran que la esperanza de Cardenal se realizó a lo largo de la vida de la revista. El Corno era un lugar donde la neovanguardia latinoamericana leía a los poetas beat de San Francisco, pero igual de eficaz (si no más) fue la circulación que generó al sur del río Bravo. Fue por medio de El Corno que los nadaístas colombianos se leyeron fuera de su país, que se conocieron entre sí los poetas concretistas de Brasil y Guatemala, que la lucha de los poetas guerrilleros resonó por todo el continente, que una joven Cecilia Vicuña pudo acceder a la red que la conduciría a publicar Saborami y que los infrarrealistas de la Ciudad de México de los años 70 y 80 encontraron inspiración contracultural. Roberto Fernández Retamar, director de la cubana Casa de las Américas, la consideraba una publicación hermana.
Los diálogos culturales e intelectuales que abrió El Corno transformaron el modo en que la revista se figuraba su posicionamiento, y su accionar político evolucionó en consecuencia. A medida que avanzaba la década, la posición política de la publicación se corrió aún más a la izquierda, y su visión de la unión panamericana se alejó de la programación cultural financiada por Estados Unidos (de la que de todos modos siempre había sido recelosa) y se acercó al modelo latinoamericanista establecido en La Habana de principios de los 60. El viraje es particularmente evidente en las notas de los editores. Sobre todo a partir de julio de 1965, cuando Randall y Mondragón condenaron la violencia ejercida por el gobierno de Estados Unidos en Vietnam, en la República Dominicana y en Selma, Alabama, las páginas de apertura de cada Corno se transformaron en una vía para denunciar el intervencionismo y la represión, donde fuera que ocurrieran. Usando la plataforma que habían construido en el transcurso de años, las notas de los editores de los últimos números abrazan los ideales revolucionarios cubanos y, en lo que sería el principio del fin, expresan su solidaridad con los estudiantes manifestantes tras la masacre de Tlatelolco de 1968. La ofensiva gubernamental contra los defensores de los estudiantes obligó a la revista a pasar a la clandestinidad. Perdió los mínimos fondos con los que contaba, quienes la imprimían sufrieron amenazas, y Randall, el entonces coeditor Robert Cohen y su familia huyeron a Cuba.
La historia del impacto de El Corno, en especial en el contexto de la literatura latinoamericana, aún se está escribiendo y, dada su magnitud y su complejidad, es imposible hacerle justicia aquí. (La obra The Poetry of the Americas de Harris Feinsod ofrece un excelente panorama general de la revista en un marco interamericano; I Never Left Home, las memorias de Margaret Randall, constituye un relato retrospectivo esencial).4 Con el número especial de 1967 sobre Cuba, tal vez su hazaña más grande, la revista nos recuerda que hay pocas cosas más revolucionarias que cruzar fronteras rigurosamente reguladas a través del arte. El mensaje que contiene este aspecto de la publicación es de una importancia inconmensurable. Una revista bilingüe de poesía atravesó las barreras que se le imponían —precisamente las que le eran ventajosas al imperio estadounidense— para transformarse en un canal de construcción de solidaridad internacional. De esa forma, El Corno brindó modelos de interamericanismo al servicio de la lucha revolucionaria antiimperialista y en oposición al imperialismo cultural de la Guerra Fría. La centralidad de la traducción para la circulación de la revista y la evolución de su posición política a lo largo de la década demuestra su poder y su maleabilidad ideológicos. La traducción puede desmantelar y potenciar; puede tender algunos puentes y quemar otros.
Como uno de los documentos culturales más fundamentales de la década de 1960, la práctica revolucionaria de la traducción de El Corno es algo a lo que (como traductores, escritores y lectores) deberíamos prestar más atención. La revista extrajo de la traducción su inherente fuerza política. Ofreció un espacio para la acción colectiva de desgastar bloqueos culturales e intelectuales. En los años 60, fue una herramienta de resistencia al modelo de poesía individualista y apolítico que promovía Estados Unidos y a sus intentos de confinar toda idea revolucionaria a esa isla a 500 kilómetros de la costa estadounidense. Hoy, la traducción tiene más herramientas que nunca para combatir la xenofobia y el etnonacionalismo rampantes que estamos viviendo. Traducir es una negativa a dejarnos cercar, a cerrar nuestra conciencia a los demás. Es un acto de alianza, un uso del poder y del privilegio en pos de amplificar las voces de los grupos marginados. Es también un compromiso con la solidaridad, es reconocer que nuestras liberaciones están ligadas entre sí, que a todos nos incumben las luchas que se están librando. Si El Corno no hubiera sido subversivo, no lo habrían clausurado. Si la traducción no fuera siempre potencialmente subversiva, si no aportara nuevas maneras de ver y de pensar que ponen en jaque al statu quo y a quienes se benefician con él, no estaría tan marginada como lo está en este país, y no se haría semejante presión por imponer la retórica del monilingüismo y la militarización de la frontera. Gracias a El Corno y a quienes fueron parte de él, tenemos un plano, un mapa, un camino. Sus páginas guardan un recordatorio cada vez más urgente del poder de la traducción, el poder de la solidaridad.
Traducción al español por Carolina Friszman
1 Todas las citas están tomadas de ediciones en facsímil de El Corno Emplumado/The Plumed Horn; el número correspondiente se especifica en las citas parentéticas. Los 31 números son de libre acceso en el Open Door Archive: https://opendoor.northwestern.edu/archive/collections/show/5
2 Según consta en ese número, los traductores fueron Carlos Hagen, Lionel Kearns, David Osman, Elinor Randall, Margaret Randall, Tim Reynolds y Stephen Schwartz.
3 Véanse por ejemplo los siguientes títulos: Eric Bennett, Workshops of Empire (U Iowa P, 2015); Deborah Cohn, The Latin American Literary Boom and U.S. Nationalism During the Cold War (Vanderbilt UP, 2012), y Frances Stonor Saunders, The Cultural Cold War (The New Press, 2000).
4 Harris Feinsod, The Poetry of the Americas (Oxford UP, 2017); Margaret Randall, I Never Left Home (Duke UP, 2020).