Nota del editor: Este texto fue traducido del español al inglés y al portugués por estudiantes y profesores de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Véase más abajo para leer en portugués.
- La carretera es una línea recta. Cristóbal conduce en silencio. Es enero y viajamos al sur. La abuela de Cristóbal tiene una casita en San Ramón. El sol aún no se esconde. Me duele la espalda. Cristóbal es delgado y de facciones angulosas. Lleva una polera celeste y jeans.
- El padre de Cristóbal murió hace dos semanas. Se pegó un tiro en la cabeza.
- Cristóbal conoció a su padre a los dieciocho años. Ahora tiene diecinueve. Nunca vivieron juntos.
- Cristóbal estudia literatura y yo derecho. Compartimos el gusto por las novelas de Céline y los cuentos de Joyce, la ópera italiana del siglo diecinueve, las mujeres difíciles y el fútbol. Pero diferimos al menos en tres puntos: Cristóbal no cree en Dios, es extremadamente disciplinado y piensa que Godard es mejor que Truffaut.
- El cielo es naranja. ¿Tienes hambre?, pregunta Cristóbal. Un camión viejísimo nos adelanta Paremos en la bencinera, digo. Abro una cerveza. Está caliente. El líquido desciende lentamente por mi garganta. Cristóbal estaciona el auto detrás de un camión. Nos bajamos. Hace calor. Caminamos hasta un restaurante, a unos cincuenta metros de la bomba de bencina. Entramos y nos instalamos cerca del bar.
- No me gusta dejar Santiago durante las vacaciones. Prefiero dedicarme a escribir y escuchar música. Pero esta vez la situación era distinta: el padre de Cristóbal murió, y aunque apenas se conocían, pensé que sería bueno acompañar a mi amigo a San Ramón.
- No hay muchas personas en el restaurante. Nuestra mesa da a un enorme ventanal. Puedo ver el Toyota blanco de Cristóbal. En el televisor, cerca del bar, dan una película de karatekas. Una mujer gorda mira embobada la pantalla. Tiene cara de rana y ojos café.
- Mi padre cazaba patos, dice Cristóbal. Los karatekas de la película se muelen a golpes. Hay un ambiente de penumbra en el restaurante.
- Un mozo nos trae la carta. Una botella de pisco, hielo, una coca-cola grande y papas fritas, dice Cristóbal. Enciendo un cigarrillo.
- Recuerdo algo que no tiene mucho sentido. La niña que me gusta dejó de acercárseme, según ella, porque solo hablo de ópera. Me has contado un millón de veces el final de Peter Grimes, solía decir. Es probable que mis padres y mi hermana piensen lo mismo.
- Cristóbal le echa ketchup a sus papas fritas. Bebemos en silencio.
- El humo del cigarrillo se mueve entre nosotros. Mi padre se voló los sesos con la escopeta de caza, dice Cristóbal, y muerde una papa frita. La mujer gorda con cara de rana voltea la cabeza y nos mira detenidamente. Luego regresa a la película de karatekas.
- Desde que salimos de Santiago, hoy en la mañana, hemos tomado cuatro litros de cerveza. Pero a Cristóbal siempre le ha gustado más el pisco.
- Hace muchos años, en el colegio, tuve un compañero de curso que aseguraba tener largas conversaciones con el espíritu de Jimi Hendrix. Una noche, muy tarde, me llamó por teléfono y me dijo que Hendrix estaba en su casa tomando pisco. Y yo le creí.
- No sabemos por qué se mató, tartamudea Cristóbal, no había ningún motivo. Afuera, la noche ya inundó la carretera y los cerros. No sé si lo alcancé a querer, concluye.
- Imagino a Cristóbal en un bosque espeso. Tiene un gorro de caza y al hombro lleva la escopeta de su padre.
- Tengo la escopeta en el auto, dice Cristóbal. Me sirvo otra piscola. ¿Hablas en serio? Sí, responde, la traigo porque en San Ramón hay patos. Aplasto mi cigarrillo en el cenicero. ¿Quieres verla?, me pregunta.
- Acabamos rápidamente tres cuartas partes de la botella. Cuando me levanto, me doy cuenta de que el alcohol hizo efecto. Casi al mismo tiempo, Cristóbal sonríe y me dice que está borracho, “Ayúdame a ponerme en pie”. Lo tomo de un brazo y lo atraigo hacia mí. Primero un pie y después el otro, digo. La mujer con cara de rana bosteza.
- Salimos del restaurante abrazados con un solo brazo, para no tropezar. Un perro ladra. Llegamos con dificultad al Toyota. Las luces de la bencinera nos iluminan. El restaurante se ve mucho más chico desde afuera. Cristóbal introduce la llave con dificultad, la gira y abre la maletera.
- Ahí está, dice, y señala la escopeta. El arma descansa sobre un paño amarillo. Es bonita, digo por decir algo, yo no sé nada sobre escopetas. El perro continúa ladrando. La mujer con cara de rana nos observa por el ventanal. Distingo apenas su figura. El mozo está junto a ella. Tomo la escopeta. Es pesada y fría. Cristóbal tapa el cañón con un dedo.
- Una nube avanza sobre nosotros. Es una nubecita gris y espumosa.
- Cristóbal guarda la escopeta y cierra la maletera.
- Miro hacia el restaurante. La mujer con cara de rana y el mozo ya no están. El perro deja de ladrar. Subimos al auto.
- A estrada é uma linha reta. Cristóbal dirige em silêncio. É janeiro e viajamos para o sul. A avó de Cristóbal tem uma casinha em San Ramón. O sol ainda não se esconde. Me dói as costas. Cristóbal é magro e de feições angulares. Usa uma camiseta azul-clara e jeans.
- O pai de Cristóbal morreu há duas semanas. Deu um tiro na cabeça.
- Cristóbal conheceu o seu pai aos dezoito anos. Agora tem dezenove. Nunca viveram juntos.
- Cristóbal estuda literatura e eu direito. Compartilhamos o gosto pelos romances de Céline e os contos de Joyce, pela ópera italiana do século dezenove, pelas mulheres difíceis e pelo futebol. Mas divergimos pelo menos em três pontos: Cristóbal não acredita em Deus, ele é extremamente disciplinado e pensa que Godard é melhor que Truffaut.
- O céu é laranja. Está com fome?, pergunta Cristóbal. Um caminhão velhíssimo nos ultrapassa. Paremos no posto de gasolina, digo. Abro uma cerveja. Está quente. O líquido desce lentamente por minha garganta. Cristóbal estaciona o carro atrás de um caminhão. Descemos. Faz calor. Caminhamos até um restaurante, a uns cinquenta metros da bomba de gasolina. Entramos e nos instalamos próximos ao bar.
- Não gosto de sair de Santiago durante as férias. Prefiro me dedicar a escrever e escutar música. Mas esta vez a situação era diferente: o pai do Cristóbal tinha morrido, e ainda que mal se conhecessem, pensei que seria bom acompanhar o meu amigo até San Ramón.
- Não há muitas pessoas no restaurante. Nossa mesa dá pra uma janela enorme. Posso ver o Toyota branco do Cristóbal. Na televisão, próxima al bar, passa um filme de caratecas. Uma mulher gorda olha abobalhada para a tela. Tem cara de rã e olhos castanhos.
- Meu pai caçava patos, diz Cristóbal. Os caratecas do filme se espancam com socos. Há um ambiente de penumbra no restaurante.
- Um garçom nos traz o cardápio. Uma garrafa de pisco, gelo, uma coca-cola grande e batatas fritas, diz Cristóbal. Acendo um cigarro.
- Lembro de uma coisa que não tem muito sentido. A menina que gosto deixou de se aproximar, segundo ela, porque só falo de ópera. Já me contou um milhão de vezes o final de Peter Grimes, costumava dizer. É provável que meus pais e minha irmã achem a mesma coisa.
- Cristóbal coloca ketchup em suas batatas fritas. Bebemos em silêncio.
- A fumaça do cigarro se move entre nós. Meu pai explodiu seus miolos com a escopeta de caça, diz Cristóbal, e morde uma batata frita. A mulher gorda com cara de rã vira a cabeça e olha para nós cuidadosamente. Depois volta para o filme dos caratecas.
- Desde que saímos de Santiago, hoje de manhã, tomamos quatro litros de cerveja. Mas o Cristóbal sempre gostou mais de pisco.
- Há muitos anos, no colégio, tive um companheiro de curso que jurava ter longas conversas com o espírito de Jimi Hendrix. Uma noite, muito tarde, me ligou e me disse que Hendrix estava na sua casa tomando pisco. E eu acreditei nele.
- Não sabemos por que se matou, gagueja Cristóbal, não tinha nenhum motivo. Lá fora, a noite já inundou a estrada e os morros. Não sei se cheguei a gostar dele, conclui.
- Imagino o Cristóbal em um bosque espesso. Usa um gorro de caça e no ombro carrega a escopeta de seu pai.
- Tenho a escopeta no carro, diz Cristóbal. Me sirvo outra piscola. Está falando sério? Sim, responde, trouxe porque em San Ramón tem patos. Amasso meu cigarro no cinzeiro. Quer ver?, pergunta.
- Acabamos rapidamente três quartos da garrafa. Quando me levanto, me dou conta de que o álcool fez efeito. Quase ao mesmo tempo, Cristóbal sorri e me diz que está bêbado. “Me ajuda a ficar de pé.” O agarro por um braço e o trago em minha direção. Primeiro um pé e depois o outro, digo. A mulher com cara de rã boceja.
- Saímos do restaurante abraçados com só um braço, para não tropeçar. Um cachorro late. Chegamos com dificuldade até o Toyota. As luzes do posto de gasolina nos iluminam. O restaurante parece muito menor de fora. Cristóbal introduz a chave com dificuldade, a gira e abre o porta malas.
- Aí esta, diz, e aponta para a escopeta. A arma descansa sobre um pano amarelo. É bonita, falo por falar, não sei nada de escopetas. O cachorro continua latindo. A mulher com cara de rã nos observa pela grande janela. Mal distingo a sua figura. O garçom está perto dela. Pego a escopeta. É pesada e fria. Cristóbal tampa o cano com um dedo.
- Uma nuvem avança sobre nós. É uma nuvenzinha cinza e espumosa.
- Cristóbal guarda a escopeta e fecha o porta malas.
- Olho para o restaurante. A mulher com cara de rã e o garçom já não estão. O cachorro para de latir. Entramos no carro.
Tradução para o português de Luciana Pissolato e Letícia Goellner