Le ladra a un aparecido
Aquí alto ventea fresco,
ha empezado a chispear
y no me importa
que la lluvia me moje
los pies, la cabeza y la ropa.
Me vengo aquí, a la montaña,
a ver desde la altura
lo que fue mi casa,
que esos brutos despedazaron,
y ahora es puro pedregal,
escombro y mala hierba.
Aquí yo me adormezco,
y de pronto alucino
la puerta que rayaron
y pintamos de verde,
el olor a las vigas,
a bultos de café,
a estiércol del corral,
a quema de rastrojos,
crujiendo en la candela;
creo oír a los buitres,
que reían y graznaban,
al volar sobre un muerto.
Decía mi hijo que veía
tipos como esos buitres,
acechando la casa.
Le gustaba jugar
con los escarabajos,
a decapitar fósforos,
a ponerlos en fila,
a incinerarlos luego,
cogía piedritas, las sobaba,
que eran balas decía.
Aquí a lo alto
se sube un perro
a gruñirle al viento.
Será que ve a mi hijo,
será que mi hijo huyó
con las milicias
de la gorra verde
y quizá lo mataron
y es un aparecido.
Ayer noche lo vi,
cerca al árbol de mango,
y se entró por la puerta
del albergue
en el que ahora vivo;
era un ángel muy raro,
con la cara pintada de negro.
Me vengo
a esta montaña,
porque ahora,
aquí está mi casa.
Me gusta oír el chorro
ver tanta luz y tanto
bicho raro que hay aquí
como ese escarabajo gris
igual a esos que jugaban
con mi hijo desaparecido.
Será un reencarnado.
Tengo la cara húmeda,
tal vez por la llovizna,
o tal vez he llorado.
Me quedaré aquí
hasta que amanezca.
Niños y soldados que llegan de noche
La noche en que notó que sus senos y estómago
brotaban de su blusa, gordos por la preñez,
vio medio adormecida a un niñito moreno,
con los ojos oscuros y el pelo colorado.
En la casita indígena, en medio del barrial,
cerca de la ribera del río casi muerto
donde aún niña vive con sus padres y ancianos,
un cólico le vino, la zarandeó en la cama.
La partera sin nombre le sacó de por dentro
gemidos y coágulos, pedazos de tejido,
de la criatura anómala, ese niño imposible.
Su alcoba se quedó por días en silencio.
Durmió por horas, días; bebía agua, dormía.
12 AM, el niñito moreno ha regresado,
cabeza colorada con ojos oscurísimos,
que desafiando a Newton camina por el aire
y pasa cerca de ella sin pestañear, sin verla.
Ella se ha levantado, llora, alarga las manos,
pero el niño sin carne no se deja agarrar.
Ella vuelve a la cama, se recuesta en tinieblas,
afuera oye relinchos, la voz de aquel soldado
que derribó la puerta, le desgarró el vestido
y la dejó preñada, cubierta con escupas,
empuercada de besos, dolida por los golpes.
Se enrosca sobre sí, se vuelve una pelota,
todo adentro le duele como si reventara
y el cuerpo que le explota es un bebé fallido.
A la puerta se acerca la voz de aquel soldado
y el trote del caballo. Sabe que él viene a verla.
Hombres con sombrero
En uno de esos días en que los hombres
lo usaban para la lluvia y frío
un tipo de sombrero negro
recorre un callejón de Bogotá.
Se para en una esquina,
se le juntan dos más
Chepitos, cobradores
de sombrero negro.
Se instalan en la mesa de un café.
Cuchichean, se ríen.
Con su vestido oscuro
parecen caballeros,
pero el sombrero encubre
rictus de sanguinario,
miradas de reojo a una presa,
a un cuarto tipo,
que lee en una mesa del rincón,
que se esconde bajo un sombrero gris,
que se toma un café y de reojo observa
tres tipos de sombrero que lo miran.
Por los días
de la moda del sombrero
en un aeropuerto de Colombia,
se aglomeran mujeres
y hombres de sombrero,
sin ver el vuelo errático,
de un pajarraco extraño
sobre sus cabezas.
La gente agita los pañuelos
a un hombre que en la escalerilla
se levanta el sombrero,
que oscurecía su cara
y todos ven la risa de Gardel
quien se mete al avión
que arrastraría un viento
fuera de la pista,
para chocar con otro
y estallar en llamas.
Y quince años más tarde en Bogotá,
solía usarlo
Gaitán, el gran caudillo.
El día de su muerte,
en la ciudad lluviosa,
lo seguían un séquito de amigos.
Reían, alguien le susurraba
un secreto al oído,
justo cuando fue abaleado.
Ese día, llevaba
su sombrero puesto,
pero un simple sombrero
protege de la lluvia,
no es casco de armadura
y la bala traspasó el fieltro,
trozó la cinta y penetró el encéfalo.
El sombrero era cosa de señores
Al frente de una casa
blanca, de ladrillo
de oscuras rejas
mi padre con mi abuelo,
de sombrero ambos,
le sonríen a la cámara.
Unos cuervos
en las cuerdas de la luz
avisan que se viene el aguacero
pero ellos, los hombres de la casa,
señores de sombrero
recogen el paraguas
se van a caminar,
a comprar el periódico,
a tomar un café.
No volví a verlos de sombrero,
tan solo en una antigua foto
que se extravió.
Y lo usaban los no tan caballeros
Como el tipo de los ojos rasgados
con atuendo de obrero,
y sombrero raído de tela
que acarreaba ladrillos
en una construcción
en una esquina de la casa nuestra
y nos hizo señales de acercarnos
a mi hermana y a mí, de 3 y 4
y alargó hacia nosotras las manos
oscuras y mugrientas.
Corrimos a la casa,
mi padre salió con un revólver.
Todo se ha nublado en la memoria.
Pero no olvido esas manos
sus uñas largas con tierra
y su sombrero pardo.
Y lo he visto en fantasmas
Tal vez ese mismo hombre
era el espectro de sombrero,
que, por la noche, unos años después,
se paraba ante la puerta de mi clóset.
Pero si la cerraba se quedaba adentro
agonizando en la oscuridad, entre perchas,
zapatos de charol, vestidos y uniformes de colegio.